Muerte, literatura y final del viaje

Bolivia es mi lugar preferido, un país con buena gente.

Como por ejemplo: Liliana y Edmundo. Al salir de la selva y conectarme a internet, vi que tenía un mensaje de Liliana. Ellos andaban cerca y nos invitaban a recorrer el río Ichilo en barco visitando otras comunidades yuracaré. Era una gran coincidencia, hacía tiempo que queríamos encontrarnos y ahora estábamos a pocos kilómetros. Liliana Colanzi y Edmundo Paz Soldán son excelentes escritores bolivianos y los recomiendo muchísimo. Viven en Ithaca, New York, pero en esos días andaban visitando sus tierras de origen y felizmente podíamos encontrarnos.

La excursión partía desde el pequeño pueblo de Puerto Villarroel. Con Vane llegamos un día antes y enseguida sentimos un clima particular, cierta quietud, cierta solemnidad poco habitual. Sobre el pequeño puerto, un par de decenas de personas miraban el río, hacia lo lejos. Dos o tres lloraban.

Nos hospedamos en un hotel simple y prolijo, unas cuantas habitaciones básicas rodeando un patio de baldosas. El dueño del hospedaje nos explicó que se había ahogado un hombre en el río y que todavía no lo encontraban. Una vez más habíamos llegado el mismo día que la muerte, como nos ocurrió en Ancasti, Tatón, Llica.

El cuerpo apareció al día siguiente, un poco comido por los peces. Liliana y Edmundo también aparecieron ese día. Y nos enteramos de que el ahogado viajaba en el barco que habíamos contratado y ahora Paúl, el capitán, se encontraba en Cochabamba arreglando sus eventuales problemas con la policía.

Esa tarde, deambulando por el sombrío pueblo y charlando con sus habitantes, nos enteramos de más detalles del accidente. Un tipo de Oruro, que no sabía nadar, bajó en lo pandito, sin chaleco, y caminó más de lo debido. Las lluvias vuelven traicionero al río, dijo alguien. El hombre se hundió de repente. Paúl se lanzó a rescatarlo, pero no encontró nada en las aguas terrosas.

Entonces Ronald, amigo de Paúl, se ofreció a llevarnos.

En la mañana siguiente salimos de Puerto Villarroel en un pequeño barco de madera, techo de lona y mini motor fuera de borda. Bajábamos por el Ichilo, un río de aguas marrones y muchas curvas. El viento nos libraba de los mosquitos.

La primera comunidad que visitamos se llamaba Tacuaral y al llegar nos enteramos de que, casualmente, en ese día y en ese lugar estaba por comenzar una reunión intercomunitaria. El resto de las comunidades de la zona iban a estar casi despobladas, excepto una llamada El Pallar, una población yuracaré-moxeña que por razones de conflictos étnicos no iría a la reunión. Esa comunidad disidente sería nuestra mejor opción para dormir esa noche.

En Tacuaral preguntamos si podíamos visitar alguna laguna. Las lagunas de la zona son antiguos cursos del río que, al modificar su cauce, fue dejando largos tramos de aguas estancadas, donde se puede ver animales en abundancia, como aves acuáticas, capibaras y yacarés. Dijeron que no había problema y le explicaron a Ronald cómo llegar a una comunidad con laguna. No habría nadie ahí pero podíamos pasar. Incluso nos comentaron que habían dejado un bote en la orilla y podíamos usarlo para recorrer el pantano.

Seguimos bajando por el Ichilo hasta encontrar las marcas que solo Ronald podía distinguir. Después de amarrar el barco subimos por un terraplén y caminamos un rato tierra adentro por cañaverales y monte.

Al llegar a la laguna fue fácil encontrar el bote. También fue fácil encontrar el primer yacaré (Caiman yacare), era uno grande y estaba muerto sobre el bote. Tenía un machetazo en la nuca y un tiro entre los ojos. Por la precisión de las heridas, Ronald dedujo que se habría enganchado en redes de pesca y lo sacrificaron.

–¿Y no se los comen?
–A veces sí, la cola… pero a este no, ya se la habrían cortado.

Navegamos un rato por la laguna paseando un yacaré muerto.

De vuelta en el Ichilo, continuamos bajando hasta que nuestro río se juntó con el río Chapare para formar el Mamorecillo y, un par de kilómetros después, llegamos a la empaquetadora de bananas, nuestro último destino del día. Un lugar raro, según Ronald, es lo único que hay por la zona. Y luego agregó que no estaba seguro de que fuéramos bienvenidos y que mejor no dijéramos que íbamos a visitar sino a comprar.

–No hay problema, también podemos comprar unas bananas.
–No, aquí no se venden bananas.
–Ah… ¿Qué se supone que vamos a comprar?
–Gaseosas.

Me pareció muy extraña la idea de comprar gaseosas en el medio de la nada.

Amarramos en un muelle, trepamos el terraplén y caminamos unos quinientos metros hasta unos tinglados que cubrían maquinaria agrícola antigua que parecía estar en reparación. Detrás de los galpones alcancé a ver a algunos indígenas colgando grandes cachos de bananas en ganchos y sumergiéndolos en piletones. Ronald siguió caminando y nos guio entre casuchas de madera, hasta un patio formado por una cancha de futbol rodeada de viviendas básicas. Eran todas iguales, un cubículo de madera con galería en el frente. Ahí vivían los empleados de la empaquetadora con sus familias. Una de las casuchas había sido convertida en una pequeña despensa donde compraríamos un par de gaseosas.

Mientras descansábamos a la sombra de una de las galerías, Liliana se distrajo charlando con un niño que tenía tres o cuatro bagres de mascota, nadando en círculos dentro de un balde.

–¿Y les das de comer?
–No, solo duran tres horas vivos.

Después nos contó que su hermanito también había muerto. De susto, dice.

Más tarde remontamos el río lentamente con nuestro pequeño motor. Por suerte pudimos llegar de día a El Pallar, la comunidad disidente. Ahí pedimos permiso para acampar, armamos las carpas y fuimos a bañarnos al Ichilo.

Por la noche preparamos la cena con agua del río. No me hacía mucha gracia usar ese líquido tan poco cristalino, pero no hay otra opción por ahí. Cocinamos en nuestra hornalla portátil, alumbrándonos con linternas, espantándonos los mosquitos. El plan de Ronald era acostarse en el barco sin cenar, pero no fue difícil convencerlo de probar un plato de nuestros fideos.

–¿Y a qué te dedicás, Ronald?
–Pesco.
–Aha…
–Blanquillos… Con la mano… Con grasa de vaca y una linterna. Cuando se acercan los voy sacando de a uno.

Nos mostró una herida fresca y roja entre el dedo gordo y el índice de la mano derecha. Un pez agresivo.

A la mañana siguiente volvimos a remontar el Ichilo ya de regreso a Puerto Villarroel. Esta vez navegábamos con un poco más de corriente en contra. Íbamos tan lento que el viento apenas alcanzaba para espantar los mosquitos. Pero a mitad de camino nos encontramos con Paúl. Nos abordó en movimiento amarrando su barco al nuestro. Luego nos arrastró con su motor más potente. Había venido a buscarnos para disculparse por su ausencia debida a al pasajero ahogado.

Desayunamos en el barco, hirviendo agua del río. El líquido apenas cambio de color al agregarle el café y la leche.

Los últimos días del viaje lo pasamos en la tranquila ciudad de Santa Cruz, descansando y disfrutando de la compañía de Liliana y Edmundo.

Finalmente viajamos en bus directo a Buenos Aires. No era nuestra voluntad terminar el viaje en ese momento, pero unos trámites burocráticos nos trajeron de vuelta al barrio.

Muy pronto regresaremos a las rutas.

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Un descanso en el bosque

En la comunidad indígena Añahuani nos habían dicho que bajáramos por el río y así encontraríamos otra comunidad llamada Quioma. Se suponía que eran unas cuatro horas de caminata, pero nosotros íbamos muy cargados y avanzando lento; habíamos salido hacía nueve horas. El sol ya estaba bajo y caminábamos con el agua hasta las rodillas, entre dos paredes de roca muy altas. Estábamos pensando en retroceder hasta un lugar donde nos había parecido ver una superficie más o menos plana y suficientemente alta como para acampar. Estamos en época de lluvias, las crecidas son traicioneras, no era fácil encontrar lugar para pasar la noche en esa quebrada. Pero la solución estaba hacia adelante, otro valle se unió por la izquierda y el paisaje se abrió. Acampamos, juntamos leña y cocinamos.

Cuando se fue el efecto de la coca, apenas nos quedaban fuerzas para arrastrarnos hasta la carpa. Dormimos profundamente.

Al despertar costó despegarnos del suelo. Estábamos en un bosque de montaña, junto a un río cristalino con pozones burbujeantes. Decidimos tomarnos un día de descanso ahí. Lo que se suponía un trayecto de cuatro horas se convirtió en una estadía de dos días.

Quioma no estaba muy lejos de donde habíamos acampado. Las primeras chozas aparecieron sobre la ladera izquierda del río.

Le dejé la mochila a Vane y trepé por un sendero en la tierra empinada. Toda una familia salió a recibirme en la puerta. Padre, madre y cuatro hijos. Les di la mano a todos. Uno de los niños, desacostumbrado al ritual, me tendió la izquierda y rápidamente se corrigió. Todos reímos.

Les expliqué que veníamos caminando desde Toro Toro y que habíamos dormido en Añahuani y en el monte. Me sorprendió que, a pesar de las miradas de curiosidad, nadie me hizo preguntas, solo contestaron escuetamente las mías.

Entonces extendí una bolsa de coca al padre de la familia. Él me ofreció asiento poniendo un cuero de cabra sobre un tocón de cebil. Luego habló en quechua a su mujer y ella entró a la casa. La vi moverse detrás de la pared de palitos. Volvió con un plato de arroz y lentejas.

Le chiflé a Vane e hice señas para que subiera. Aunque insistimos en compartir el plato, trajeron uno más. Comimos bajo un techo de paja, mientras dos de los niños ordeñaban las cabras.

Finalmente, un par de kilómetros más adelante, ya cerca del río Caine, acampamos bajo la enramada del patio del par de aulas que hacían de escuelita rural.

–Es curioso que una de las personas más pobres que nos cruzamos nos regaló un plato de comida. –le comenté a Vane en tono reflexivo.
–Hace días que no usás jabón, tenés el pelo largo y enmarañado y estás barbudo, si tuviéramos un espejo verías la cara de loco que tenés. A la choza llegaste agitado por la subida, con la ropa rota y diciendo que habías dormido en el monte. ¿Quién no te va a ofrecer un plato de comida?

A la mañana siguiente intentaríamos encontrar por dónde cruzar el Caine, esperando que no estuviera muy alto ni torrentoso.

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Celos en Añahuani

–Solo estamos de pasada, queremos ir a Mina Asientos.

Dije eso, aunque la pregunta que flotaba en el aire era “¿Por qué no podemos estar acá?”, pero consideré que era mejor no escalar el conflicto ni obligar al tipo a buscar un argumento que después tuviera que sostener solo por no dar el brazo a torcer.

–¿De dónde vienen?
–De Toro Toro… caminando… nueve horas… estamos muy cansados –contesté con claras intenciones de generar empatía.
–Aquí no es turismo… Turismo es en Toro Toro… Aquí es afuera… Aquí es otro lado.

No sabíamos muy bien dónde estábamos. Recién nos enterábamos de que esa comunidad indígena se llamaba Añahuani. Definitivamente no estábamos en Thipa Khasa. El sol ya estaba bajo. La espalda dolía, los pies dolían, nos sentíamos agotados. Las mochilas parecían ancladas al piso. Por el momento, del pueblo fantasma solo habíamos visto sus casas amarillentas, alguna que otra mujer con aguayo que pasó mirando con el rabillo del ojo y a dos tipos: el que nos interpelaba y un acompañante en silencio. El que hablaba tenía puesto una remera de franjas horizontales rojas y negras y un sombrero viejo. Tenía la piel de la cara muy reseca. Era igual a Freddy Krueger, pero con menos cuchillas y menos dientes.

–Solo estamos de paso.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Vienen a hacer algún estudio?
–No, nada que ver, solo pasamos… Yo soy Julián y ella es Vanesa.

Me levanté de la roca para saludar. Nos dimos la mano.

–Anacleto.

Imaginé que Anacleto era el marginal del pueblo, solo querría obtener algún beneficio a nuestra costa o mostrarse fuerte delante de su compañero silencioso. Saqué la bolsa de coca, el gran apaciguador, y convidé.

Coqueamos.

–Qué… ¿Si voy a tu país me dejan pasar?
–Sí –contesté sonriente.

Intenté hacer algún chiste. Anacleto me devolvió la bolsa de coca.

–Quedátela –dije.

Anacleto, el marginal, y su compañero, el silencioso, se fueron más o menos conformes con su botín de coca.

Cuando nos decidimos a cargar por última vez en el día el gran peso de las mochilas y buscar un lugar para acampar, se acercó otro tipo, un hombre bajito. Nos dijo que justo en ese momento estaba realizándose la reunión mensual de la comunidad (eso explicaba lo vacío y fantasmal del pueblo) y que sería bueno que participáramos. Entonces lo acompañamos.

Eran sesenta y cuatro adultos y siete niños reunidos al costado de la iglesia. Algunos a la sombra de un paredón, otros bajo una enramada. La autoridad máxima se sentaba delante de un rústico escritorio al aire libre. Anacleto estaba parado al lado del escritorio.

Nosotros apoyamos las mochilas en la tierra y nos sentamos sobre ellas extendiendo el semicírculo de la reunión. Ciento cuarenta ojos nos miraban. Anacleto habló en quechua para todos y luego en castellano para nosotros:

–Tienen la palabra.

Por un instante pensé en ponerme de pie, pero hablé sentado.

–Hola. ¿Qué tal? Somos Vanesa y Julián. Vinimos caminando desde Toro Toro. Salimos muy temprano hoy a la mañana, estamos un poco cansados. Vamos hacia Mina Asientos, pero no conocemos muy bien el camino, nos gustaría que nos lo indiquen.

Anacleto tradujo todo al quechua.

Alguien dijo que ya era tarde, que nos convenía salir mañana.

–Sí, si somos bienvenidos, nos gustaría acampar por acá y salir mañana temprano.

Otro tipo pidió la palabra. Estuvo un largo rato hablando, solo entendimos la palabra “gringuitos”.

Mientras el tipo hablaba, otro se nos acercó a presentarse y a decirnos que estaba todo bien.

Anacleto tradujo el largo discurso del que había pedido la palabra.

–Preguntan por qué no fueron a Mina Asientos con la movilidad que va por Mizque.
–Nos gusta caminar… conocer…
–El problema es que es la primera vez que vienen turistas a nuestra comunidad y la gente tiene celos –dijo Anacleto y al decir “celos” cambió el tono de vos, como dando a entender que esa no era la palabra exacta pero lo más cerca que pudo en la traducción del quechua.

De todos modos le entendíamos. De hecho, yo sentía que entendía todo: el que pidió la palabra solo quería mostrar que se le había ocurrido un argumento; el que hacía de autoridad detrás del escritorio se mantuvo en silencio porque eso es lo que se espera de los jefes; el que se acercó a decir que estaba todo bien quería desmarcarse, mostrarse comprensivo y fuera del prejuicio pueblerino; Anacleto, al que yo había imaginado como el marginal del pueblo, era la autoridad de facto, dirigía la reunión y se mostraba exigente en la presencia de los demás (porque eso es lo que se espera de la autoridad) pero a nosotros nos echaba miradas cómplices; el resto, la mayoría, simplemente tenía curiosidad.

Anacleto y el jefe mantuvieron una conversación privada, de la cual entendí acertadamente que discutían cuánto cobrarnos.

–Tendrían que colaborar con veinte pesos para la comunidad –dijo finalmente Anacleto y con la mirada nos dio a entender que era totalmente simbólico: nos daba la oportunidad de mostrarles que veníamos con buena voluntad y sometiéndonos a sus reglas.

Mana cancho colque –respondí y todos rieron.

“No tengo dinero” es una de las pocas frases que conozco en quechua y es mi favorita. Vane dice que más de uno debió pensar que yo sabía quechua y había estado entendiendo todo desde el principio y que eso les debe haber dado aún más gracia.

–Era broma… Sí que podemos colaborar con veinte pesos –dije y acerqué un billete.

Mientras nos retirábamos, una mujer nos llamó. Era para regalarnos una bolsa de pochoclos. Todos sonreíamos. Después Anacleto se acercó a decirnos que iban a darnos comida. Durante el resto del día nos regalaron quesillo con mote, albóndigas de quínoa y alguna que otra cosa más.

Por la noche entré a una pequeña despensa donde se vendían unos pocos productos básicos y dos mujeres molían maíz sentadas en el suelo.

–¿Tiene papel higiénico?
–Dos con cincuenta.
–¿No tiene del rosa?
Ma’cancho.
–Está bien.

Por alguna razón me cobro solo dos pesos y me regaló un plato de quesillo con mote.

A la mañana siguiente nos indicaron el camino. Debíamos bajar por el río que bordeaba el pueblo y seguirlo hasta una comunidad llamada Quioma. Ahí desembocaríamos en el río Caine y los campesinos podían indicarnos por dónde cruzarlo. Dijeron que eran tres o cuatro horas hasta Quioma.

Desarmamos la carpa y salimos temprano una vez más. El pequeño río cristalino fue encajonándose.

Pasaron las horas. Íbamos lento, por las mochilas y porque sí.

En algún momento me pareció ver una especie de San Pedro extraño, con pocas costillas, sobre un acantilado, no pude alcanzarlo.

Sorpresivamente, también vimos cebiles.

Pensé un largo rato en la posibilidad de que haya habido tradición de la “vilca” en la zona. Un lugar realmente inexplorado.

Pasaron las horas. El río corrió entre paredones. Nos metimos hasta la cintura.

A las cinco y media de la tarde nos dimos cuenta de que no íbamos a llegar a ninguna comunidad. Quedaban pocas horas de luz, estábamos cansados, el río se encajonaba cada vez más, no parecía fácil encontrar un lugar para acampar.

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Parque nacional Toro Toro

Se me rompió la computadora, por eso es que hace rato que no escribo. Ya está arreglada y ahora intentaré recuperar el tiempo en estos días.

La laptop se rompió mientras la llevaba en la mochila durante una caminata por las montañas. Se le quebró la pantalla en algún lugar entre el parque nacional Toro Toro y Mizque. Fue un bajón pero al menos aprendí algo: las laptops, si bien son cómodas, no conviene usarlas de asiento.

El parque nacional Toro Toro es muy recomendable. Un lugar donde uno no puede caminar hacia ningún lado sin encontrarse con un cañón, una cascada, una cueva o, sorprendentemente, huellas de dinosaurios. Y una ventaja adicional es que hay pocos turistas. De los viajeros que visitan Bolivia, no son muchos los que pasan por Cochabamba y muchos menos los que llegan a Toro Toro.

El pasado pisado.

Al parque se accede solamente desde Cochabamba. Un solo bus al día llega al pequeño pueblo de Toro Toro después de recorrer, durante seis horas, 138 kilómetros de caminos de tierra con subidas y bajadas que oscilan entre los 2000 y 4000 metros. Llega después de las doce de la noche. Cuando fuimos con Vane, la luz estaba cortada desde hacía dos días.

Al bajar del bus, la gente fue desapareciendo entre las sombras. Casi todos campesinos y cholas con sus aguayos. Dentro de cada aguayo puede haber un niño o mercadería, y muchas veces es un misterio.

Nosotros también cargamos nuestras mochilas por la oscuridad. Caminamos por callecitas de piedra. Primero doblamos azarosamente a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y nos dio la sensación de que era un camino sin salida. Volvimos por nuestros pasos. Encontramos algún que otro hostal donde golpeamos puertas y nadie contestó. Luego pasamos por una pequeña plaza con inesperadas esculturas de dinosaurios y, mientras discutíamos la posibilidad de acampar ahí hasta el amanecer, un hombre apareció entre las sombras del techo de alguna vivienda en construcción. De hecho nunca abandonó del todo las sombras, nunca llegué a ver del todo su cara.

Le explicamos que no teníamos donde dormir, que los hostales parecían abandonados. El hombre, acostumbrado a manejarse en quechua, no hablaba bien español pero se hacía entender. Nos dijo que podíamos dormir ahí. Pregunté si se refería a la obra en construcción. Me respondió que había unos cuartos que todavía no estaban habilitados pero que uno estaba abierto. Subimos por una escalera exterior hasta una habitación simple, con el espacio justo para dos camas y una mesa de luz. Nos pareció bien y ahí nos alojamos.

Antes de irse, el hombre sin rostro nos avisó que estábamos en una iglesia bautista.

A la mañana siguiente aprovechamos el contexto para secar un raro San Pedro (probablemente Trichocereus scopulicola) que habíamos encontrado en la zona de Cochabamba.

Entreabriendo las puertas del cielo.

Estuvimos unos cuantos días recorriendo los pintorescos escenarios del parque.

Un tajo en la montaña.
Otro.

Nuestro próximo destino era la provincia de Mizque. Para llegar por caminos había que hacer un increíble rodeo volviendo a Cochabamba, unos 400 kilómetros en total. Aunque en los mapas se veía cerca, muy cerca, unos 25 kilómetros en línea recta, pero atravesando ríos y montañas.

Y decidimos hacer eso: caminar hacia el sudeste y cruzar por lo salvaje. Calculamos que iríamos a tardar unos tres o cuatro días. Tal vez más, en la montaña nunca se sabe.

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Acampando en el salar de Uyuni

Bolivia es mi país preferido por la crudeza de sus paisajes, de su clima y de su cultura. Es un país extremo. Estar acá cambia mi percepción del tiempo y las distancias, todo parece más lento y más lejano. También la percepción del cansancio, que se va tan rápido como llega. Pero después de caminar veinticinco kilómetros por el salar, estábamos indiscutiblemente muy agotados. Con la carpa ya armada usamos las últimas fuerzas para juntar leña y cocinar una sopa de fideos. Nos acostamos muy temprano.

También nos despertamos muy temprano. Desde la cueva de la Isla del Pescado habíamos visto el atardecer, desde esta de Isla Incahuasi podíamos ver el amanecer. Una gran cantidad de luz naranja corrió paralela a la desproporcionada superficie de sal y atravesó las espinas de los cactus gigantes de la entrada de la cueva.

Queríamos quedarnos un día más, pero teníamos menos de un litro de agua y no demasiada comida. Cuando queda media botella de agua se ve claro lo incomprensible e inevitable que es el tiempo.

Entonces se me ocurrió ir del otro lado de la isla. A diferencia de Isla del Pescado, a Incahuasi si llegan turistas. Llegan al lado oeste. Ahí fui a pedir algo de agua. Al primero que le pregunté era un tipo llamado Nathan (o eso creo recordar) que viajaba con chofer y cocinera. Les conté la excursión que estábamos haciendo. Nathan me regaló dos litros de agua y le agregó dos gigantescas barras de cereal y chocolate. Su chofer me dio dos litros más, me dijo que no lo iban a necesitar, que ya estaban terminando un tour de cuatro días y les sobraba mucha. La cocinera me agregó dos porciones de torta casera.

Al volver al lado este de la isla, Vane, desde la cueva, me vio llegar con las provisiones. Los ojos le brillaban como las espinas de los cactus.

Ese día lo pasamos entre la cueva, el resto de la isla y la sal.

Cerca del medio día volvimos al lado oeste. A un grupo de turistas adinerados les sobró mucha comida y la cocinera nos regaló unos buenos platos.

Nos dimos cuenta de que podíamos quedarnos en la isla el tiempo que quisiéramos viviendo de la caridad turística, el pudor estaba lejos de frenarnos. Pero nuestra piel pidió otra cosa. Estaba reseca y percudida. No había agua para lavarnos. Teníamos los dedos lastimados en los bordes de las uñas, los pies ampollados y los labios agrietados por el sol.

Los pozos de agua salada ayudaban un poco.

Disfrutamos de un amanecer más y decidimos volver.

Pensamos en caminar hasta la zona donde pasaba el destartalado bus, unos diez kilómetros al noreste de la isla, pero disfrutamos una vez más de la caridad turística: volvimos a dedo, una camioneta nos llevó de regreso a Uyuni.

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Caminando entre las islas del Salar de Uyuni

Caminamos por el salar de Uyuni durante nueve horas. Fueron veinticinco kilómetros desde el lado oeste de la Isla del Pescado hasta el lado este de la isla Incahuasi. Las mochilas iban pesadas debido a que llevábamos todo el equipaje y mucha agua. La mía pesaba veinticuatro kilos; la de Vane, veinte.

Coquear nos mantenía con energías, sin dolor. Descansábamos cada un par de horas. No había un lugar mejor que otro para descansar: solo decíamos “acá”, largábamos la mochila y nos sentábamos en la sal.

Íbamos en línea recta. Nunca camine tan recto en mi vida. Ni curvas, ni subidas, ni bajadas (de hecho, el salar de Uyuni es la superficie más plana del mundo y se usa para calibrar los satélites). Simplemente apuntábamos a Incahuasi, la manchita negra en el horizonte, hacia el sudeste. El paisaje apenas cambiaba con el transcurso de los kilómetros. En las dos primeras horas todavía seguíamos al lado de la Isla del Pescado, e Incahuasi solo había crecido un poco en el horizonte.

Estábamos rodeados por diez mil kilómetros cuadrados de sal. El sol nos dio de lleno casi todo el camino. Hizo mucho calor. Nuestras sombras se hicieron mínimas. El ruido de las pisadas sobre la sal hipnotizaba.

Pasaron las horas. Se nos llagaron los pies. El sol bajó. Los descansos fueron cada vez más frecuentes. Estábamos felices.

Llegamos al atardecer, con la luz justa, agotados. Y una vez más encontramos una buena cueva para acampar.

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Al Salar de Uyuni sin tour

De Tupiza viajamos en tren hasta Uyuni. Queríamos recorrer el inmenso salar, pero de forma independiente, sin tour, conociéndolo a fondo: caminándolo y acampando en sus islas.

Sabíamos que había un bus que lo atravesaba de lado a lado y llegaba hasta el pueblo de Llica. Con Vane decidimos tomarlo para conocer el terreno. Salimos en el bus destartalado desde Uyuni, pasamos por Colchani y entramos en la inmensa superficie blanca. Anduvimos un par de horas en línea recta sobre la sal, en un paisaje enceguecedor.

Llegamos a Llica, el pequeño pueblo en el borde opuesto del salar, ya cerca de la frontera con Chile. Pasamos un par de días ahí, averiguando datos y comprando provisiones. También asistimos a un entierro. Nos convidaron hojas de coca, jugo de naranja y cerveza.

Un par de días después volvimos a tomar el bus hacia el salar, pero esta vez le pedimos al chofer si podía desviarse un poco y dejarnos en la inhóspita Isla del Pescado, en el medio del salar. Nos miró raro pero accedió al pedido. Después de una hora de viaje por la planicie blanca, se desvió hacia la derecha, anduvo unos minutos más y frenó junto a la isla.

Bajamos, apoyamos las mochilas en la sal, el bus arrancó y lo vimos alejarse hasta convertirse en un puntito en el horizonte.

La gran isla era puro piedras y cactus. Dejamos las mochilas por ahí y salimos a explorar.

Tardamos un par de horas en dar la vuelta a la isla. Encontramos dos cuevas y la mejor era la que estaba en una gran bahía que daba hacia el oeste, una cueva con un lugar del tamaño ideal para la carpa, otro para cocinar y, en el fondo, detrás de una gran roca, un agujero de unos cuarenta o cincuenta centímetros de ancho por el que se podía pasar agachado y acceder a otra pequeña cueva, de tres o cuatro metros de alto y dos o tres de ancho donde incluso se puede dormir sin carpa. La gran ventaja de dormir en las cuevas es que, por la noche, la temperatura del salar en estas fechas baja hasta unos tres o cuatro grados bajo cero y suele ser extremadamente ventoso. Dentro de la cueva la temperatura anda entre cinco y diez grados y en la cuevita del fondo entre diez y quince.

Desde ahí pudimos ver el atardecer en el salar.

Luego, un cielo estrellado como nunca había visto. Estábamos a 3656 metros de altura, clima seco, sin luna y muy lejos de cualquier luz. Es probable que sea uno de los mejores lugares del mundo para ver el cielo. Las estrellas iban de borde a borde de la semiesfera negra. Vimos ponerse un planeta y varias estrellas hacia el oeste. Nunca había visto estrellas o planetas ocultarse en el horizonte.

Cocinamos sopa de fideos. Teníamos leña suficiente usando las ramas secas de algunos cactus y, sobre todo, de unos arbustos que tapizan gran parte de la bahía.

Sentía que estábamos muy lejos. No supe definir muy lejos de qué.

Al día siguiente armamos las pesadas mochilas, que llevaban todo nuestro equipaje y mucha agua, un recurso inexistente en esa zona. Entonces descarté un último peso innecesario: uno de mis libros. Lo escondí en la pequeña cueva del fondo, bien atrás, para el que lo encuentre (20°08’31″S; 67°48’34″O).

Esa mañana emprendimos la larga caminata hacia Isla Incahuasi. Se podía ver claramente en el horizonte espejado, a pesar de que estaba a veintitrés kilómetros. Teníamos que caminar en línea recta, sobre la sal, muchas horas.

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Trichocereus werdermannianus en Tupiza

Esta vez cruzamos a Bolivia legalmente, de La Quiaca a Villazón. Cruzar a Bolivia me pone feliz, siempre. No puedo explicar muy bien por qué. Es como sacarse las zapatillas y pisar la tierra. Como empezar un buen libro y preguntarme por qué no lo hice antes. Incluso Villazón, con todo su clima trash de pueblo de frontera sudamericano, me pone feliz. Lo único que tiene de malo son los hospedajes: de la peor relación calidad/precio en nuestro país hermano. Pero la solución más eficiente es tomar el primer bus que salga hacia el norte y, por 15 pesos bolivianos (2 dólares), viajar noventa kilómetros hasta Tupiza. Y entonces uno pasa de Villazón, que es como una hermosa muestra gratis de favela, a Tupiza, que es como una hermosa y tranquila muestra gratis de ciudad Boliviana, con esa atmósfera intermedia entre pueblo y ciudad.

Pero lo verdaderamente bueno de Tupiza es el paisaje que lo rodea: montañas rojizas y muy quebradas, salpicadas de cactus visionarios, el Trichocereus werdermannianus (sinónomo: Echinopsis werdermannianus), una variante de achuma o San Pedro muy poco conocida.

Un día fuimos caminando hasta el Cañón del Duende, a unos cinco o seis kilómetros al sur de la ciudad. Nos pareció un lugar extraplanetario. Se accede por una grieta en una gran pared (21°28’52″S; 65°43’54″O), como atravesando la muralla de una ciudad medieval.

Luego el cañón se va abriendo y cerrando entre paredes alucinógenas.

Otro día, con tres españoles que habíamos conocido en Humahuaca y reencontrado en Tupiza, fuimos a lo que le llaman simplemente El Cañon, por ser el más próximo a la ciudad, un par de kilómetros hacia el oeste. Logramos superar el cañon por sus nacientes, cruzar por detrás de las montañas (21°27’15″S; 65°45’21″O) y salir por otro cañón, el Cañón del Inca. No fue fácil.

Por supuesto cortamos algunos Trichocereus werdermannianus, esa extraña especie de cactus visionario que tal vez sea un híbrido entre Trichocereus terscheckii y Trichocereus taquimbalensis y del cual no he encontrado en Internet a nadie que relate una experiencia con esta variedad.

Y nosotros tampoco llegamos a probarlo porque, justo el día que íbamos a hacerlo, me dio diarrea, vómitos y náuseas durante veinticuatro horas. Si la diarrea, los vómitos y las náuseas se me hubieran atrasado un par de horas y llegábamos a tomar el té, no solo hubiera sido una catástrofe sensitiva y psicológica, sino que le habría atribuido la enfermedad a esa decisión de andar jugando al chamán con cactus poco conocidos.

Y como el té ya estaba hecho, se lo regalamos a un par de pibes del oeste que conocimos en el hostal. Ellos viajaron a Potosí y lo tomaron en el Ojo del Inca. Nos dijeron que estuvo muy bien. Nosotros nos llevamos algunos pedazos secos. Los haremos más adelante.

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El poder de la nada

Cruzamos a Bolivia por Desaguadero, un lugar con una incontable variedad de colores grises. Después pasamos por La Paz para seguir rumbo al norte, bajando del altiplano hacia la cuenca del Amazonas. Transitamos una vez más por el camino de la muerte, un lugar que siempre olvido evitar, un largo precipicio disfrazado de camino. Son las yungas: neblina, lluvia, acantilados, ruedas que pisan una tierra que se afloja con el agua, carcasas de buses despeñados cientos de metros hacia abajo.

Estuvimos en Rurrenabaque, en la selva. Ahí recuerdo haber preguntado por ayahuasca a una chamana. Me respondió que no era zona, que ella solo tomaba floripondio y que cuando lo hacía se ataba a un poste para no lastimarse.

originarios bolivianos
Selva

Al emprender la vuelta hacia La Paz, a nuestro bus se le estropeó una rueda. Fue cerca del mediodía y el arreglo se prolongó más allá del almuerzo. Al anochecer decidimos pagar un hotel. Dormimos en colchones de paja. El de Andrés tenía bichos. Tuvo que rascarse mucho.

te queda muy mono
Te queda muy mono.

Al día siguiente el chofer y un mecánico seguían arreglando la rueda. Entonces, un poco por la espera que ya estaba excediendo las veinticuatro horas y otro poco por no tener ganas de hacer el camino de la muerte con una rueda dudosa, decidimos abandonar el lugar y desviarnos a San Borja, hacia el noreste, en el departamento del Beni. Ahí tuvimos que esperar tres días más al siguiente transporte a La Paz.

yunta de bueyes
Ahí no conocimos mujeres, pero le hicimos dedo a una yunta de bueyes.

Después de La Paz, ya en camino a Uyuni, nuestro bus se detuvo en Challapata, exactamente en el mismo lugar en el que Andrés había quedado varado dos años antes por el conflicto ancestral entre los laimes y los qaqachacas en una situación en la que le costó una semana salir de Bolivia. Si en aquel momento un corte de ruta con ataúdes y dinamitas era algo digno de sorpresa, mucho más era encontrarnos con el mismo piquete dos años después.

Pero claro, la estabilización del conflicto había hecho que los conductores de los buses desarrollaran ciertas mañas. Digo esto porque lo que sucedió fue que no estuvimos mucho tiempo en el piquete, solo hasta el anochecer. Con la oscuridad, nuestro chofer de turno arrancó suavemente el bus regresando un par de kilómetros hacia el norte, para luego bajar de la ruta y seguir a campo traviesa en dirección sudeste. O tal vez no fuéramos a campo traviesa y en realidad estuviéramos siguiendo una huella. Era difícil de saber por el hecho de que íbamos con las luces apagadas. Una situación que en este caso no era tan grave debido a que estábamos en plena luna llena.

En un momento nos detuvimos en el medio del campo plateado. El silencio y la concentración del olor a coca masticada me hicieron bajar del bus y preguntar a uno de nuestros choferes si había algún problema.

–Es que nos sigue un camión.
–Ah…
–Pero no hay inconveniente, ya fue mi compañero a decirle que apague las luces.

Parece que el problema eran las luces y la posibilidad de que nos detectara la gente del piquete.

Durante un rato todo siguió con la normalidad de ir en un bus por el medio del campo. Así fue hasta que la luna empezó a ponerse roja. Porque sí, esa noche, la del 20 al 21 de enero del año 2000, hubo eclipse total de luna. Y entonces sentí que algo en toda esa situación era exagerado. Los laimes, los qaqachacas, nuestros choferes, el camionero, el campo, las luces apagadas, el eclipse, algo. O todo. De pronto me sentí como en un sueño. La única razón por la que sabía que no estaba soñando era que esa duda solo se tiene en los sueños.

Con la luna roja la noche se puso oscura, pero la solución fue simple: el chofer prendió las luces (ya estábamos lo suficientemente lejos de la ruta como para que la gente del piquete no nos viera).

Así fue que avanzamos a un ritmo aceptable (el que podría esperarse de un bus y un camión bajo un eclipse) hasta detenernos delante de dos montículos de tierra de más o menos metro y medio de altura. Al bajarme a ver el camino y los obstáculos iluminados por los faros del bus, comprendí que no íbamos a campo traviesa guiados por las estrellas, sino siguiendo una huella que terminaba en dos montañas de tierra.

–¿Y ahora qué?
–Mi compañero fue a preguntar al camionero si tiene una pala.

No hizo falta. Antes de que llegara la pala o la noticia de su ausencia, dos hombres bajitos aparecieron como de la nada para informarnos que ese par de montículos eran suyos, y que, si les dábamos cierta cantidad de dinero, ellos podían explicarnos cómo esquivarlos sin alertar a la gente del piquete.

Solo hubo que hacer una vaquita entre todos los pasajeros para seguir viaje.

Al amanecer ya estábamos en Uyuni.

Esa misma mañana convencimos a dos danesas y a dos australianas de la isla de Tasmania para que vinieran con nosotros a un tour de cuatro días por el salar y las lagunas, en camioneta con un chofer y una cocinera. Al mediodía ya estábamos en marcha, comimos los hongos y viajamos por lugares deslumbrantes.

parte inundada del salar
Caminamos por las nubes.
salar de Uyuni
Andrés quería robar una de mis chicas.
Isla del Pescado del salar de Uyuni
En la zona de la isla del pescado no había ningún pescado.
termas de Uyuni
El agua se convirtió en termal después de que entraron las danesas.
cementerio de altura
Un cementerio muerto.
neozelandesa
Laguna mental.
ecuación de campo en cementerio de trenes de Uyuni
Un pesado tren curvaba levemente el espacio-tiempo.

En algún momento, recorriendo planas lagunas a 5000 metros sobre el nivel del mar, quedé como hipnotizado mirando una virgen colorida que oscilaba en el espejo retrovisor sobre un paisaje de suaves y onduladas montañas desérticas, y entonces sentí que amaba profundamente a Latinoamérica, y que eso era por la gran fusión cultural, una mezcla que hablaba del extenso poder de la nada misma. O algo parecido. Luego intenté decírselo a Andrés pero no encontré las palabras adecuadas.

Después de Uyuni casi no paramos hasta Buenos Aires. Ahí volvimos a encontrarnos con las australianas. Nos pidieron ir a ver fútbol. Las llevamos a ver Boca – Independiente en cancha de Independiente. Boca ganó 3-1.

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Sexo y fútbol en el altiplano

Al llegar a Potosí supimos que el siguiente bus a La Paz salía al atardecer. Era cerca del mediodía, eso nos dejaba unas pocas horas para disfrutar de la histórica villa imperial, la legendaria ciudad que se extiende a las faldas de la montaña Sumaj Orcko. Pero antes de llegar al centro, al pasar por un hotel, con la morocha decidimos que íbamos a disfrutar más de Potosí y que íbamos a entendernos mejor si alquilábamos un cuarto. No fue fácil explicar al recepcionista que solo lo queríamos por algunas horas.

–Tengo que cobrarles por el día entero.Calle de Potosí (Large)
–Claro.

A Potosí la recuerdo como una ciudad fragmentada en diferentes tonos de marrones sobre pendientes que van de alto a más alto. La altitud me empastaba los pensamientos, como si todo el tiempo estuviera despertándome de una siesta. Está situada a 4000 metros. Junto con El Alto, son las dos ciudades de más de 100.000 habitantes más elevadas del mundo. Y cuesta respirar. La presión de oxígeno ahí es solo un 62 por ciento de lo que hay a nivel del mar. El cálculo de tiempo de adaptación a la altura para esa situación es de 46 días. En ese período el cuerpo aumenta el ritmo respiratorio, el corazón late más rápido, secretamos más bicarbonato en la orina, se reduce la producción de lactato, disminuye el volumen de plasma, los glóbulos rojos aumentan en cantidad y en tamaño, se desarrollan más capilares sanguíneos en los músculos y aumentan la mioglobina, las mitocondrias y la concentración de enzimas aeróbicas, entre otras cosas. Pero nosotros recién llegábamos y con la morocha nos agitamos exageradamente subiendo la escalera.

La escalera era de madera oscura y gastada, las paredes del cuarto también, la cama era pequeña. Entonces volvimos a agitarnos hasta que me sangró la nariz. Y tan seco es el clima en Potosí que la sangre se secó rápido. La traspiración también. Los ojos me ardieron. Estuvimos a punto de quedarnos dormidos. Yo descansé mi cabeza sobre su pecho, que recuerdo blanco y amplio. Me recosté ahí para no sucumbir ante la almohada que se veía traicionera. Creo que los dos hicimos fuerza con los párpados. Llegamos con el tiempo justo a la terminal.

Lo siguiente fue el transcurso de otras largas horas en tres buses: primero a La Paz, luego a Copacabana y finalmente a Puno, ya del lado peruano, junto al gigantesco Titicaca, el lago navegable más alto del mundo.

Para ese momento del viaje yo tenía un fuerte dolor que bajaba desde la nuca hasta los hombros, apenas podía mover el cuello. Y era lógico, hacía mucho que no dormía en una cama. Los músculos debían estar cansados de sostener la cabeza durante tantos días. El cuerpo me pedía un colchón.

Pero no, decidimos no dormir en Puno y seguir viaje. Y una vez más debíamos esperar unas cuantas horas antes de subir al siguiente bus.

Entonces, por hacer algo, caminamos hasta el gigantesco lago. Estaba nublado y nos sentamos en la orilla a charlar y otear el horizonte, probablemente con esa sensación extraña que da otear el horizonte de un lago. Y en algún momento, en mitad de alguna conversación costera, desde lejos vimos llegar una lancha y de la lancha bajó Gastón.

–¡Ehhhh!
–¡Ehhhh!

Nos abrazamos.

–¡¿Qué hacés, bestia?!
–¡¿Qué hacés, Chupete?!
–¡Qué locura!
–Increíble.
–¿Qué contás?
–Nunca llegó el pasaporte, tuve que cruzar ilegal.
–¡¿Por el lago?!

Se rió.

–No, ahora vengo de visitar las islas de los Uros.

Nos reímos.

–Crucé por la frontera, caminando. Estoy sin papeles.

Creo que en esa época nos sentíamos muy grosos, nos comíamos el mundo. Con ese espíritu Gastón cruzó la frontera sin firmar ningún papel y con ese espíritu desafiamos a unos peruanos a un partido de futbol junto al lago, a 3800 metros sobre el nivel del mar y mal dormidos.

la pelota no dobla (Large)

Los primeros quince minutos empezamos ganando, después claramente no. No era tanto porque la pelota no doblara sino porque nosotros íbamos doblándonos de a poco. Si corría más de tres pasos, sentía la sangre latir en las encías. Algo con gusto metálico resbalaba por mi garganta. Nos golearon. Terminamos casi con hipotermia e intentamos recuperarnos con unos mates. Andrés tiritaba. Supongo que de verdad sentiría mucho frío porque lo siguiente que atinó a hacer fue comprarse dos pulóveres peruanos. Se puso uno arriba del otro.

niña tomando mate (Large)

Esa noche íbamos a hacer el trayecto final de nuestra larga travesía a Cusco. Todavía faltaban un par de días para la llegada del año 2000. Una vez más el viaje sería nocturno. Entonces, al subir al último bus del milenio, recordé que yo estaba con la morocha y me senté a su lado.

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