Ya hacía un año y medio que habíamos salido de Buenos Aires. Llegamos hasta Panamá y ahora estábamos volviendo.
Primero estuvimos unos días en Cartagena en un hotel barato, caluroso e infestado de mosquitos. Ahí fue que me contagié dengue. Fueron doce días de fiebres muy altas. Carmen y Gonzalo también se contagiaron. Vane no, tal vez sea inmune a la cepa local, en todo caso ella es inmune a muchas cosas.
Aedes en mi pierna.
Antes de que supiéramos que tres de nosotros teníamos dengue tomamos un bus afiebrado y seguimos viaje hasta Palomino. Ahí fue la peor parte de la enfermedad. Tuve nauseas, vi formas geométricas coloridas con los ojos cerrados, me invadieron sueños delirantes y hasta me sangraron las encías. Esto último tal vez fuera por las pastillas: como al principio no sabía que tenía dengue, estuve tomando ibuprofeno y eso no es bueno porque los antiinflamatorios no esteroideos perjudican las hemorragias espontaneas, hay que tomar paracetamol (que resulta más fácil de conseguir cuando te enterás de que allá no lo llaman paracetamol sino acetaminofén).
Como no viajamos con seguro médico tuve que aguantar las peores horas sumergido en mi hamaca. Me sentía aplastado por un camión.
En mis sueños locos era yo el que aplastaba los camiones.
Vane se salvó del dengue pero en Palomino se contagió la cariñosa Larva migrans, un gusano nematodo que una vez dentro del cuerpo comienza a migrar lentamente por debajo de la piel. Como los remedios para curar la migración larvaria cutánea son muy fuertes, ella no quiso tomarlos y entonces se llevó el gusano de paseo por varios países. Era solo aguantar una picazón más.
Cuenta como mascota.
En esos días Carmen y Gonzalo tuvieron que volver a España. También era el final de un largo viaje. Lo terminaban a pura fiebre pero contentos. Prometimos volver a vernos en algún lugar del mundo.
Agotados y felices.
Cuando la enfermedad parecía remitir (aunque aún seguía sintiéndome débil) nos trasladamos a la Guajira, ya muy cerca de Venezuela. Fuimos a Cabo de la Vela y, de alguna forma, parecía que no queríamos volver. De hecho ese era el punto más septentrional del viaje (16°23’39″S, 65°56’45″W).
La Guajira es un lugar lejano, notablemente particular y muy recomendable. Es Caribe, desierto, indígenas Wayuu, eso.
Mucho sol, mucha sal y ningún mosquito.
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Yo seguía muy débil.
Aunque no podía quejarme.
Y Vane me acompañaba.
Definitivamente no puedo quejarme.
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Después intentamos entrar a Venezuela pero, debido al caos fronterizo y a mi debilidad aún persistente, decidimos regresar hacia el sudoeste y continuar la vuelta por las montañas. Primero viajamos en bus a Medellín, luego seguimos a dedo hacia Ecuador y, en un par de días, ya estábamos en Ibarra en la nueva casa de nuestros amigos Tati y Javico de Caminando por el globo. Hacía tiempo que quería conocer Ibarra, o más precisamente La Esperanza, un pueblito a unos siete kilómetros al sur de la ciudad. O aún más precisamente, a doña Aida.
En Ecuador existe la creencia de que Bob Dylan estuvo comiendo hongos mágicos en La Esperanza, Imbabura, en los años ’70. Yo siempre pensé que era mito, pero entonces conocimos a Aida, la dueña del hostal donde se supone que la estrella de rock estuvo mirándose los parpados. Es una encantador abuelita de más de 80 años. Nos invitó a pasar a su casa y charlamos agradablemente durante un buen rato. A pesar de que la historia de Dylan tiene todos los números para considerarse un mito, al escucharla en boca de Aida, con su humildad, su sencillez y su encanto natural, yo, que soy un gran escéptico, he cambiado de idea: por lo pronto la historia ahora me suena al menos verosímil. Se puede escuchar la charla en este audio que es largo y tiene poco volumen pero es muy agradable:
Aida, Bob Dylan, Esperanza.
Aida, yo, un hippie, niños y una torta con un hongo.
Ya no hay muchos hongos en La Esperanza, ahora hay más pavimento y menos vacas.
Pero donde sí hay una gran cantidad de hongos mágicos en Ecuador es en Girón y ahí fuimos. Aunque esta vez no encontramos por ser temporada seca. De todos modos el pueblo, sus senderos y la cascada son psicodélicos por sí mismos.
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Y a falta de hongos encontramos frambuesas.
Rubus niveus.
Luego, nuestro paso por Perú fue rápido.
Y gris.
Y melancólico.
Lo más agradable fue disfrutar unos días en Huanchaco con nuestros amigos Maru y Juan de Una realidad aparte. Ellos se fabricaron su propio hogar rodante y van rumbo a Alaska. Ahora acaban de lograr el cruce del Darién y andan por Panamá.
Por Desaguadero fue que cruzamos a nuestra querida (y ahora muy convulsionada) Bolivia.
Trichocereus cuzcoensis.
Erythroxylum coca.
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Estuvimos unos días en La Paz alojándonos en el barato y muy recomendable Hostal Canoa.
Y otra cosa recomendable en La Paz es la feria de ropa de segunda mano de El Alto. Se arma los jueves y se accede por el teleférico. Aunque, en estos días violentos, calculo que debe estar suspendida.
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Luego bajamos del Altiplano hasta la selva de montaña de Villa Tunari en el Chapare cocalero, en el borde de la cuenca amazónica. Ya hemos ido varias veces por ahí. No es muy conocido por el turismo internacional y tiene lugares excelentes, que no son fáciles de encontrar, van apareciendo después de mucho caminar.
Pasando la tranca de Padre Sama, después de la cascada.
Buscando lugares.
Encontrando lugares.
Pozas escondidas cerca de El Puente, para el lado de Agrigento B.
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También hay hongos mágicos en la zona.
No pregunten dónde, busquen.
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Y hongos culinarios.
Suillus sp.
Y una infinidad de escondidas plantaciones de coca.
Erythroxylum coca.
Y monos araña salvajes pero muy acostumbrados a la gente, que aparecen si uno espera con paciencia en el Parque Machía.
Ateles chamek.
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Y otros animales no tan fotogénicos.
Didelphis marsupialis.
En esta farmacia encontramos una crema tópica para la Larva migrans.
Y muchísimos bichos.
Te araño hasta Alaska.
Y una vez más penetramos en las profundidades del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) a puro autos compartidos, camión Unimog y senderos selváticos que ya se nos han hecho familiares.
Donde se encuentran algunas de las más alejadas comunidades moxeñas y yuracaré.
El Carmen.
Luego volvimos a Villa Tunari.
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Y seguimos hacia Santa Cruz y aún más hacia el este en el histórico «tren de la muerte» que cruza a Brasil.
Toda la vuelta.
Paramos a mitad de camino, en Aguas Calientes, donde estuvimos unos días acampando junto a un río de aguas termales.
En Corumbá, Brasil, resolvimos un problema que teníamos con los pasaportes por haber pasado por fronteras lejanas y aisladas. Luego volvimos casi sin parar hasta Buenos Aires.
Luego de un descanso en Trinidad seguimos viaje hacia el norte navegando por el río Mamoré.
«Un descanso en Trinidad»
No fue fácil conseguir barco, tuvimos que ir varios días seguidos a Puerto Almacén hasta encontrar alguien que nos llevara. Puerto Almacén queda sobre un afluente del Mamoré a unos diez kilómetros al este de Trinidad y no es más que unas cuantas casas de madera junto a un río semi cubierto de camalotes.
Finalmente encontramos embarcación: el Santa María, un carguero de madera que, durante seis suaves días, empujaría dos balsas cargadas con medio millón de litros de gasolina hasta Guayaramerín, en la frontera con Brasil. Los caminos de tierra de la selva boliviana son impredecibles en épocas de lluvia y por eso los combustibles tienen que ser trasportados por ríos para garantizar el abastecimiento de los pueblos del norte.
Seis días.
Seis atardeceres.
Seis amaneceres.
Muchos cormoranes.
Algunos peces extrañísimos.
Una minúscula mariquita negra de puntos dorados.
Durante el día había que echar agua sobre toda la superficie de las balsas para que el sol no las recalentara. Así evitaban que explotaran por el aumento de la presión. Había que tomarse el trabajo de regarlas cada dos o tres horas.
Nosotros no, los tripulantes.
Gladys tampoco. Ella era la cocinera y estaba en sus mejores días. Porque los peores ya habían pasado.
Cuando era muy chica, Gladys fue entregada por su tía a una mujer que la esclavizó durante algún tiempo en un barrio de los alrededores de Trinidad.
Luego logró pasarse a trabajar con otra mujer que le pagaba poco pero no la esclavizaba y la dejaba salir los fines de semana.
A los dieciséis años, una prima, o amiga, o algo, la convenció para que la acompañara como ayudante de cocinera en un barco carguero. Ella al principio no quería porque alguna vez su madre le había dicho que la gente de los barcos es peligrosa, pero la prima la persuadió con insistencia, ella tenía una especie de novio ahí y no quería perderlo y tampoco quería viajar sin compañía.
El día que zarpaban ella llegó temprano y el capitán del barco la apuró para subir a bordo explicándole que partirían enseguida y que habían quedado en buscar a la prima en un puerto más adelante. Por supuesto que eso nunca ocurrió y cuando Gladys se dio cuenta del engaño ya estaban lejos y ahora ella era la única cocinera para los seis marineros.
En la primera noche el capitán levantó de su cama a la niña virgen de dieciséis años, la arrastró hasta su camarote, le avisó que no se molestara en gritar porque nadie la iba a ayudar y entonces la violó.
La secuestró, la violó y le pegó durante muchos años en los que tuvo tres hijos. El secuestro era en parte con candados y en parte con amenazas. En una ocasión ella pudo denunciarlo a la policía pero el capitán solo estuvo una noche preso. Probablemente salió pagando. Gladys quedó libre recién cuando el capitán se consiguió a otra. Ahora ella trabaja en este otro barco del Mamoré y es feliz. Se le nota en su buen humor, su risa fácil. Parece haber logrado dejar, de alguna forma, todo su pasado atrás. Se la ve realmente feliz.
Luego de despedirnos de todos, con Vane continuamos viaje por tierra.
Después de día y medio en tractor estamos en la comunidad T’simane Areruta, en el corazón amazónico de Bolivia. Ningún mapa muestra más que selva y ríos en esta zona. Incluso Google Earth está atrasado: marca que estamos sobre el río Sécure y ya no es así. Hace unos meses el río se corrió un par de kilómetros al sur. En la cuenca amazónica los ríos se mueven lentamente agrandando sus curvas, y cuando las curvas de un mismo río se agrandan tanto que se tocan entre sí, se forma un atajo y toda una gran vuelta del río pasa a formar una laguna en herradura o directamente se seca. Y eso es lo que le pasó a la gente de Areruta, el Sécure los abandonó.
Ahora viven de un arroyito. Es delgado, verdoso, burbujeante y el agua apenas corre. Ahí nos bañamos, lavamos la ropa y los platos y tomamos agua todos: los T’simanes, nosotros y los animales de la comunidad. Con Vane tratamos de ir río arriba para juntar agua. La sacamos entre unas ramas donde parece filtrarse un poco.
Luego la pasamos a través de un trapo con la esperanza de separar algo de tierra y parásitos macroscópicos, y finalmente le agregamos algunas gotas de iodo para potabilizarla.
Areruta no necesita un plan de viviendas, necesita con urgencia una simple bomba de agua.
En la comunidad hay dos autoridades, los únicos dos que no son T’simanes: el maestro de secundaria, que es de origen quechua y la maestra de primaria que es yuracaré. El maestro llegó hace poco enviado por el gobierno desde Potosí. Tiene cuatro o cinco alumnos. La Maestra, que también es la Cacique, llegó a la comunidad por su propia cuenta hace unos veinte años. Tuvo que aprender a hablar tsimané y lenguaje de señas. Todos en la comunidad saben hablar lenguaje de señas (uno propio de ellos) ya que una gran proporción de los T’simanes son sordo mudos. No tengo muy claro si esto es debido a complicaciones en el nacimiento (acá nadie nace con un médico al lado) o a la alta endogamia.
(Si estás pensando ufff hay que leer mucho, acá ve el video de Vane) :
Pasamos tres días en Areruta. Nos hubiera gustado quedarnos más pero nos resultaba un poco perturbador tomar tanta agua turbia. En el tercer día participamos de una ceremonia en el pequeño cementerio de la comunidad, que no era más que un sector de pasto con seis o siete cruces. Los niños llenaron las cruces de flores de patujú y cantaron en español y en tsimané. El Maestro cantó en quechua. Yo fui obligado a tocar el charango mientras Vane bailaba a mi alrededor.
El cuarto día pedimos que nos indiquen como llegar a Oromomo, otra comunidad T’simane río arriba (del río que ya no está, aunque en Oromomo vuelve a aparecer). Nos dijeron que eran un par de horas caminando por la selva. Nos acompañó un sordo mudo para guiarnos.
Por pasos elevados.
Pasos abiertos.
Pasos cerrados.
Y pasos muy cerrados.
Oromomo resultó ser una comunidad notablemente más grande y no solo de indígenas T’simanes, también vivían varios moxeños y yuracarés.
Y el recibimiento no fue tan agradable como en Areruta. Si bien con la mayoría de los comunarios hubo buena onda, algunos no llegaron a comprender qué hacíamos ahí (siempre nos cuesta explicarlo).
Con los niños mucha buena onda.
El TIPNIS es una zona de conflicto por los recelos entre etnias, el avance de los coyas cocaleros y la pesca, entre otros. La conclusión fue que debíamos abandonar el TIPNIS.
Entonces, al día siguiente conseguimos que un comunario nos llevara río abajo durante unas seis horas en canoa con motorcito hasta la comunidad yuracaré de Santo Domingo, adonde llega el tortuoso camino que viene desde la comunidad mojeña Monte Grande.
La mujer del comunario iba marcando la profundidad navegable.
Acampamos en Santo Domingo y a la mañana siguiente tuvimos la suerte de encontrar una camioneta todo terreno que se había acercado por otro plan de viviendas del estado. Pasamos un día de charlas y matanza de mosquitos y viajamos de noche.
Para hacer tiempo quise cortar este árbol pero no pude porque tenía el machete al revés.
La camioneta nos regresó a San Ignacio de Moxos. En el camino paramos un par de veces para que nuestros acompañantes cazaran una pava de monte y un mapache. Se me ocurrió correr entre la selva detrás de los cazadores y sus linternas, filmando la cacería del mapache. Me sorprendieron los disparos de los rifles y el machetazo final. No voy a mostrar el video.
Una vez más intentamos entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Por momentos nuestra insistencia por meternos en el corazón inhóspito de Bolivia nos parece patológica y por momentos totalmente racional. O al menos eso es lo que siento yo, no tengo tan claro qué es lo que piensa Vane.
Esta vez entramos desde el norte, desde San Ignacio de Moxos avanzando hacia el sudeste lo más que pudiéramos. Lo ideal era llegar al alto Sécure, la zona de los T’simanes, que son los indígenas menos trasculturizados de Bolivia.
Primero una mujer de San Ignacio nos llevó en auto (es raro ver una mujer taxista en Bolivia) durante dos o tres horas hasta la comunidad Monte Grande de la etnia moxeño trinitaria. Ahí nuestras opciones aumentaban en cantidad pero disminuían notablemente en calidad. En Monte grande el camino se bifurca: hacia la izquierda (hacia el este) continúa en condiciones más o menos aceptables pero alejándose un poco de nuestro objetivo; y hacia adelante, continuando hacia el sur, solo se puede seguir en moto o con un vehículo de doble tracción.
Esa es mi cara cuando sonrío.
Nuestra taxista se ofrecía a llevarnos hacia la izquierda durante algunas horas más hasta donde termina el camino en la comunidad moxeño trinitaria San Lorenzo. Ahí ya estaríamos sobre el río Sécure donde podíamos intentar conseguir una canoa que nos llevara río arriba. Era una opción viable pero dudábamos bastante, nos desviaríamos mucho e íbamos a necesitar varios días por agua para llegar hasta el alto Sécure.
Otra opción era continuar a pie por el camino del sur que sigue hasta Santo Domingo, una comunidad de la etnia yuracaré, también sobre el Sécure pero bastante más arriba que San Lorenzo. Preguntamos en Monte Grande por esta opción y, por lo que nos respondieron, nos pareció demasiado complicada. Eran unos cincuenta kilómetros en los que cruzaríamos tan solo una pequeña comunidad llamada Jorori y nadie nos garantizaba que pudiéramos encontrar agua potable en el resto del camino. Solamente la uña de gato, dijo un comunario refiriéndose a la liana que larga agua al cortarla de un machetazo, un buen recurso para sobrevivir en la selva; pero también nos avisaron que hay otras lianas parecidas que son tóxicas. Y además está el tema del tigre, como le dicen acá. Hay yaguaretés en la zona y todos nos desaconsejan acampar fuera de las comunidades.
Uña de gato
El mismo hombre que nos habló de la uña de gato nos planteó dos alternativas más: intentar conseguir un par de motos (había algunas en la comunidad) que nos llevaran hasta Santo Domingo o esperar en el camino hasta que apareciera una camioneta que fuera hacia allá.
Se hacía tarde y decidimos acampar ahí en Monte Grande e intentar una de las dos últimas opciones al día siguiente. Pero, al anochecer, sorpresivamente surgió una alternativa más: llegó un tractor que, según otro de los comunarios, se dirigía hacia Areruta, una comunidad T’simane en el alto Sécure. Iría por un camino del cual no teníamos idea de su existencia (cosa que era lógica porque la huella había sido abierta hacía unos pocos meses por ese mismo tractor). Era ideal, se dirigía exactamente a donde queríamos ir.
Nuestra duda fue si podríamos aguantar el viaje. El tractor tiraba de un carro cargado de bolsas de cemento (el cemento era para construir viviendas de ladrillo y chapa por un plan del gobierno que había sido pedido por los propios T’simanes que querían dar el gran salto tecnológico a las casas duraderas y calurosas). Suponíamos que debíamos ir arriba de las bolsas y el viaje podía ser largo y particularmente incómodo.
El tractor y el carro (que en la oscuridad de la comunidad parecían extraordinariamente rústicos) estaban estacionados frente a una choza. Adentro cenaban el chofer y los dos ayudantes. Entramos.
–Permiso…
–Pasé.
–Buenas noches.
–Buenas.
–¿Qué tal? ¿Ustedes son los que manejan el tractor?
–Siéntense… Coman algo…
Nos sentamos.
–Nosotros andábamos queriendo ir hacia Areruta… Queríamos saber si podían llevarnos.
Hubo una pausa.
–¿Van a aguantar el viaje? –dijo entonces el que parecía el jefe.
–Eso es lo que estábamos dudando… ¿Cuánto dura?
–Tres días.
–Ah…
Vane me miró con los ojos bien abiertos y yo me quedé pensando que era probable que, por primera vez, estuviéramos por rechazar un viaje debido a sus condiciones de comodidad.
–Vengan, pues. –dijo el ayudante mayor.
El otro ayudante no dijo nada porque era casi un niño y porque era sordomudo.
–¿Cómo hacen con la comida? –pregunté tratando de entender la situación.
–Lo que encontremos por ahí en el monte. –contestó el jefe.
–¿Y hay comida por ahí en la selva?
Se rieron.
–Mañana desayunamos en una comunidad, luego ya no hay nada en todo el día y en toda la noche. –aclaró el ayudante.
–¿Y después?
–Después ya llegamos a Areruta.
–¿No eran tres días?
–Claro.
–De acá a pasado mañana a la mañana es un día y medio.
–Tres días –insistió el jefe– y a veces hasta cinco cuando el agua está alta.
–Pero mañana a la noche sería un día, y una noche más sería medio día más.
–Dos días… Dos días –medió el ayudante, pero el jefe seguía con cara de tres días.
No sé cómo calcularían. Aunque, a decir verdad, el viaje así planteado iba a ocupar tres días calendario: esa noche, el día siguiente y la mañana del otro. Pero quién sabe cómo lo pensaban.
En definitiva, si bien con Vane volvimos a dudar un rato, finalmente la fuerza de un tractor penetrando la selva nos hizo aceptar el desafío.
Entonces subimos a la bestia y nos acomodamos como pudimos sobre las bolsas de cemento. El motor rugió con ecos de caños metálicos, una pequeña lamparita amarillenta se encendió en la cabina de manejo, las luces delanteras iluminaron las chozas, más caños crujieron y comenzamos a avanzar. La mujer que nos había preparado la cena levantó su mano y la agitó en el aire.
Avanzamos quince metros, doblamos, pasamos por una zanja, los ruidos de los hierros entrechocándose se hicieron más fuertes y nos detuvimos. Como el motor y las luces del tractor siguieron encendidas, con Vane nos despreocupamos mirando las estrellas desde nuestra cama de cemento ondulado. Pero volvimos rápido a nuestra realidad material cuando notamos que el jefe y los ayudantes deambulaban por los alrededores escrutando el suelo con sus linternas.
–Parece que perdimos algo. –observó Vane.
–¿Qué puede ser tan chiquito como para buscarlo con linternas y tan fundamental como para que no podamos seguir?
–Tal vez sea el tornillo que une el tractor con el carro –contestó Vane y nos reímos.
Y era eso. Habíamos perdido uno de los dos pasadores de la barra de tiro, el izquierdo. Buscamos un buen rato hasta concluir que se había caído hacía tiempo pero que recién se había hecho notar cuando el tractor quiso doblar a la izquierda.
–Esto no tiene solución, ¿no? –comenté entre luces de linternas.
–Claro que tiene… Lo único que no tiene solución es la muerte –contestó el ayudante.
Y de hecho unos minutos después el jefe estaba insertando un pedazo de hierro en la barra de tiro que sirvió de perfecto sustituto de la pieza perdida.
Pero entonces noté que el cabezal del perno derecho estaba quebrado, soldado y vuelto a fisurar. Daba la sensación de que el tractor, a falta del perno izquierdo, había estado cargando toda la fuerza en el derecho y estaba a punto de partirse. Entonces se lo hice notar al jefe.
–Así está bien –contestó.
Quise responder que si se nos quebraba en el medio de la selva no iba a tener solución, pero recordé la respuesta reciente del ayudante sobre las cualidades únicas de la muerte y preferí callar.
Arrancamos una vez más y, a los tumbos, empezamos a penetrar en la selva. Adelante el motor rugía y las luces iluminaban la boca de lobo interminable. Atrás, el movimiento iba encajándonos entre las bolsas densas, que se sentían tan duras como si el cemento ya hubiera fraguado. Pero aun así, sorprendentemente nos quedamos dormidos. Había luna y dormimos mientras las sombras de las ramas nos recorrían el cuerpo. Pero cuando fueron las ramas mismas las que nos arañaron la piel despertamos violentamente. Me costó entender dónde estábamos, incluso cuando ya me había dado cuenta de donde estábamos. Y esas fueron las primeras ramas de incontables más. No pudimos volver a dormir sobre la bestia esa noche, tuvimos que estar alerta de los rameríos tapándonos con una lona plástica cada vez que nos atacaban.
Luego de luchar varias horas contra las ramas y sus bichos, en algún momento de la noche llegamos a la comunidad en la que podíamos dormir un rato y luego conseguir la única comida del viaje (15°47’22″S, 65°59’04″W). La bestia quedó estacionada bajo la luna. Vane y yo armamos la carpa mientras el jefe y los ayudantes tapaban las bolsas de cemento con lonas para que no se mojaran ya que parecía que se venía la lluvia. Ahora que estábamos en un claro podíamos ver las nubes que se acercaban por el este.
Antes de meterme en la carpa busqué y encontré el arroyo, se bajaba por un terraplén hasta un par de troncos tallado en forma de canoa. Sacudí el borde del agua espantando a las posibles rayas ponzoñosas y me sumergí para sacarme la crema de tierra, cemento y sudor que me cubría el cuerpo.
A la mañana siguiente desayunamos bollos de masa y pescado frito. Estábamos en San Salvador, la primera comunidad T’simane que visitábamos, era una relativamente nueva, como se intuye por su nombre cristiano.
Y como era de esperarse, una vez más la curiosidad fue mutua. A mí, lo que más me llamó la atención fueron cuatro cosas: ningún T’simane usaba zapatillas, varias de las mujeres y niñas vestían un vestido color blanco crema hechos por ellas mismas, varios hombres y niños llevaban collares con garras de águilas, dientes de yacarés, bolsitas de cuero con contenidos que desconozco y otras extrañas partes de animales, y todos en la comunidad eran muy callados, incluso los niños.
–Vamos a buen ritmo, si todo va bien llegaremos esta noche –nos animó el jefe masticando pescado.
–¿Y por qué nos habías dicho que eran tres días?
–El viaje es duro… Quería saber si tendrían voluntad.
Es lo que se lleva ahora.
Al arrancar nuevamente el tractor se nos sumaron doce pasajeros, una gran familia que aprovecharía el aventón para ir a visitar parientes de Areruta. Era una buena opción para ellos, la otra consistía en caminar varios días por la selva. Entre los doce había unos cuantos niños y un bebé de pocos meses. Saltaron todos en patas al carro, cargando poco más que sus arcos y flechas. Nosotros nos acomodamos en la parte de adelante y los T’simanes atrás. Solo logré hablar con uno de los adultos que me contestaba en un español extraño, el resto respondía con sonrisas. Ellos hablan chimán (también llamado chimané o mosetén tsimané), un idioma aislado que no está emparentado con ninguna otra familia lingüística.
Debí haberle comprado ese collar de caracoles.
El día fue larguísimo, una verdadera tortura. Con Vane usábamos la lona para cubrirnos del sol y de las ramas. El calor era tan violento que teníamos que levantar un poco el plástico con los pies para que corriera aire por debajo evitando que nos cocináramos al vapor. Nosotros teníamos la lona, los T’simanes atajaban el sol y las ramas con el cuerpo.
Fueron muchas horas en las que el tractor nos arrastró subiendo y bajando el terreno desparejo y cruzado de arroyos. Pasamos por arriba de árboles caídos, pasamos por debajo de árboles caídos. Las ramas espinosas nos tironeaban de la lona que teníamos que sostener con fuerza. Los bichos nos invadían constantemente. Algunas ramas tenían colonias de hormigas que al sacudirlas caían sobre nosotros. Si sentía una picadura sabía que no era la primera, enseguida iba a sentir una tras otra hasta sacar todos los cadáveres apretados entre mis dedos y entre mis ropas. Las ramas más gruesas incluso fueron rompiendo el carro. Hubo que parar varias veces a machetear troncos para destrabarnos y cortar otras ramas para usar de cuñas y así reconstruir los laterales. El agua del radiador había que renovarla cada dos o tres horas. Lo hacíamos juntándola de cualquier charco.
En un momento avisé que el cable del malacate había quedado por fuera de la bifurcación de la barra de tiro y el roce lo estaba desgastando. Me hicieron caso y se tomaron un rato para corregirlo. Por un instante me sentí una desgastada pieza más de una bestia indestructible.
Hubo otra comunidad en nuestro camino: Naranjal. La huella no llegaba ahí pero pasaba cerca. Como el agua que llevábamos para beber (no me animo a decir potable ya que era agua marrón sacada del río) nos escaseaba, dejamos a la bestia a la sombra para ir a pedir más en la comunidad. Fuimos el jefe, el ayudante mayor, Vane y yo a pie durante unos kilómetros por un sendero entre la selva. Al llegar a Naranjal el cacique nos recibió y nos invitó a tomar chicha. El jefe y el ayudante aceptaron, pero con Vane inventamos alguna excusa y volvimos al tractor. Mi estómago ya no está para chicha fermentada, lo único que le faltaba al viaje eran vómitos y descompostura.
Comunidad Naranjal
Después de muchas y largas horas diurnas llegaron muchas y larguísimas horas nocturnas. Las hormigas y los bichos en general se multiplicaron con la oscuridad. Ahora no los veía, solo los sentía entre la ropa. A Vane le picó algo que le dejó acalambrada la pierna durante una media hora. Yo tenía mucho sueño pero no podía dormir: debajo de la lona hacía demasiado calor y si me destapaba tenía que estar pendiente de las ramas. A pesar del movimiento y los bichos, se me cerraban los ojos, comenzaba a soñar con la luz del tractor cuando las espinas volvían a despertarme a los arañazos.
Para esa altura las ramas ya nos habían robado una remera, un aislante y unas gafas. Tal vez todavía sigan colgados por ahí en la selva.
Fue el viaje más duro que hemos hecho nunca. Siento que de ahora en más no podré quejarme de la incomodidad de otro transporte. Sobre todo si me pongo a recordar a los niños T’simanes que, a pesar de haber estado un día entero sin comer y constantemente arañados por las ramas, no se quejaron ni una sola vez. No dejo de pensar en eso, en lo diferente que deben ser la cultura de ellos y la nuestra como para que un niño se comporte así.
–Feliz cumpleaños, Juli –me dice Vane en la oscuridad.
A las doce de la noche cumplí cuarenta y dos años, sobre el carro de un tractor, en un camino selvático que no figura en ningún mapa. Entonces vi la luz amarillenta de la bestia reflejada en los ojos de Vanesa y sentí que aún había cosas que me costaba creer. Tampoco dejo de pensar en eso.
Luego el camino se puso todavía más complicado. Los terraplenes de los ríos se volvieron más profundos y las ruedas del tractor resbalaban en el barro de las subidas. Varias veces tuvimos que soltar la barra de tiro y subir de a tramos con el malacate: primero unos metros el tractor, luego tirar del carro con el malacate, después unos metros más el tractor y así sucesivamente hasta completar la subida.
Y finalmente el cabezal derecho de la barra de tiro terminó por quedrarse.
Entonces la solución fue atar el cable del malacate directamente al eje delantero del carro. No fue algo fácil porque ya hacía rato que nuestros guías habían empezado a tomar alcohol puro y sus movimientos comenzaban a entorpecerse. Lo más complicado de la nueva situación era que ahora el tractor y el carro debían ir muy juntos y apretados uno contra el otro, sobre todo en las bajadas, para que el carro no se desplome sobre el tractor. Tan juntos y tan mal articulados íbamos que el soporte de grúa trasera del tractor se fue comiendo con fuerza las primeras bolsas de cemento. Esto era a centímetros de mis piernas. Yo intentaba encogerme lo más que podía calculando distancias extrañas en la oscuridad. Un dinosaurio de hierro masticaba bolsas de cemento a mis pies.
Finalmente las ruedas traseras del carro cayeron en un arroyo lateral y el tractor comenzó a rugir más que nunca y a maniobrar acercándose y alejándose mientras tiraba con el malacate. La maniobra se prolongó en el tiempo al punto de que me quedé dormido. O en un estado de somnolencia donde mi conciencia fluctuaba entre ramas amarillentas y sueños.
Y en algún momento el tractor se alejó y no volvió a acercarse. Nos abandonó.
Vane me despertó en la oscuridad.
–Los T’simanes se van.
–¿A dónde?
–No sé… ¿Qué hacemos?
–Quedémonos –respondí dominado por el sueño.
–¿No es peligroso?
–Puede ser –contesté entendiendo que ahora hablábamos del tigre.
Entonces nos apuramos a juntar nuestras cosas para seguir a los T’simanes que no parecían tener intención de esperarnos, simplemente agarraron sus pequeños bultos, sus arcos y sus flechas y saltaron del carro.
Según el GPS calculé que estaríamos a unos cuatro o cinco kilómetros del Sécure, ahí debía estar Areruta.
Y no habían pasado quince minutos de caminata cuando se largó a llover.
–Juli, las bolsas de cemento quedaron descubiertas.
–Uh, es verdad… ¿Qué hacemos? ¿Volvemos?
–No, no da.
La lluvia comenzó a caer más fuerte. Nosotros pusimos los impermeables en las mochilas y los T’simanes cortaron hojas grandes para formar ramilletes que sostenían a modo de paraguas sobre sus cabezas y sus bultos.
Acá el video que hizo Vane:
Sorprendentemente, en el camino encontramos al sordomudo. El tractor y sus conductores ebrios también lo habían abandonado a él. Intenté explicarle con palabras y gestos que las bolsas de cemento habían quedado destapadas. Me vi moviendo mis dedos apuntando hacia abajo delante de mi cara, imitando a la “lluvia”, el gesto más inútil dada nuestra circunstancia de empapados. No sé si me entendió. Me hizo señas apuntando hacia adelante y hacia atrás y volvimos a perderlo en la oscuridad.
La tormenta se convirtió en un diluvio ensordecedor. Caminamos chorreantes y con frío. Noté que los pies desnudos de los T’simanes eran más hábiles que nuestras botas en los pozos de barro.
Entonces ocurrió al mismo tiempo que la selva se abrió, la lluvia disminuyó y el cielo comenzó a clarear.
Antes de que saliera el sol ya estábamos en Areruta, una comunidad sorprendente, una gran ronda de unas treinta o cuarenta chozas de madera y paja. En el centro: los cimientos de un futuro extraño.
El chofer, Vane y yo vamos en un auto sin patente. Es un Toyota Ipsum que no tiene placa, ni adelante y atrás. Pero tiene una en la guantera que, aunque no es exactamente la de nuestro auto modelo 94 sino de una caminoneta del 90, será una opción para mostrar a la policía si llegara a pararnos.
Yo voy en el asiento del acompañante, Vane atrás. Nos dirigimos hacia el sudeste entre charcos y pastizales por un camino de tierra que es transitable solo en temporada seca. Llevamos un par de horas atravesando terrenos privados: la inmensa estancia de los Nogales, terratenientes bolivianos que viven en Estados Unidos y que solo llegan a sus campos en avioneta. El chofer frena al entrar en un bosque, apaga el motor y abre la puerta. Tengo el cinturón de seguridad puesto, es la primera vez que lo uso en Bolivia. El chofer baja del auto, tira su bolo de coca al piso y camina hacia atrás.
Pasan un par de minutos en el que los mosquitos van invadiendo el coche. Cuando el chofer regresa de hacer pis, se mete otro gran bolo de coca y bicarbonato en el cachete y vuelve a arrancar el Ipsum.
–Supongo que un auto sin placa no puede tener seguro contra terceros.
–No –contesta el chofer sonriendo y si sacar la vista del camino.
–¿Y qué pasa si atropellamos a alguien?
–Hay que pagar.
–¿A la familia?
–Y a la policía… Si mato a alguien tendría que pagar entre 7.000 y 10.000 pesos a la familia y unos 1.500 o 2.000 a la policía… ellos te dan un papel con la lista de infracciones.
–¿Y si la familia no quiere la plata?
–Es raro. Más bien te lo agradecen.
–Y el que no paga va preso.
–La policía te molesta hasta que pagues.
–¿Y si atropellás a alguien de una familia con mucho dinero?
–Ahí sí que puedes ir a la cárcel.
Desde hace un tiempo vengo pensando en el tema de legalidad y costumbres en Bolivia. Más exactamente desde hace unos meses en Puerto Villarroel. Estábamos esperando un barco cuando nos enteramos de que no zarparíamos porque el capitán había quedado demorado en la oficina de policía de Cochabamba y ahora le tocaba explicar cómo acababa de ahogarse uno de sus pasajeros.
En aquel momento estábamos con nuestros amigos bolivianos Liliana y Edmundo y supuse que ellos eran los ideales para preguntarles cómo se resolvían esos tipos de problemas en un país donde casi nadie usa chaleco salva vidas en los botes, ni cinturón de seguridad en los autos, ni casco en las motos y donde la cantidad de los pasajeros de los taxis compartidos suelen duplicar el número de asientos. Y la respuesta fue la misma: pagando a la familia y a la policía.
–En Bolivia lo que manda es el dinero –resume ahora el chofer.
–Como en todos lados –contesto yo.
Pero es verdad que Bolivia parece un país muy ortodoxo en esa religión. Tal vez por eso sea difícil viajar a dedo acá, muchas veces a la gente le cuesta entender por qué alguien viajaría sin pagar su pasaje.
El chofer también nos contó que, si el asesinato es intencional pero más o menos justificado, la cifra puede subir a 17.000 o 20.000 pesos bolivianos (menos de 3.000 dólares). Y que en el otro extremo de la tabla están las infracciones menores, como pasar un semáforo en rojo que corresponde a unos 50 pesos. Y que incluso no habiendo ninguna infracción evidente el policía podría inventarse alguna, pero entonces eso serían unos simples 10 pesos, casi a modo de limosna.
Soy consciente de que en todos los países existen conflictos de solapamiento de derechos entre lo que dice la ley y lo que dicen las costumbres, pero en Bolivia es realmente notable. Por ejemplo, no sé si podríamos considerar totalmente ilegal al auto chuto (así le dicen acá a los autos sin patente) en el que viajábamos ahora, porque la placa trucha que llevamos en la guantera no es falsificada ni comprada en el mercado negro, es una patente entregada por DIPROVE (Dirección de Investigación y Prevención de Robo de Vehículos), un organismo del estado que acá en el Beni, entre otras cosas, se dedica a entregar placas de vehículos en desuso a los autos chutos que funcionan como transporte público, así pueden registrarlos, controlarlos y cobrarles la correspondiente cuota por derecho a funcionar como taxis. Lo curioso es que ese truco es solo válido para la jurisdicción del DIPROVE local del estado del Beni, porque si te agarra una inspección del DIPROVE nacional con una patente trucha, podés perder el auto. Así es, DIPROVE local te da la placa falsa y el mismo organismo a nivel nacional puede penar ese acto embargándote el vehículo. Y eso ocurre principalmente porque no todos los autos chutos vienen de Chile o Brasil, algunos son robados en La Paz (muchas veces luego de asesinar al taxista, y esto también nos lo confirmó Álex Ayala, que ha investigado mucho el tema). Aunque quien lo compra puede sospecharlo, porque no es lo mismo un auto con documentación de Chile que uno sin ningún papel.
Para entender la magnitud del tema, es bueno saber que la gran mayoría de los vehículos del estado del Beni no tienen patente. Y lo curioso es que estos autos chutos no pueden circular por toda Bolivia. El chofer nos explica que solo los dejan circular por el norte del país. Es decir, por la carretera de las yungas no se les permite ir más allá de Caranavi y por el oriente, no más al sur de Trinidad.
Y, para que se entienda un poco más lo borrosa que es la frontera de lo legal y lo ilegal en este tema, en el pueblo del que salimos hoy hay otro buen ejemplo: el ex alcalde de Santa Rosa y candidato para las próximas elecciones usa una camioneta sin patente que acaba de comprar en Brasil.
Ahora Estamos en San Ignacio de Moxos. Desde acá queremos entrar a la selva del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) por el norte. Hay caminos hasta cierto punto (aún no sabemos hasta dónde), luego veremos cómo seguir. Idealmente nos gustaría llegar al alto Sécure, a la selva de montaña. Ahí viven los indígenas de la etnia T’simane. Nos han dicho que son los menos occidentalizados de Bolivia y que viven prácticamente igual que en las épocas precolombinas.
Bajamos de las montañas pensando en la ayahuasca, la antigua bebida visionaria de la selva, un brebaje ceremonial utilizado desde tiempos inmemoriales por chamanes de varias etnias del Amazonas.
Desde Caranavi viajamos en bus a Rurrenabaque. Ahí conocimos al chamán chileno Phillip y la chamana peruana Ángela. Phillip no es un originario shipibo ni pretende serlo, pero aprendió su arte con los shipibos del norte de Perú y extendió su formación en Ecuador, Colombia y México. Ángela es de la zona del lago Titicaca, se inició en Iquitos y toma ayahuasca desde los catorce años. Ahora ambos viven en Bolivia, en la selva de Rurrenabaque.
La primera vez que visité Rurre fue en un viaje que comenzó en 1999. En aquella ocasión había ido preguntando por chamanes hasta llegar a una anciana. No recuerdo su nombre. Ella me dijo que no había ayahuasca en la zona, que solo usaban floripondio para tener visiones. En aquel momento le creí, pero ahora, dieciocho años después, Phillip me cuenta que, si bien los últimos abuelitos ya han muerto, siempre ha habido ceremonias de ayahuasca no muy lejos de Rurrenabaque, principalmente en las comunidades de la etnia tacana.
El chamán nos llevó en canoa subiendo por el río Beni y luego un poco caminando por la selva montañosa hasta Sacha Runa, su albergue, un puñado de chozas de madera y paja dedicado exclusivamente al chamanismo.
El ingrediente principal de la ayahuasca es la Banisteriopsis caapi, una liana que contiene harmalina que es un inhibidor de la enzima monoaminooxidasa de nuestro sistema nervioso central y tejidos periféricos. La planta complementaria mayormente usada es la chacruna (Psychotria viridis) y su principal sustancia neuroactiva es la DMT (N,N-dimetiltriptamina), una molécula que se une a varios tipos de neuroreceptores. El DMT por vía oral produciría poco efecto si no fuera por la Banisteriopsis, ya que sería rápidamente degradado por la monoaminooxidasa. Es así que se requieren de la sinergia de ambas plantas para producir un efecto visionario potente.
Banisteriopsis caapi
Chacruna (Psychotria viridis)
En la noche del primer día fue la ceremonia y todo cambió. Las plantas visionarias, a menudo, son como un despertar. O por lo menos un rotundo cambio de la percepción, como si se terminara una película y empezara otra…
Acabo de tomar el líquido marrón. Estoy en una maloca de madera y paja, una casa circular en el medio de la selva, entre las montañas. El chamán canta en idioma shipibo. Estamos a oscuras. Todavía tengo el gusto en la garganta. Se me ocurre pensar en un yogurt sabor madera. Unos minutos después creo ver una luz a mi izquierda. Creo.
En el círculo somos ocho: la pareja de chamanes, cuatro pacientes que no conozco, Vane y yo. Por momentos el chamán y la chamana cantan juntos, por momentos se turnan. En la oscuridad suenan instrumentos que no puedo reconocer. Vientos, tambores, plumas. En la oscuridad veo filamentos luminosos. Ahora la chamana canta en español y los filamentos se convierten en patrones caleidoscópicos difíciles de describir. Eso me lleva a pensar en lo que sentirían los antiguos indígenas ante estos colores brillantes y exageradamente nítidos, pienso en el contraste mágico con su selva habitual: la rusticidad comparada con el brillo eléctrico. La aparición indudable de lo mágico. Luego me surge la duda sobre qué tan seguro estoy de que los antiguos pudieran ver eso, me pregunto si un cerebro que nunca hubiera visto una pantalla digital sería capaz de imaginar tanto. Entonces me doy cuenta de que “tanto” puede tener otras dimensiones. Ahora el chamán recita mantras en sánscrito.
Pienso en la posibilidad de que los inhibidores de la monoaminooxidasa de la enredadera estén dejando pasar algo más que el DMT de la chacruna. Trato de imaginar qué puede haber en mis intestinos después de veinticuatro horas de ayuno. O en mi sangre. Pienso en lo orgánico, en lo orgánico en nosotros. Y eso me lleva a pensar en las motivaciones de los humanos, desde el que busca su comida hasta el que toca un instrumento, desde el que busca sexo hasta el que ahorra para comprar un celular.
El paciente que está a mi derecha vomita con fuerza. Vomita durante una hora. Creo. Y los cantos de los chamanes me dicen que la Pachamama es el planeta tierra. Los colores que habían comenzado en dos dimensiones pasan a tres dimensiones y, tiempo después, entran por mi cara en forma de maderas, digo telas. Creo.
Me voy cayendo sobre mi manta, no puedo mantenerme sentado. No es que todo gire a mi alrededor sino que todo se mueve hacia todos lados. Todo hacia todos lados. Menos el lobo que presiona su hocico contra mi garganta. Tengo el cuello entre el suelo y el hocico del dragón luminoso, digo, del lobo. Y los tentáculos.
Tanteo en la oscuridad brillante en busca de mi balde para intentar vomitar. No tengo claro si siento nauseas, pero veo todos los tentáculos a la deriva. Estoy realmente mareado. Me aferro al balde como apoyo de referencia. Trato de expulsar el vómito pero no sé hacia dónde hacer fuerza. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, la ceremonia me contiene, los cantos de los chamanes me dan sostén. El viaje sería notablemente complicado sin ese contexto.
Ahora los cantos de los chamanes dicen que todas las religiones son una, que un Dios y todos los dioses son lo mismo, que la ciencia y todas las religiones hablan de lo mismo. Y luego: que el tiempo es la mente.
En algún momento los brillos disminuyen. Las náuseas aflojan pero se hacen más reales. Me preocupo por Vanesa, ella suele ser más sensible a las náuseas que yo. Entiendo por qué el chamán nos colocó en lugares apartados del círculo. Escucho al paciente de mi derecha que sigue vomitando con fuerza. Por momentos lo escucho dentro de una habitación de telas y por momentos lo escucho afuera de la choza. Siento un perro que pasa por mis espaldas, pero enseguida me doy cuenta de que no hay ningún perro a kilómetros a la redonda, no de nuestro lado de los ríos, no en Sacha Runa, este tranquilo albergue ceremonial de la selva. Luego presiento gente caminando a mi alrededor. Alguno de ellos podría ser el chamán.
Poco después la psicodelia desaparece y reaparece la oscuridad. Los chamanes callan y ahora se escuchan los grillos, las ranas y algún pájaro que gruñe cada tanto desde su nido negro. Hay oscuridad más o menos durante una hora y de pronto vuelven las náuseas y vuelven los colores. Ahora me siento muy confundido por el regreso de las visiones.
Otra vez pienso en las motivaciones y siento que en mi vida siempre fueron muy rápido, que no me dan descanso. Es difícil disfrutar el momento cuando una agenda invisible te empuja. Ahora el canto de los chamanes me dice que la cura y la cosmovisión son lo mismo.
Pienso en mis padres y quiero abrazarlos, pienso en la muerte y quiero que me abrace. Siento que con la muerte acaba lo orgánico, acaban las motivaciones. Queda lo que hemos modificado, el orden y desorden particular que le fuimos dando a las cosas y, sobre todo, a nuestros seres queridos.
Las náuseas vuelven con fuerza. También las visiones, pero esta vez noto que son diferentes a las del principio. Ahora son menos luminosas y más imaginativas, más figurativas, con presencias. Me pregunto si las primeras tendrán que ver principalmente con la chacruna y las segundas más con la liana. Y entonces presiento al chamán parado delante de mí, hasta que me doy cuenta de que el chamán no tiene dos metros y no es oscuro como el centro de una tormenta. Tanteo el balde del vómito y veo adentro una serpiente acurrucada. Expulso todo. Con fuerzas. Vomito aun cuando ya no sale nada. Siento que alguien me da la mano en la oscuridad. Primero pienso que es Vanesa, luego que es la chamana, luego el chamán, luego una mano sin cuerpo. Ahora los cantos de los chamanes hablan de expansión de la conciencia. No una gran expansión sino una conciencia que crece un poco más allá de sus límites.
El resto de la noche es una lucha contra la tridimensionalidad que apenas me deja levantar la cabeza del suelo de serpientes.
Las rocas y las ramas caían a unos veinte o treinta metros detrás de nosotros. Me costaba calcular la posibilidad de que los derrumbes nos alcanzaran antes de que llegáramos al sendero. De todos modos era un cálculo inútil. Y más inútil era ponerme a pensar que si quedábamos sepultados iban a pasar varios días antes de que empezaran a buscarnos y que probablemente jamás fueran a encontrarnos. O ponerse a juzgar lo irresponsable que era la situación y tratar de entender cuál era el error nos había llevado al riesgo. Lo urgente era intentar apurarnos, teníamos los cuerpos enredados en la vegetación y nos desplazábamos muy lentamente.
El último tramo tuvimos que soltar las mochilas para que rodaran montaña abajo porque ya no podíamos seguir cargando con todo. Quedaron trabadas entre las ramas, las mochilas, a un metro del sendero.
Con el apuro no nos dimos cuenta de que había un pene colgando arriba de nostros.
Luego nos apuramos para alejarnos de la obra. Me sentía como en una película de Indiana Jones con la destrucción del camino incaico pisándonos los talones en tiempo real.
Algunas cuantas decenas de metros más adelante llegamos a una cascada, una caída de agua cristalina corriendo entre rocas lo suficientemente alejadas de los derrumbes como para sentirnos a salvo y descansar un rato, calculábamos que la retroexcavadora tardaría algunas horas en llegar hasta ahí. Entonces Vane me dijo que esa linda cascada estaba a punto de desaparecer y propuso que le saquemos unas últimas fotos.
Solo puedo pensar en cascada.
Más o menos dos kilómentros era lo que quedaba del famoso camino del oro. Ahora ya debe estar todo bajo tierra. Fue una sensación extraña sentir que éramos los últimos en recorrer esa parte luego de haber sido usada por miles de personas desde épocas precolombinas. No una sensación épica, por supuesto, sino sencillamente extraña, una mezcla de melancolía y nihilismo, una duda entre la inutilidad del progreso y la inutilidad de la conservación y, aún más, una duda sobre el valor de la utilidad en sí misma. Una exageración de incertezas. Tal vez demasiado para un sendero que desaparece en Bolivia.
Otras decenas de metros más adelante, mientras Vane filmaba y yo explicaba a la cámara (a lo Marley) para qué servían unas cintas rojas que estaban puestas marcando el recorrido que debía seguir la retroexcavadora, escuchamos gritos y vimos a los obreros corriendo en la ladera de enfrente, de donde habíamos venido. Unos segundos después sentimos una explosión de dinamita (la sentí en el pecho), luego otra y luego el crepitar de los árboles y pedazos de montaña cayendo hacia el río. Y el humo entre las ramas y el eco entre los valles.
Este es el video de esos días:
Nos llevó bastante tiempo hacer esos dos kilómetros de terreno irregular, íbamos a paso lento y descansando a menudo debido a las mochilas que se sienten exageradamente pesadas cada vez que nos trasladamos de una zona a otra con el equipaje completo.
Helecho y el deshecho.
Llegamos al atardecer al punto donde renacía el camino y ya era de noche cuando apareció Mina Yuna, una comunidad formada por dos hileras de casas de chapa a los lados de la huella. Ahí acampamos.
Al mediodía del quinto día pasamos por la comunidad de Chussi y seguimos hasta Luriacani. Ahí, por momentos sentados en un banco en el frente de una tienda y por momentos caminando entre poca cosa, descansamos hasta el atardecer esperando una 4×4 que la gente del lugar nos había dicho que estaba por llegar y podía llevarnos hasta Chuquini. Desde ahí iríamos en transporte hacia Tipuani y finalmente a Guanay, donde encontramos la carretera a Caranavi.
En cierta forma la camioneta a Chuquini fue un gran alivio, porque lo que nos restaba de travesía no era seguir descendiendo junto al río, sino un camino bastante más complicado ya que la huella se alejaba hacia la derecha subiendo y bajando las montañas con pendientes largas y pronunciadas. Así fuimos, con las ruedas arañando el barro entre la selva oscura. El camino era tan estrecho que en algunas curvas en zigzag no daba el ángulo para girar y debíamos subir la cuesta marcha atrás.
Llegamos pasadas las diez de la noche y alquilamos un cuarto. Chuquini resultó ser un pueblo que nunca duerme, un segundo hogar para los mineros que quieran venir a vender su oro y enviar el dinero por giros a sus familias, o gastarlo en alcohol y prostitución, según los gustos, los deseos o el destino.
La mayor parte del oro seguirá en un largo viaje hasta las bóvedas de algún banco. Un poco de ese oro, tal vez, termine cumpliendo la función de rodear algún dedo.
(Bolivia es mi país preferido, un país donde a menudo aparecen y desaparecen caminos.)
Desde Sorata decidimos seguir hacia el noreste caminando por las montañas. Queríamos bajar hacia la selva descendiendo por el valle del río Tipuani. Sabíamos que por ahí había un camino precolombino, el llamado Camino del Oro, un sendero de piedra que construyeron los incas para transportar el oro que extraían de las tierras bajas de la Cordillera Real. Nosotros queríamos usarlo para llegar al pueblo de Guanay, desde ahí ya tendríamos camino de tierra hacia Caranavi. Y salimos pensando que lo haríamos en no más de cuatro días. Llevábamos agua para dos días y comida para cuatro o cinco. Lo que no sabíamos era que el Camino del Oro ya no existe.
Las mochilas pesaban más de veinte kilos, como siempre que llevamos comida. Eso enlentece mucho la marcha. Pero aun éramos optimistas con los tiempos porque habíamos conseguido una vieja camioneta 4×4 que podía ayudarnos con el primer tramo. El transporte iba hasta Yani, un pequeño pueblo minero que sobrevive en la cordillera. Podía dejarnos en las alturas del paso Chuchu, entre los picos de las montañas cerca de las nacientes del río Tipuani. Eso nos ahorraba una larga subida desde los 2700 hasta los 4700 metros sobre el nivel del mar. De no ser por la camioneta, a esa altura y con nuestras mochilas pesadas, nos habría llevado por lo menos unos dos días trepar la cordillera, dos jornadas extenuantes, un inconveniente cansancio físico y mental que podía complicar el resto de la travesía.
Estaba nevando cuando bajamos en el paso Chuchu. Nos dejaron en una bifurcación de huellas: la camioneta seguiría hacia la izquierda y nosotros debíamos ir hacia la derecha. Caminamos bien abrigados por esa huella que nos habían dicho que nos llevaría hasta el pueblito de Ancoma. Suponíamos que a partir de ahí comenzaba el sendero incaico.
No esperábamos ver otro vehículo ese día, pero apareció otra camioneta. Le hicimos dedo y nos levantó. Viajamos muy cómodos sobre blandas bolsas de excrementos de burro. Nos llevó algunos kilómetros hasta un minúsculo terreno recién arado.
Ancoma nos pareció un pueblo fantasma, unas cincuenta casas sin gente. Solamente vimos a un anciano. Tenía un ojo blanco y masticaba la pasta verde negruzca de hojas trituradas. Casi no hablaba español, el anciano, pero nos marcó el camino dibujando con un palito en el suelo de tierra: en la primera bifurcación debíamos seguir hacia la izquierda. Al despedirnos me pidió coca. Le di una bolsa.
Mientras descendíamos comenzó a aparecer la vegetación. Primero pastos y arbustos y después árboles pequeños. El valle fue cerrándose y el río se llenó de cascadas.
La huella pasó por un caserío llamado Tushuaia y continuó hacia el norte. Nos detuvimos al atardecer, después de seis horas de trekking. Acampamos en una terraza de pasto junto a las ruinas de una casa de piedra. Me pareció ver truchas en el río pero, por la hora y el cansancio, no intenté pescarlas. Cenamos fideos con aceite, condimentos y unos ispi (charque de pescaditos) que habíamos comprado en Sorata para aportar algo de carne a nuestra limitada dieta de travesía.
En el segundo día de caminata nos resultó extraño seguir sin encontrar el camino incaico, la huella continuaba descendiendo. El río fue encajonándose y el valle se hizo cada vez más profundo y más verde. Por la tarde llegamos a un caserío llamado Somata. Entonces pudimos ver maquinaria pesada escarbando el río. De ahí en más las aguas del Tipuani pasaron de ser cascadas cristalinas a formar un torrente gris oscuro.
El siguiente poblado fue Ocara. Ahí una señora nos alquiló una habitación. Ella nos dio la mala noticia de que ya casi no quedaba nada del antiguo camino del oro. Los mineros han construido la nueva carretera a fuerza de pala mecánica y dinamita. Ahora pueden meter maquinaria pesada para escavar los sedimentos en busca de oro. Eso era lo que habíamos visto en Somata.
En el tercer día de caminata ya no quedó nada del frío de las altas montañas. Ahora subíamos y bajábamos por tierra polvorosa y caliente, a veces bajo el sol, a veces bajo los árboles de la selva. Lo más agradable de ese día fue encontrar una gran cantidad de frambuesas y zarzamoras todo a lo largo del camino, algo muy apreciado para mejorar la monotonía de nuestras comidas a base de hidratos de carbono.
Al atardecer llegamos a un río que nos pareció un poco complicado para cruzar. Tenía un puente improvisado con troncos, tablas y un cable. La situación nos dejó algo desconcertados y pensamos que lo mejor sería acampar y dejar las decisiones para el día siguiente. En eso estábamos cuando llegó otra camioneta con mineros. Ellos nos animaron a hacer equilibrio por los troncos.
Su campamento estaba a solo trescientos metros pasando el río. Ahí armamos la carpa, entre las improvisadas casitas de chapa al pie de una alta y agradable cascada atravesada por un caño. El caño recogía agua de la parte superior y la llevaba hasta una dínamo que alimentaba de energía eléctrica al campamento.
Los mineros son gente pobre que vive de la esperanza de convertirse en ricos con un golpe de suerte. O al menos esa fue la idea inicial de algunos y ahora es simplemente una forma de vida. Trabajan en pozos de 20, 40, 60, 80 metros de profundidad bajo el río, con empalizadas que sostienen las paredes y bombas que evitan que se llenen de agua. Y luego las enfermedades pulmonares por el polvo de la excavación y los accidentes por los derrumbes.
Los mineros nos trataron muy bien, con sonrisas, buen humor y hospitalidad. Nos contaron que antes el río era cristalino y había muchos peces pero que ahora está contaminado. Que en las partes altas sigue siendo hermoso y que hay que protegerlo. Que el camino incaico también era espectacular, con sus piedras una al lado de la otra, lajas enormes en las curvas y escaleras de hasta mil peldaños. Que tuvieron que romper el sendero para abrir el camino y entrar maquinaria. Que antes trabajaban con herramientas rústicas y todo se transportaba a lomo de mula. Qué quedaron algunas partes del sendero incaico pero por falta de uso ya se las ha comido la selva. Qué el nuevo camino no está completo, qué aún faltan un par de kilómetros, pero que antes de fin de año ya lo terminan.
Al día siguiente uno de los mineros nos alcanzó un trecho, hasta el final del camino. Apenas llegamos, escuchamos tres explosiones violentas: las dinamitas. Después encontramos a unos obreros con los que charlamos un rato y, más adelante, la pala mecánica en pleno trabajo. La máquina cavaba y las rocas y los árboles caían por la ladera. Gritamos y movimos los brazos hasta que el obrero apagó los motores y bajó. Nos dijo que la senda pasaba a unos diez metros más abajo. No podíamos descender ahí nomás porque ya estaba tapada por la obra. Teníamos que avanzar un poco antes de bajar.
Cuando comenzamos a caminar entre las ramas, sentí que era una situación notablemnte peligrosa. Antes de pasar la pala mecánica los obreros habían estado cortando los árboles con motosierra. Ahora caminábamos por una ladera muy empinada cubierta de troncos caídos en un equilibrio reciente e indefinido. Teníamos que pasar los troncos por arriba y corríamos el riesgo de romper ese balance y rodar montaña abajo con todo el ramerío.
Aún así seguimos avanzando, no se nos ocurría otra opción.
Después de unos veinte o treinta metros, me saqué la mochila y bajé hasta encontrar la senda incaica. Luego volví a subir para buscar a Vane. El momento en que empezamos a descender con las mochilas fue el más complicado, casi estábamos colgando de las ramas. Y aún peor fue cuando escuchamos que la pala mecánica volvía a trabajar. El ruido de los troncos y de las rocas cayendo a metros de nosotros nos apuró aún más. Vanesa me dijo que estaba a punto de llorar.
25 imágenes por segundo valen más que 1346 palabras:
Bolivia es mi país preferido, un país donde muchas cosas funcionan mejor cuando funcionan al revés.
Lo relevante de estos días es que, por un conflicto entre pueblos originarios, hace seis meses que solo se puede visitar la parte sur de la Isla del Sol. Y es la parte norte la que me resulta más interesante ya que ahí está la Chincana, unas ruinas en forma de laberinto sobre una bahía de aguas cristalinas, unas lindas ruinas incaicas sin contaminación visual: sin alambrados, sin carteles, sin nada a la vista que no sean las montañas y el lago.
La Isla del Sol es la más grande del Titicaca y, según la tradición oral originaria, ahí fue donde nació la civilización incaica. La leyenda dice que el dios Inti hizo emerger del lago a una pareja de hermanos: Manco Capac y Mama Ocllo. Los hermanos se convirtieron en marido y mujer y viajaron hacia el norte en busca de un lugar fértil para iniciar la dinastía de los incas. Los hermanos/esposos podían darse cuenta de la fertilidad de los terrenos introduciendo una barra de oro en el suelo. Así eligieron el lugar más apropiado y fundaron la ciudad de Cusco. (La mayoría de los antropólogos ubican la vida de Manco Cápac y Mama Ocllo entre los años 1100 y 1200 d. C.)
Luego de pasar unos días en La Paz visitando amistades, viajamos hacia el lago Titicaca, hacia la isla. Partimos en barco desde Copacabana junto a varios turistas con los que haríamos la visita obligada. Así funciona el negocio del turismo: hay lugares donde hay que ir. Y muchísimas veces es simplemente un título o subtítulo correcto lo que marca la obligatoriedad. “El camino del Inca”, “La ruta del adobe”, “El punto tripartito”, “El lago navegable más alto del mundo”, “La Isla del Sol”, “La Isla de la Luna”, etiquetas turísticas infalibles. Creo que poca gente iría a la isla de la luna si no fuera porque la llaman “de la luna” y está al lado de la “del sol”. Pero lo importante es que la gente paga, se saca fotos, las sube a las redes sociales y todos quedamos contentos.
Cuando el barco llegó a la isla la mayoría de los pasajeros se fueron detrás de un guía, dos o tres viajeros económicos quedaron boyando por el puerto a la espera del barco de vuelta y nosotros, junto con una pareja de franceses, comenzamos a subir centenares de peldaños incaicos que fueron llevándonos a las partes más altas de la isla, cerca de los 4000 metros sobre el nivel del mar.
Subir nuestras mochilas de veinte kilos hasta esas alturas nos dejó sin aliento y con náuseas. Pero recuperamos el aire y las náuseas desaparecieron después de un rato de estar tirados en la cama del Hostal Puerta del Sol, uno barato y con muy buenas vistas.
Tranqui.
El conflicto entre las comunidades de la isla ya lleva seis meses. Las comunidades son tres. En la parte sur está Yumani. Ellos son los más beneficiados por la situación (o los menos perjudicados) ya que, por ahora, es el único lugar a donde pueden ir los turistas y sus dólares. Lo paradójico es que, aparentemente, la gente de Yumani no tuvo nada que ver con el conflicto. Luego en el norte se encuentra Challapampa, una pequeña y humilde comunidad cercana a las agradables ruinas de Chinkana. Y finalmente, el centro de la isla pertenece a la comunidad Challa. Ahí, como no hay ruinas, es donde menos van los turistas. Pero como queda de paso entre los otros dos sectores atractivos, ya hace años que han decidido apostarse en el camino y cobrar por pasar por sus tierras. Comenzaron pidiendo cinco pesos bolivianos por cabeza y en los últimos tiempos ya iban por los quince. Para resumir el conflicto: la comunidad de Challa decidió aumentar sus ingresos construyendo un hotelito en ciertas tierras de su pertenencia ubicadas solo a trescientos metros de las ruinas de Chincana, algo que yo lo consideraría una aberración estética y que los comunarios de Challapampa consideraron una aberración espiritual y decidieron destruirlo antes de que sea inaugurado. Entonces, como respuesta, la comunidad de Challa decidió bloquear el camino a los turistas (por tierra y por agua) indefinidamente.
Como alguna vez me ha comentado Edmundo Paz Soldán: en la mayor parte de este planeta, cuando existe un conflicto se discute y, si no hay solución, luego se toman medidas de fuerza; pero en Bolivia primero se toman medidas de fuerza para luego comenzar a dialogar. En cierta forma me parece lógico, aunque ahí van sus seis meses de diálogos.
Más tranqui.
En el tercer día de nuestra estadía en la isla nos enteramos de que el conflicto comenzaba a diluirse. Se desgastaba principalmente porque los pobladores de Challa estaban cansándose de hacer guardia en el camino, al rayo del sol y sin ninguna paga. Entonces alguien de Yumani nos había informado que ese día no habría nadie en el sendero. Decidimos ir.
Vane iba disfrazada de oveja para integrarse a la fauna local.
Funcionó.
El primer campesino que nos cruzamos en la zona de Challa nos dijo que nos mantengamos en las playas, que seguir por las montañas era peligroso. Prometimos ser precavidos.
También una campesina que no nos dijo nada.
El segundo campesino nos recomendó, en el mismo sentido, que de la playa volvamos directo a Yumani, que si seguíamos por las montañas íbamos a encontrarnos con barricadas donde nos desnudarían y nos azotarían con rebenques. Prometimos no seguir por las montañas, pero en cuanto lo perdimos de vista, continuamos. Suponíamos que el castigo no podía llegar tan sorpresivamente inflexible.
Dudada si disfrazarme de rebelde palestino para infundir temor.
O de cristiano masoca y ofrecer la otra mejilla.
La caminata hasta Chincana duró unas tres o cuatro horas y en todo el trayecto no volvimos a cruzarnos más campesinos. Las ruinas fueron un premio. El lugar es realmente muy agradable si uno no mira los restos del hotelito.
Acá el hotel no se ve, pero también estaba en ruinas.
Luego, cerca del sitio arqueológico, nos cruzamos con pobladores de Challapampa. Nos dijeron que éramos bienvenidos, que ellos eran pacíficos y que querían tener visitantes. Nos pidieron que les avisemos al resto de los turistas que podían acercarse sin ningún problema. Entonces prometimos decirles que fueran.
En el camino de vuelta encontramos un cactus San Pedro de la zona, un Trichocereus cuscoensis, casi había olvidado que venía a buscar eso. Nos llevamos un pedazo para probarlo.
Trichocereus cuscoensis
Luego nos encontramos con un habitante más de Challa. El tipo estaba enfurecido y, si bien no nos azotó, pude imaginar los rebenques en su mirada rabiosa. Prometimos decirles a los demás turistas que no podían venir.
Luego abandonamos la isla y el lago y viajamos hacia Sorata. Queríamos ir ahí por dos razones. Una porque me habían dicho que era un pueblo notablemente agradable y la otra porque, teniendo en cuenta la geografía, nos daba la impresión de que podríamos llegar a encontrar algún tipo de Trichocereus en esa zona. Y sí, ahí vimos muchos cactus que parecen ser Trichocereus peruvianus.
Ya llevamos varios días en Sorata y hemos decidido seguir hacia el noreste, hacia la selva. Iremos caminando por las montañas buscando un camino que usaban los incas para traer el oro de las tierras bajas bolivianas.
(Info útil: Antes de ir a la Isla del Sol pasamos por La Paz donde nos alojamos en el Hostal Canoa a una cuadra del mercado de las brujas. Lo menciono porque es muy recomendable, de los más económicos probablemente sea el mejor, sobre todo por la terraza cubierta con mesas de pool y ping-pong y con inmejorables vistas.)
Comienza un nuevo viaje. Hacia el norte. Empezamos por Bolivia, mi país preferido, un país literalmente alucinante.
Allá, una vez más buscamos y encontramos achuma (también llamado San Pedro), el cactus visionario, alucinógeno, psicodélico o enteógeno, según quién lo mire. En este caso fue una especie muy poco conocida y con el que ya habíamos tenido un fugaz encuentro, el Trichocereus werdermannianus (sinónimo: Echinopsis werdermannianus). Este enigmático cactus crece en la zona de Tupiza en Bolivia y, si bien no está muy estudiado, se especula con que sea un híbrido de T. terscheckii con T. taquimbalensis o con algún otro cactus de la zona.
Algunas espinas recuerdan al T. atacamensis
Lo que nos preguntábamos con Vane era si efectivamente podía considerarse un cactus psicoactivo y de uso ceremonial. Nuestra duda provenía de haber escuchado opiniones muy divergentes al respecto y, sobre todo, porque no pudimos encontrar ninguna experiencia personal informada en internet con este cactus ni con ningún otro de la zona de Tupiza. Entonces las preguntas eran: ¿Es Trichocereus werdermannianus un cactus psicoactivo? ¿Fue utilizado por los antiguos pueblos originarios de la zona? La primera pregunta era fácil de responder, solo había que viajar a Tupiza y probarlo.
Entonces, luego de nuestra corta y burocrática estadía en Buenos Aires, salimos de nuevo a las rutas. La primera parada la hicimos en Humahuaca visitando a unos buenos amigos en el Giramundo Hostel. Luego un bus a la frontera con Bolivia y otro hasta Tupiza. En un par de días ya estábamos frente a los gigantescos cardones.
Otra característica agradecida de estos cactus es el lugar donde crecen. Si uno sale caminando desde Tupiza hacia cualquier punto cardinal, va a encontrar espectaculares montañas y quebradas con achumas y otros notables cactus creciendo por todas partes. El lugar es tan imponente que da la sensación de que la mescalina de los San Pedros se hubiera filtrado hacia todas la formaciones geológicas de la zona.
Entonces, caminando entre el llamado Cañon del Inca (a un par de kilómetros al sudoeste del pueblo) y el Cañon del Duende (un poco más al sur), elegimos una de las tantas ramas caídas de los enormes San Pedros, cortamos un pedazo y le sacamos las espinas. Ya de vuelta en el hostel, lo pelamos, separamos la parte verde, la secamos al sol y la molimos. Al día siguiente, volviendo hacia el Cañon del Duende, tomamos un par de puñados del polvo y lo bajamos con agua.
Al Cañon del Duende se entra por una grieta en una gran pared que asemeja la muralla de una ciudad medieval.
Y eso es poco, lo que viene después es un paisaje realmente sorprendente: no se necesita mescalina para considerarlo alucinante. Solo puedo describirlo en fotos.
O en video.
El T. werdermannianus sí resultó ser psicoactivo. Las náuseas, el vómito, la psicodelia y la emoción a flor de piel.
Vane me dijo que se concentraba sin querer. Y yo pienso que hay algo interesante en el tema de la atención. Nos convertimos en personas diferente según a qué cosa prestamos atención y a qué cosa no. Y hay algo más oscuro en la toma de decisión sobre nuestra atención. Cierta retroalimentación entre la atención, la percepción y la siguiente atención. Por lo pronto, aprovechando que había perdido mi celular hacía unos días, decidí no volver a comprarme otro por un tiempo.
La segunda pregunta surgida al inicio del viaje, sobre sí los originarios de la zona usaban este cactus en forma ceremonial, es más difícil de responder pero el registro de un cronista anónimo de la época de la colonia en la zona de Potosí me hace pensar que probablemente sí lo hayan usado los antiguos:
“… del corazón de la achuma que es un gran cardón de su naturaleza medicinal hacía que cortasen una como hostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias flores y hierbas olorosas y la achuma con sartas de granates y cuentas que ellos más estiman era adorada como Dios persuadidos que allí estaba escondido Santiago (así llaman al rayo) danzaban y bailaban delante de ella ofrendábanle plata y otros dones luego comulgaban tomando la misma achuma en bebida que les privaba de juicio. Ahí eran los éxtasis y visiones, aparecíaseles el demonio en forma de rayo.” (Archivium Romanum Societatis Iesu, Roma, Peru, Lettere Annue IV 1630-1651, folios 48-60. Carta Annua. Año 1637. [Citado en castellano por Estenssoro 2001]).
Ahora vamos hacia La Paz, a visitar a Álex Ayala Ugarte, un amigo periodista y escritor del cual recomiendo todos sus trabajos y especialmente su último libro Rigor mortis. Luego viajaremos hacia la Isla del Sol en el lago Titicaca, en busca de la belleza del lugar y de otro Trichocereus muy particular.