Triple frontera Brasil, Colombia, Venezuela

Vamos hacia Venezuela por un paso remoto y notablemente desconocido. La última parada fue São Gabriel da Cachoeira, Brasil, donde tuvimos que esperar un mes para encontrar una embarcación que nos llevara más al norte. Ahora vamos remontando el Río Negro en el crujiente barco del Bamba. Los motores rugen día y noche: de día para avanzar, de noche para mantener encendidas un par de heladeras con provisiones y para bombear el agua que se filtra entre las tablas del casco. Siempre tiene que haber alguien despierto controlando que los motores no se apaguen.

Hay doce hamacas en la cubierta de abajo y doce en la de arriba. La primera noche la cocinera venezolana Laurita y su hijo Jesús durmieron en la de arriba con nosotros. Las siguientes noches Laurita durmió con el capitán. Como siempre nos ocurre con los niños, hemos hecho buenas amistades con Jesús. Él ya aprendió que la mitad de las cosas que le digo no tienen sentido. El tripulante Abelardo es venezolano y trabaja sin parar. El tripulante Seu Yuca es brasileño, simpático y agradablemente embustero. Los rulos canosos se le escapan por debajo de la gorra y siempre se muestra sonriente. Hay dos señoras mayores e indígenas, una de 72 años y la otra de 69. La de 72 se llama Severiana, nació en Brasil pero vivió toda su vida en Venezuela y ahora está tramitando la nacionalidad brasileña, ella solamente nos acompañará hasta Cucuí. La de 69 años es venezolana, dice que una vez pensó en mandar a matar a su marido pero que después decidió irse a Cuba. Ahora, en el barco, se queja de todo, principalmente de cualquier cosa que haga Wilson. El brasileño Wilson es garimpeiro, es decir, buscador ilegal de oro. Los garimpeiros son ilegales por el impacto ecológico que generan al remover la tierra y al usar mercurio en la separación del metal. Trabajan en campamentos bien metidos en las profundidades de la selva. Algunos han tenido conflictos armados con los nativos, los militares y algún otro que se les ha cruzado en el camino. Wilson es simpático, extrovertido, verborrágico, con buen sentido del humor y devoto de la cerveza. Es garimpeiro buzo, la especialidad más riesgosa. Nos cuenta que se sumerge hasta seis horas seguidas y hasta treinta metros bajo el agua. Con grandes mangueras succionadoras los buzos remueven el fondo del río en total oscuridad. Seis horas… en el fondo del río… a oscuras. El mayor riesgo proviene de la posibilidad de una interrupción en el flujo de aire que le bombean para respirar. Un motor que deja de andar, un tronco que se engancha en una manguera, cosas así. El buzo podría salir rápido a flote pero la despresurización vertiginosa genera burbujas en la sangre y muerte. Wilson nos comenta que acaba de venir de Pico da Neblina, el punto más alto de Brasil. Es una zona de muy difícil acceso en tierras yanomamis, un territorio conflictivo, los propios yanomamis prohíben la entrada al lugar a cualquier persona que no sea de su tribu. El conflicto principal es justamente por los garimpeiros. Los nativos no quieren que nadie entre a destruir sus hábitats. Pero Wilson nos dice que estuvo una semana ahí en paz con los yanomamis y que logró extraer casi un kilo de oro. También nos cuenta que en algún momento trabajó en las cocinas de cocaína, pero que ya no.

Wilson no es el único garimpeiro a bordo, también está el brasileño Nelson. A pesar del parecido de sus nombres y sus profesiones, no los confundo. Nelson también es amable y sonriente pero, en cambio, él es indígena, callado, calculador y más bien tranquilo. Además tiene un collar del que le cuelga una piedra dorada de forma retorcida y caprichosa, un pedazo de oro en bruto que el alquimista Wilson ya habría convertido en cerveza. Nelson nos cuenta que hace unos veinticinco días también anduvo por Pico da Neblina donde trabajó pagando a los yanomamis una comisión de tres gramos por mes. Dice que se fue porque ahora se pusieron más duros. Me quedé con ganas de preguntarle a qué se refería.

Al atardecer del segundo día de viaje llegamos a Cucuí, que es la última población antes de la triple frontera. Desde el pequeño pueblo hacia el norte se puede ver la imponente Piedra de Cocuy (1°14′8″N, 66°49′10″W) ya en territorio venezolano. Es una montaña compuesta por una roca de 400 metros de altura que emerge sobre la selva. La piedra se formó en el precámbrico, es decir, en la primera etapa geológica del planeta, muchos millones de años antes de que se formara el continente sudamericano, incluso muchos millones de años antes de que se formara el antiguo supercontinente Pangea. Esa gigantesca piedra está ahí no solo desde antes de que existiera el concepto de “lugar” sino desde antes de que existiera ese “lugar”.

En el pueblo de Cucuí se encuentra el último puesto de control brasileño. Ahí los militares nos chequearon los documentos y hasta nos sacaron fotos. Luego dormimos en el barco amarrados al muelle del pueblo.

Por la mañana tardamos en salir. Primero los tripulantes estuvieron un buen rato ocultando grandes mangueras en el fondo de la bodega del barco. Según me explicaron, transportamos material para los garimpeiros: gruesas mangueras para la succión del barro y unas cincuenta piezas de hierro llamadas caracoles, que se usan para fabricar las bombas de succión. Nos dicen que el problema no es que el cargamento sea ilegal sino que es la principal razón que disponen los militares venezolanos para intentar sacarles todo lo que puedan.

Que no te mangueen la manguera.

Luego estuvimos varias horas simplemente esperando. Parece que, desde algún lugar río arriba, un informante se encuentra oteando la costa venezolana a la espera de que los militares se vayan a almorzar.

En algún momento arrancamos a toda marcha y, luego de salir de Brasil cruzando la invisible triple frontera, fuimos arrimados al lado izquierdo, junto a la costa colombiana, sin despegar los ojos de la costa venezolana, intentando llegar a la Guadalupe antes de que nos interceptaran los militares bolivarianos.

Llegamos. Según Abelardo, tal vez no nos hayan seguido porque no debían tener combustible. Aunque también había posibilidades de que nos interceptaran más adelante.

Esta parte la explica mejor Vane en este video:

En La Guadalupe tuvimos que mostrar los documentos. El lugar no es mucho más que una oficina militar colombiana junto a una gran antena parabólica destruida por el abandono, una pista de aterrizaje de tierra y un par de familias de la etnia kurripako que, según nos informa el empleado militar, ahora son pocas debido a los desplazamientos por conflictos con la guerrilla.

Algo que me resultó gracioso es que, ante una pregunta del militar, Nelson respondió que era agricultor. Luego, ante la misma pregunta, Wilson respondió directamente que era “garimpeiro”. Entonces Nelson, sonriente, tradujo como “minero”. Y así quedaron completos los papeles migratorios.

En algún momento, mientras seguíamos amarrados a la costa selvática de La Guadalupe, se escuchó que se acercaba una lancha a todo motor. Entonces los tripulantes se apuraron a esconder las mangueras y los caracoles sumergiéndolos en el río. Luego Laurita nos dijo que venían los venezolanos y nos pidió que los filmáramos para que quedara constancia de los hechos. Pero Wilson opinó que mejor no filmáramos nada, que somos argentinos, que no tenemos nada que ver con eso, que no nos metiéramos en problemas.

Yo, argentino.

Finalmente, con los militares venezolanos ya a la vista, decidimos hacerle caso a Laurita y filmar, aunque con disimulo. No ocurrió demasiado, los soldados  llegaron desde el sur, se aproximaron a nosotros aminorando la marcha, realizaron una curva cerca del barco, hicieron gestos de amenaza y, sin detenerse, volvieron a acelerar el motor perdiéndose río arriba, supongo que conscientes de no poder tocar tierra colombiana.

Vene zolanos.
Se van zolanos.

Luego las horas pasan mientras los tripulantes aprovechan para hacer arreglos mecánicos.

Enseñándole a Jesús a caminar sobre el agua.

Alguien nos cuenta que el plan es salir a la una de la mañana protegiéndonos en la discreción de la oscuridad de la selva. Pero no resulta ser así. Entiendo que en algún momento hay cambio de planes. Vamos a separarnos: Seu Yuca se queda con un bote con los materiales escondido en algún arroyo selvático colombiano mientras nosotros seguimos viaje remontando el Río Negro, que ahí lo llaman río Guainía.

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Finalmente llegamos a San Felipe, el destino final de nuestro barco, un pueblo colombiano asentado sobre un puñado de calles de tierra. Nos cuentan que solía estar controlado por la guerrilla hasta hace muy poco, por las FARC, las recientemente desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pero hace unos diez años llegaron los soldados del ejército colombiano y tomaron el pueblo. Dicen que la guerrilla no ofreció resistencia, simplemente cruzaron a Venezuela.

El barco de Bamba se quedará unos cinco días en San Felipe vendiendo los productos que trae desde Brasil. Me pregunto qué hace con los pesos colombianos obtenidos en las ventas, y tal vez la respuesta sea comprar oro a los garimpeiros y venderlo a mejor precio de vuelta en su país. Algo que no quiero asegurar.

El Bamba nos deja quedarnos en el barco, incluso nos da de comer. Seguimos alimentándonos de las excelentes comidas que nos hace Laurita desde que salimos de São Gabriel. Hay muy buen clima acá y nos da la sensación de que el capitán les cae bien a todos en esta región. Es el que trae provisiones, el que los comunica con Brasil, el que les compra los productos locales. Los indígenas se acercan al braco ofreciendo algún casabe, ananá o açaí y Bamba no discute el precio. Aunque en realidad no es por precio sino por intercambio: un paquete de harina, arroz, azúcar, lo que se necesite.

Y además a Laurita y el capitán se los ve enamorados, felices.

En frente, del otro lado del río, se encuentra el pueblo venezolano de San Carlos, que es bastante más grande que San Felipe, algo así como diez cuadras por diez cuadras. Es el único pueblo en muchísimos kilómetros a la redonda en el selvático estado de Amazonas. Abelardo nos explica que hasta hace unos años tuvo un gran desarrollo por la inversión social del chavismo, pero que ahora está todo parado, no hay ningún negocio allá enfrente, eso dice. Ya lo veremos con nuestros propios ojos. Hacia allá es hacia donde pretendemos dirigirnos, luego hacia el fantástico brazo Casiquiare, a las tierras yanomamis, a seguir viaje rumbo al Orinoco.

São Gabriel da Cachoeira (a Venezuela por una frontera remota)

Ya partimos de Manaos remontando el Río Negro, vamos hacia Venezuela. Intentaremos entrar por la selva. Queremos llegar a las muy aisladas aldeas de la etnia yanomami en el extrañísimo y remoto brazo Casiquiare entre las nacientes de las cuencas del Amazonas y del Orinoco. Será la tercera vez en mi vida que pretenda llegar a las tierras de los yanomamis. Las veces anteriores intenté ir accediendo por Venezuela desde Puerto Ayacucho. La primera fue en 1999 y me faltó tiempo (o mucho dinero), la segunda en 2012 y me faltó dinero (o mucho tiempo). Esta vez lo probaremos desde Brasil y espero que tengamos suerte (o mucha paciencia).

Primero viajamos durante cuatro días en el barco Lady Luiza rumbo a São Gabriel da Cachoeira. Ahí debíamos sellar la salida del pasaporte y tramitar permisos para seguir por tierra indígena. El viaje fue notablemente agradable. El Río Negro es el afluente más caudaloso del Amazonas y también el curso de aguas negras mais grande do mundo. Un río oscuro y cristalino al mismo tiempo, como si viajáramos flotando sobre té. Las orillas son de selva mechadas con playas de arenas blancas. El borde entre el agua y la arena se ve rojizo por los taninos y fenoles procedentes de la infinidad de plantas que se descomponen en las vertientes. La limpidez del agua se debe a que la cuenca se encuentra en terrenos sin montañas jóvenes, sin glaciares en sus nacientes, tierras antiguas donde el tiempo ha lavado la mayor parte de los sedimentos.

Fue el mejor barco hasta ahora. La comida era abundante y variada. Almorzábamos tanto que llegábamos sin el más mínimo hambre a la cena, para volver a embucharnos como gansos de foie gras. La cubierta principal de hamacas sorprendentemente tenía aire acondicionado, un lujo inesperado para lo que normalmente se entiende por viajar en hamaca. Era un barco evangélico, no se vendía alcohol y hasta hubo misa. Y la calidad se reflejaba en el precio: 380 reales.

São Gabriel da Cachoeira es una población emplazada a unos treinta kilómetros por debajo de la desembocadura del río Vaupés en el extremo noroeste de Brasil. A esa altura ya se pueden ver algunas montañas que emergen aisladas entre la selva. El pueblo tiene 20 mil habitantes y el municipio unos 40 mil, donde el 85% son originarios. Es el municipio más indígena del país. Además del portugués, las lenguas oficiales también son el tucano, el ñe’engatú (un primo lejano del guaraní) y el kurripako. Cuando las aguas del Río Negro están bajas casi no hay forma de que llegue mercadería desde Manaos y eso era lo que había ocurrido justo antes de que llegáramos. Nosotros fuimos con la crecida, el día en que se reestableció el abastecimiento. La pequeña ciudad llevaba una semana sin huevos ni cerveza. La escasez de huevos no había generado demasiados problemas, pero la falta de cerveza produjo una situación tan tensa que estuvo a punto de hacer caer al gobierno local.

Saudade de cerveja.

Habíamos pensado pasar pocos días en São Gabriel pero la estadía fue extendiéndose. Primero porque el trámite de los permisos de la FOIRN y la FUNAI para entrar en tierras indígenas duraron dos semanas (que finalmente no eran necesarios, ya que nadie iba a pedirnos nada viajando por el río) y luego porque conseguir un barco que nos llevara más al norte costó esas dos semanas y otras dos más.

tel. 3471-1632 / foirn@foirn.org.br

Los primeros quince días lo pasamos en la casa de Alysson, único hospedador de couchsurfing de la ciudad, un biólogo muy buena onda con el que recorrimos la selva y los igarapés rojizos de los alrededores. En lo de Alysson además conocimos a Boban, un serbio también muy buena onda, que se alojaba en su casa, el couch más largo que hemos visto hasta ahora, hacía seis meses que vivía ahí. Caminamos por la selva, compartimos un San Pedro y rapé, nos reímos bastante.

Me río rojizo.

El resto de los días quisimos tomarnos unas vacaciones dentro del viaje y nos alojamos en el desvencijado Hotel Walpés con vistas a las sorprendentes playas blancas del rojizo Río Negro y también al puñado de ebrios que suelen quedar desmayados especialmente en esa zona, aunque no particularmente en un lugar determinado: notamos que los borrachos locales, aprovechando lo económica que es la cachaça por ahí (un dólar el medio litro) terminan quedando inconscientes en lugares variables de la vía pública, habitualmente con el cuerpo contorsionado sobre algún escalón, reflejando el momento determinante en que la lucidez es superada por el desnivel del terreno.

Mi lucidez es superada a todo nivel.

(Hay más fotos en el Instagram de Vane)

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La pasamos muy bien en São Gabriel, lo único que nos preocupaba un poco era que la prolongada estadía mermaba nuestras reservas de doxiciclina, de la cual no quisimos prescindir en estos días en una ciudad que, con solo 20 mil habitantes, tiene 13 mil casos de malaria por año. Pudimos conseguir algunas pastillas más en el hospital, pero nada en las farmacias que siguen un poco desabastecidas por los últimos días de aguas bajas.

Si hay malaria, que no se note.

La primera opción de trasporte río arriba había sido un barco militar que prometió llevarnos gratuitamente hasta Cucuí, ya muy cerca de la frontera. Alguna vez se construyó una carretera interna para llegar hasta ahí, pero hace unos años la crecida de un río arrastró uno de los puentes, luego el arreglo se atrasó y ahora la vía está impasable y un poco engullida por la selva. Hoy en día solo se va por río, el mismo Río Negro que además conecta una enorme cantidad de comunidades originarias, según podemos ver en los excelentes mapas que con seguimos en ISA (Instituto Socio Ambiental). Pero el barco militar se atrasó un día, luego dos, luego tres y un sábado nos dijeron que no saldrían ni ese día ni el domingo, que tal vez el lunes. Cuando fuimos el lunes muy temprano ya habían salido el domingo y no habría otro barco militar hasta dentro de uno o dos meses. Probablemente alguien en la cadena de mando no quiso llevarnos.

Hubiera sido un golazo ir gratis.
Qué pena

La segunda opción fue una canoa techada de una familia tucano que tardaría varios días en llegar a Cucuí. Una mañana lluviosa no nos entendimos del todo y también partieron sin nosotros. Tal vez así haya sido mejor porque no daba la sensación de que entrara más gente en esa canoa. La tercera opción fue otra canoa con techo al mando de Rafael (venezolano) y Norberto (colombiano) que podría llevarnos hasta San Felipe, ya en Colombia, frente a Venezuela, siempre y cuando lograran vender un motor fuera de borda para comprar combustible. Cosa que nunca ocurrió.

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Vane con Saudade.

Finalmente, luego de extenuantes jornadas yendo y viniendo bajo el sol  por largas calles de tierra amazónica, conseguimos un agradable y crepitante navío de madera, el barco del Bamba, para continuar rumbo a la recóndita frontera con Colombia y Venezuela.

Lleva mercadería pero también tiene espacio para algunas hamacas. Cobra 250 reales hasta San Felipe e incluye la comida de los tres días de viaje que hay por delante.

Trekking Isla Grande – Días 17 a 19

Teníamos por delante el camino más difícil, el sendero entre las pequeñas playas de Caxadaço y Santo Antonio. Desde que empezamos la caminata venimos pensando en este tramo. Porque es un camino que no figura en ningún mapa, porque nos alertaron de que es fácil perderse, porque nos dijeron que los que lo hicieron fueron atando cintitas en los árboles para marcar el trayecto y porque sabemos que hubo casos de gente que murió al perderse en la isla. Pero no nos preocupa tanto: tenemos comida, agua, carpa y GPS. Tal vez lo más intrépido de la situación sea que nadie sabe que estamos acá y, si ocurre algún accidente, nadie vendrá a rescatarnos.

Día 17. Aunque salimos de la carpa poco después del amanecer y lo más sensato hubiera sido comenzar la caminata bien temprano, Vane me pidió que pasáramos medio día en Caxadaço. Eso hicimos porque esa pequeña bahía es muy agradable: agua turquesa rodeada de rocas enormes y de selva.

Después del almuerzo, machete en mano, empezamos a trepar la montaña por lo que suponíamos que era la senda a Santo Antonio. Por momentos parecía que íbamos bien encaminados y por momentos no. A veces creíamos claramente que avanzábamos por una trilha y a veces simplemente parecía que trepábamos por esos rastros que dejan los desagües naturales de las lluvias. Nos tranquilizaba el hecho de que, cada tanto, encontrábamos una rama macheteada o marcada con una cinta plástica ya reseca y desteñida por el tiempo.

Pero en algún momento nos dimos cuenta de que estábamos un poco perdidos, avanzábamos haciéndonos camino entre ramas y ya solo nos guiábamos por escasos cortes que aparecían esporádicamente sobre los troncos y que parecían estar hechos hace años. Probablemente estuviéramos siguiendo los rastros de alguien tan perdido como nosotros. Acabábamos de salir y ya habíamos extraviado el camino, la travesía iba a durar más de lo que pensábamos. Y Vane se atrasaba aún más, porque sus frondosos rulos se enganchaban en todas las enredaderas.

Pensamos en volver por nuestros pasos, pero íbamos subiendo y bajando el morro con las mochilas pesadas y las gotas de transpiración cayendo por la frente, volver era muy desmoralizante.

Decidimos que, mientras no tuviéramos que gatear bajo las ramas, íbamos a seguir avanzando. Funcionó. Resultó que el que se había perdido antes que nosotros aparentemente pudo reencontrar el camino, porque sus rastros nos devolvieron a la senda. Y ahora sí no había duda que íbamos por una trilha. Aunque no muy ancha porque, finalmente, Vane tuvo que hacerse un par de rodetes a lo Princesa Leia para no quedar colgando de las ramas cada cuatro pasos. Todavía debe haber parte de la selva entre sus rulos.

Luego, todo lo que habíamos subido lo descendimos hasta llegar a un arroyo. Entonces me fijé la hora y las coordenadas en el GPS. Había transcurrido una hora y solo avanzamos 480 metros. Entendimos que, sí queríamos llegar a Santo Antonio ese mismo día, teníamos que apurarnos y, aun así, probablemente llegaríamos con el sol bastante bajo, algo incómodo para encontrar lugar donde acampar. Entonces decidimos quedarnos ahí mismo y volver a arrancar al día siguiente. Porque, además, el lugar estaba muy bien. Teníamos bastante leña, agua potable y salida al mar para intentar pescar algo.

Entonces bajamos un poco por el arroyo hasta encontrar un buen espacio para acampar.

No pesqué nada, solo se me enredó la tanza entre las rocas, pero pasamos uno de los mejores días de la vuelta a la isla en ese lugar tan salvaje.

Cuando se hace camping libre no hay mucho para hacer una vez que cae la noche. El fuego, la comida y lavarse las manos y la cara en el río. Después nuestras risas dentro de la carpa oscura, bajo la selva oscura, entre las montañas oscuras. Porque Vane siempre me hace reír. Estamos lejos de todos y nadie sabe que estamos acá. Eso está muy bien. Eso y los ruidos de la selva.

Día 18. Nos despertamos al amanecer, desayunamos y armamos las mochilas.

Entonces volvimos a la senda y seguimos avanzando.

Después de un par de horas de caminata, llegamos a la conclusión de que el sendero, a pesar de tener algún que otro tramo un poco complicado, no es tan difícil.

Y es de los más agradables de la isla, el más salvaje.

Spilotes pullatus

Al llegar a la pequeña playa de Santo Antonio decidimos pasar el resto de la tarde ahí.

El objetivo final era Lopes Mendes, que es considerada una de las diez playas más lindas del mundo, pero preferíamos llegar bien tarde, porque no está permitido acampar y sí que suele ir bastante gente a esa playa, llegan cruzando la montaña por el otro lado, por un camino relativamente sencillo que viene desde la bahía de Pouso. Por eso pensábamos armar la carpa cuando ya no hubiera nadie en la playa.

Antes de dejar Santo Antonio tuve que meterme con el agua hasta la cintura durante unos cien metros subiendo el arroyo que hay ahí, para llegar a las piedras donde la cosa se pone más potable. Porque, según veíamos en el mapa, esa era la única fuente de agua que teníamos en muchos kilómetros a la redonda.

Para llegar a Lopes Mendes tuvimos que volver a subir y bajar los morros. Llegamos de noche, iluminando el sendero con las linternas.

A esa hora no hay absolutamente nada más que una larga playa de arena muy fina y muy blanca que chilla bajo las botas.

Acampamos por ahí, sobre las hojas crujientes de los almendros malabares (Terminalia catappa).

Día 19. Desarmamos la carpa muy temprano, desayunamos y pasamos el resto de la mañana metiéndonos en el agua turquesa. Teníamos una enorme y solitaria bahía para nosotros solos. Eso estuvo muy bien.

Luego, una caminata larga subiendo y bajando morros hasta llegar a Abraão, donde completamos la vuelta entera a la isla en diecinueve días.

Lo próximo será Buenos Aires.

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Trekking Isla Grande – Días 13 a 16

En teoría no está permitido caminar desde Aventureiro hasta Parnaioca, pero en la práctica sí se puede. Se supone que no se debe pasar porque es zona de reserva natural, pero en ese lugar no hay nadie, y nadie va a preocuparse porque estemos caminando por playas salvajes.

Entonces, en nuestro día número 13 del largo trekking alrededor de la isla, una vez más cargamos las mochilas y caminamos.

Algunas partes del camino fueron fáciles.

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Otras no tanto.

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Recorrimos seis kilómetros sobre la arena y tuvimos que parar a descansar varias veces.

Vamos pesados, llevamos bastante comida. El lado sur de la isla es el más salvaje y no sabemos dónde podremos volver a conseguir una despensa. Tal vez consigamos en el pueblito de Dois Rios, pero para eso falta mucho.

Además, en todo el día no hemos encontrado agua potable y, al llegar al final de Praia do Leste, sentados sobre marcas arqueológicas de miles de años de antigüedad, llegamos a la conclusión de que estábamos un poco justos con el agua. Todavía teníamos que subir el morro, acampar, cenar y desayunar al día siguiente.

Entonces decidimos juntar un poco de mar y cenar sopa. El truco es prepararla con una taza de agua salada y dos de agua dulce. Eso iba a ser suficiente para el resto del día y nos sobraba algo para la mañana siguiente.

En la cima del morro costó encontrar un lugar plano para acampar. Encontramos uno más o menos.

Amanecimos acurrucados en una esquina de la carpa.

Día 14. Parnaioca es muy agradable. Tiene solo cuatro pobladores fijos y tres campings rústicos (a una razón de 1,33 pobladores por camping). El lugar es un relajo, una bahía muy tranquila. Nos quedamos en el camping Dona Marta. Estábamos solos, no había nadie más acampando.

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Ahí conocimos a Xermar, un tipo muy agradable. Trabaja en el camping desde hace poco. Él nos mostró el camino hasta un mirador de piedra oculto entre la selva. Subimos a la gran roca trepando por un árbol.

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Día 15. Xermar nos regaló dos pescados. Los metí en la mochila y seguimos rumbo hacia Dois Rios.

Pero no teníamos intención de llegar hasta el pueblo. Habíamos salido un poco tarde y eran más de ocho kilómetros subiendo y bajando por la selva. Preferimos acampar a mitad de camino, cerca de una vertiente de agua (23°11’28″S, 44°12’36″W). Después, usando piedras y ramas verdes, improvisamos una parrilla para cocinar los pescados.

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Día 16. Antes del medio día llegamos a Dois Rios, un pequeño pueblo que supo albergar una cárcel hasta el año 1994. Ahora la mitad de las casas del lugar están en ruinas.

Ahí almorzamos y compramos víveres en el único negocio del lugar y seguimos camino hacia Caxadaço, una pequeña bahía encerrada entre las montañas. Está tan oculta que desde la playa no se puede ver el mar abierto.

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Acampamos.

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La idea es salir al día siguiente hacia la playa Santo Antonio por un supuesto sendero que nos dijeron que hay por ahí. No figura en ningún mapa y más de un lugareño nos recomendó no intentarlo. Dicen que no va casi nadie, que está muy cerrado, que podemos perdernos. No nos preocupa, tenemos comida para dos o tres días. Lo intentaremos.

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Vuelta a Isla Grande – Días 9 a 12

En el octavo día de caminata alrededor de la isla nos dirigimos hacia la Gruta do Acaiá. No sabíamos bien qué había en el extremo oeste de la isla, tan fuera del sendero principal. Y tampoco estábamos seguros de encontrar un lugar dónde armar la carpa. Suponíamos que no vivía nadie por ahí y temíamos que el terreno fuera demasiado escarpado para acampar. Calculábamos que habría cierta posibilidad de que tuviéramos que dormir en la hamaca colgada entre los árboles del camino. Pero, al llegar descubrimos que sí, que alguien vivía ahí, una sola familia, descendientes de indios guaraníes que solían habitar la isla. Acampamos en sus terrenos. Ya atardecía.

En la mañana del noveno día nos metimos a la gruta. La entrada era angosta. Primero entre rocas y luego bajando por un gran tajo horizontal por el cual tuvimos que ir reptando varios metros en la oscuridad.

El viento entraba y salía con fuerza, como si la gruta respirara. Son las olas del mar que empujan por el fondo. La cueva tiene dos entradas: una es el tajo por el que ingresamos, la otra es bajo el agua. Entonces, al llegar al final hicimos silencio, al menos por un rato. Porque es hipnótico. El lado norte de la cueva es agua turquesa que entra y sale haciendo ruidos rítmicos en las rocas.

Después de un rato de relajarnos en la oscuridad turquesa nos acercamos más al agua. Y, sopesando levemente la peligrosidad, nos desnudamos y nos metimos.

Sumergidos se podía ver mejor la salida. Y los peces.

Le dije a Vane que quería bucear y salir por el mar. Me pidió que no lo hiciera y le hice caso. Una de las pocas cosas que me salen bien es aguantar la respiración y nadar en apnea y calculé que no sería más de un minuto de buceo, pero entendí que sería un minuto un poco angustiante para ella. Y bueno, yo tampoco soy un fanático de la adrenalina. Además, el agua marina no es muy cómoda para nadar en apnea, la sal genera mucha flotabilidad y te empuja hacia arriba, hacia las rocas del techo en este caso. Será la próxima.

Ese mismo día levantamos campamento y caminamos hacia el sur de la isla. Fue un trayecto duro con dos grandes subidas. No llegamos a bajar del otro lado, se nos hizo de noche y acampamos en lo más alto de la última subida.

En el décimo día pasamos por Provetá, la segunda población más grande de la isla, un tranquilo pueblo dominado por el evangelismo. Ahí hay una despensa pequeña con una agradable variedad de productos. Compramos fideos, arroz, galletas, dulces y alguna que otra cosa más y descansamos en la playa.

Luego seguimos hacia Aventureiro, pero tampoco llegamos. En realidad no quisimos llegar: preferimos dormir otra vez en lo alto de la selva.

El onceavo día nos despertamos al amanecer, desayunamos y bajamos la montaña.

En Aventureiro, por primera vez en la vuelta a la isla, dormimos dos noches en el mismo lugar, en un camping rústico en la playa. Dos noches de luna llena.

Con más provisiones nos hubiéramos quedado más días.

Lo siguiente será caminar por las largas playas prohibidas de Praia do Sul y Praia do Leste.

Son parte de la Reserva Biológica Estadual da Praia do Sul y en teoría no está permitido pasar por ahí. Pero necesitamos cruzarlas para dar la vuelta entera.

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Vuelta a Isla Grande – Días 2 a 8

El segundo día caminamos hasta Praia do Funil, una playa más ancha que larga.

Acampamos cerca de ahí, en la selva. Nos costó encontrar un lugar plano pero lo logramos. Limpié las raíces con el machete y la carpa entró justa. Cuando ya estaba armada y con todo adentro, despejé unas últimas ramas y nos dimos cuenta de que la habíamos armado al borde de la entrada de una madriguera. Ya era casi de noche y no daba para buscar otro lugar. Entonces dejamos el alerón de atrás abierto para que, esa noche, saliera lo que tuviera que salir de la cueva.

El tercer día caminamos hasta Baleia, una playa solitaria bien al norte de la isla. El acceso no es fácil, usamos una soga para descender la última parte.

Acampamos ahí.

El cuarto día nos despertamos al amanecer.

Y caminamos por un sendero casi oculto hasta Lagoa Azul, un pedazo de mar  calmo y transparente entre islas.

Donde nos zambullimos a mirar los peces.

Ahí nos relajamos hasta el mediodía.

Luego desacampamos y continuamos caminando hacia el oeste.

Después de unos tres o cuatro kilómetros llegamos a Bananal, un pequeño pueblo de unas veinte o treinta casas donde pudimos comprar pescado, bananas y pan casero. Luego seguimos un par de kilómetros más subiendo y bajando por la montaña selvática. Al anochecer llegamos a Matariz, un pueblo aún más chico que Bananal, una pequeña bahía que alguna vez supo tener una fábrica enlatadora de sardinas instalada por inmigrantes japoneses. Ahora son sorprendentes y agradables ruinas que le dan al pueblo un aire de abandono aletargado.

Nos gustó mucho Matariz y ahí dormimos. Alquilamos una habitación barata para poder descansar sobre un colchón. Hacía semanas que veníamos durmiendo en la carpa. Esa noche el dueño de la casa nos comentó que al día siguiente habría festejos en Praia Longa. Sería San Pedro, la fiesta anual del pueblo.

En el quinto día caminamos ocho kilómetros y medio cruzando dos pasos de unos ciento cincuenta metros de altura y con barro muy resbaladizo. Queríamos llegar a Praia Longa para la fiesta.

En algún momento de la tarde pasamos por Tapera, una bahía con cinco casas en tierra y un bar flotante. A pedido de Vane, nadé hasta ahí y volví flotando con una cerveza en la mano.

Llegamos a Praia Longa al atardecer, justo antes de que se largara la lluvia y comenzara la fiesta. Hubo procesión náutica con el santo. Tres barcos de madera desaparecieron por un rato. A la noche hubo baile.

Por la madrugada hubo gritos y un cuchillo.

En el sexto día lloviznaba pero caminamos igual. Llegamos hasta Lagoa Verde. Acampamos por ahí. No había nadie.

En el séptimo día ya no llovía en Lagoa Verde.

Y caminamos hasta Araçativa.

En el octavo día podríamos haber cruzado hacia el sur de la isla, pero sabemos que hay una cueva bien al oeste, la Gruta do Acaiá. Una cueva que se conecta con el mar. Hacia allá vamos. Aunque luego tengamos que volver un poco por nuestros pasos.

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Trekking vuelta completa a Ilha Grande – Día 1

Darle la vuelta a Ilha Grande, caminando. Eso fue lo que le propuse a Vanesa el día que empezamos a salir. Entonces ella renunció a su trabajo.

Desde aquel momento pasamos más de un año viajando juntos antes de llegar a la isla. En el camino recorrimos Bolivia y el norte de Argentina.

Luego, una vez bajados del ferry, pasamos otros diez días en las playas de agua cristalina cercanas a Vila do Abraão, el pueblo principal de la isla, descansando y relajándonos antes de salir a caminar. Calculábamos que iban a ser más de quince días de trekking.

Nos habíamos enterado de que íbamos a encontrarnos con pequeñas poblaciones de pescadores en el camino, pero nadie nos pudo informar con certeza si había algún lugar donde comprar comida. Entonces cargamos las mochilas con alimentos para una semana y agua para un par de días y empezamos a subir entre los morros por un paso de unos doscientos metros de altura, el único sendero que va hacia el norte de la isla.

Arrancar subiendo la montaña con las mochilas pesadas siempre es duro pero, luego de unas horas de aguante, el cuerpo (el cerebro) se acostumbra.

Cargar el agua estuvo de más: justo al pasar el primer morro nos cruzamos con un arroyo potable (23°07’31″S, 44°11’16″W). Pero con el agua siempre es así, es lo indispensable, siempre hay que llevar de más por las dudas. Llegar a una vertiente con las botellas llenas incomoda, pero hay que acostumbrarse a la idea de que es lo normal cuando no se conoce el camino.

Avanzamos unos seis kilómetros subiendo y bajando por el morro, por la selva, por la playa.

Alouatta guariba

El primer día dormimos en la bahía de Ensenada das Estrelas, en una estrecha franja de arbustos altos entre el mar y un pantano con manglares. Cocinamos fideos con aceite, farofa y condimentos.

Nos despertamos al amanecer.

Desayunamos avena con pasas de uvas, frutos secos, leche condensad y café y volvimos a caminar.

Hoy arrancamos temprano, queremos hacer más kilómetros que ayer.

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El LIBRO

Descendiendo hasta el Caribe

Después de aquellos pocos días en Guyana, volví a cruzar el río Tacutu hacia Brasil. El mismo tipo que me había llevado volvió a cruzarme en su canoa en sentido opuesto. Y yo volví a estrecharle la mano.

–¿Qué llevas en tu mochila?
–Ropa y no mucho más.
–Ah…

Entonces atravesé el extremo norte del gran país amazónico, donde me pareció ver menos casas de madera recién pintadas.

Vende-se picole e sorvete

Al cruzar a Venezuela tuve que esperar varias horas en Santa Elena de Uairén. Después de dejar la mochila en la casilla donde vendían los pasajes, salí a caminar por los valles de los tepuis.

Julián de Almeida Besonias (Large)

Y una vez más seguí viaje en bus, cruzando la Gran Sabana, sin detenerme en el monte Roraima ni en el salto del Ángel.

Tras varias horas de sufrir un frío desproporcionado, en un viaje nocturno con aire acondicionado delirante, bajé en Ciudad Bolívar, muy temprano en la mañana. Desde la terminal tome un bus al centro en el que fuimos escuchando música caribeña a todo volumen. Me pareció que, por momentos, los pasajeros aplaudían al ritmo de la música; sensación que atribuí a la falta de sueño o a la hipertermia.

En el centro caminé por calles un poco sucias, entre negocios que aún no abrían. Y entonces me di cuenta de que no tenía ni idea qué era lo que estaba haciendo ahí. O más bien entendí que no quería estar ahí. También puede ser que no haya entendido nada, pero de todos modos, casi sin pensarlo, volví a tomar otro bus de regreso a la terminal. Y sí, este también tenía parlantes gigantescos y la música a todo volumen. Y también la gente, cada tanto, daba dos aplausos al ritmo de la música. Me pareció raro y me quedé observándolos a todos. Qué extraño es acercarse al Caribe, pensé, la gente es muy feliz acá.

Aunque había algo que no me convencía: era demasiado temprano para aplaudir al ritmo de la música. Además, los rostros cansados de madrugadores rumbo al trabajo no parecían coincidir con el alegre sonido de las maracas y los tambores. Entonces, al observar que no había timbres en nuestro vehículo, comprendí mejor la situación: los aplausos eran para indicar la parada al conductor y con ese volumen de música resultaba imposible no aplaudir a ritmo.

Una vez más varias horas en bus, hasta el final del camino. En Puerto La Cruz, después de haber recorrido dos mil kilómetros hacia el norte, metí los pies en el mar Caribe por primera vez en mi vida. El agua me pareció sucia y no muy cálida.

No recuerdo mucho qué hice ese día. Probablemente recorrer a pie la ciudad portuaria esperando el ferry nocturno que me llevaría a Isla Margarita. Solo me viene a la mente la imagen de haber entrado a tomar un helado en una especie de mercería en la que tenían tres o cuatro tachos de algo congelado de colores pastel.

El ferry me pareció inmenso, uno de esos barcos a los que cuesta contarles la cantidad de cubiertas. Una vez más el viaje era nocturno y tuve que tirar mi bolsa de dormir sobre una de esas frías cubiertas exageradamente iluminadas durante toda la noche.

Ya en Isla Margarita caminé por las calles de Porlamar buscando alojamiento. Recorrí varias pensiones que me parecieron un poco caras, preguntando, caminando y cargando la mochila por barrios de casas bajas y paredes descascaradas. Entonces me senté en el cordón de la vereda y me puse a llorar.

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El LIBRO

Manaos, Guyana y Venezuela 1999

Desperté con un fuerte dolor de cabeza cuando el avión descendía en mitad de la noche sobre una selva inmensamente oscura. La despresurización, pensé. Entonces traté de incorporarme, mirando hacia la ventana negra enmarcada de pared de plástico amarillento apenas iluminado. El resto de los pasajeros, no más de cinco, también estaban desparramados en varios asientos cada uno.

Llegaba a Manaos después de un extraño viaje con escalas en Lima, Guayaquil, Quito y Guayaquil. Dos veces Guayaquil. Fue la única vez en mi vida que hice escala dos veces en la misma ciudad durante el mismo vuelo. No fue por error o por emergencia, así estaba programado.

En Quito pasé algunas horas entre vuelo y vuelo y , por razones que no vienen al caso, tuve tiempo de conocer a la prima de mi abuelo. Era viejita y parecía contenta, a pesar de que ya casi no podía levantarse de la cama.

–¿Y cómo anda Cholo? –preguntó por mi abuelo ya fallecido.
–Bien –mentí.

Era 15 febrero de 1999 y empezaba mi primer viaje en solitario. Ni a Pablo ni a Andrés ni a Mariano los había convencido con la idea de ir a Guyana o Trinidad y Tobago. Tampoco fue fácil comprar el pasaje en aquella época en la que no existían las compras de vuelos online.

–Hola. Quiero un pasaje a Georgetown, Guyana –había dicho en Buenos Aires a uno de los vendedores de ASATEJ cuando tocó mi turno, luego de mucha espera en sillones coloridos leyendo revistas de turismo de varios años atrás.

El pibe estuvo un rato tecleando con el ceño fruncido.

–No me sale nada, no sé cómo venderte eso.
–¿Y a Trinidad y Tobago?
–¿Cuál sería la capital?
–Puerto España.

Siguió tecleando un buen rato concentrado en su monitor monocromo.

–Menos… No encuentro ni el código del aeropuerto.
–¿Tenés un mapa de Sudamérica? –se me ocurrió preguntar.
–A ver…

Desapareció por unos segundos y volvió con un mapa político que, desplegado, ocupaba la mayor parte del escritorio y colgaba por dos de los laterales.

–Acá parece haber una ruta que conecta Manaos con Georgetown… Podría ir por Manaos –dije pensando en voz alta y saltando miles de kilómetros en el continente.
–Ah, eso sí.
–¿Podrías hacerme la vuelta por Caracas?
–Sí, eso no hay problema.
–¿Y podría ser por Chile con un stop de cinco días en Santiago? –dije, por las puras ganas de visitar a la chilena.
–Claro –contestó y estuvo tecleando un rato más con cierto gesto de satisfacción.

En mitad de la noche, el aeropuerto de Manaos no parecía ser más que unas cuantas paredes enchapadas en fórmica de los ’70, que marcaban un camino no muy evidente. Fui adivinando el rumbo junto a los otros cuatro o cinco pasajeros.

Después de que un somnoliento empleado de migraciones nos sellara el pasaporte, mis compañeros de vuelo desaparecieron en taxis latinoamericanos y yo me quedé en la puerta del aeropuerto mirando hacia la oscuridad, que imaginé que debía ser la selva.

Era mi primera vez viajando solo y me faltaba aprender muchas cosas. Para empezar, no tenía moneda local y mis dólares eran un par de billetes de cien que los sentí inadecuados para trasladarme a la ciudad. Entonces regresé al aeropuerto para intentar cambiar dinero.

Volví a caminar por solitarios pasillos de paredes de fórmica que ahora me parecían de un edificio abandonado. Lo más cerca que estuve de poder cambiar dólares fue con un mozo que barría un restaurante cerrado y en penumbras y que me ofreció cambiárselos a él a una taza de cambio ridícula.

Entonces volví a salir.

Entre la selva y el aeropuerto había una especie de plazoleta. En el centro de la plazoleta me pareció ver una cabina de teléfono público con los vidrios rotos y un poco tapada por unos arbustos, pero después entendí que era un cajero automático. Entré en la cabina cerrando la puerta de vidrios rotos e introduje la tarjeta en la ranura, dudando bastante. Al teclear los botones adiviné cómo se decía “caja de ahorro” en portugués y, para mi gran sorpresa, salieron billetes.

Un rato después, el cielo empezaba a clarear y un nuevo avión había llegado con otro puñado de pasajeros. Entonces, a un par de pibes que parecían nórdicos les propuse compartir taxi. Así fuimos por avenidas anchas y por el centro de una ciudad que empezaba a oler a frutas podridas. Finalmente, al llegar al centro, los rubios dijeron que no me preocupara, que ellos pagaban el taxi.

Caminé, con todos mis billetes en los bolsillos y con mi pesada mochila por las calles que aún estaban frescas, hasta encontrar un hotel barato. Elegí uno con patio interno y balcones de madera.

Los siguientes días en Manaos fueron de caminatas y carnaval. Un carnaval no tan exaltado como suele verse en otras ciudades de Brasil. Tiene algo de carnaval uruguayo, pensé. Los días eran calurosos y húmedos. Las noches con mosquitos y ventilador. Recuerdo haber pasado por delante del antiguo teatro de ópera y por calles que hoy, tal vez, me darían un poco de miedo.

Un día visité un pequeño zoológico en las afueras de la ciudad. Un zoológico entre la selva. Me pareció extraño. Incluso llegué a ver un mono confianzudo del lado de afuera de una jaula. Tal vez atraído por los hermanos enjaulados, o por la comida de los hermanos enjaulados.

También recuerdo haber pedido un gran pescado asado en el puerto. Venía con arroz y plátano frito. Una niña de la calle se me acercó y me pidió que le regalara la cabeza del pescado. Se la regalé.

Un día de carnaval conocí una batucada dirigida por un niño. No una batucada profesional sino cinco o seis negros que tocaban relajados mientras esperaban que anunciaran los resultados de las escolas ganadoras. El niño parecía drogado, o simplemente muy joven. Cada tanto alguien le daba un golpe en la nunca cuando se colgaba y se olvidaba de dirigir con su tamborcito.

En el carnaval también conocí a una morena con la que no pasó casi nada. No recuerdo bien si nos besamos. Estaba con amigas y me dejó su número de teléfono. Al día siguiente la llamé desde un público y me atendió una mujer con un portugués muy complicado. Imaginé una señora gorda del otro lado del tubo, en una casa en las afueras de la ciudad, una casa con chapas y maderas. No pudimos entendernos mucho. Tal vez fuera la madre de la joven morena, o tal vez me habían dado cualquier número de teléfono.

Recuerdo que un día compré una sandía. Hacía tanto calor que hasta la sandía estaba caliente. Antes de eso pensaba que las sandías nunca estaban calientes. Comí la mitad y la otra mitad pedí guardarla en una heladera que había al final de un pasillo del hotel. Ahí la olvidé y no sé hasta cuándo habrá estado. Trece años después, al final del pasillo ya no estaba la heladera.

Era la época de las cámaras analógicas y no era algo habitual sacar muchas fotos, pero aún así me sorprende haber sacado solo cuatro en Manaos.

Finalmente salí de la ciudad en un bus por una ruta amurallada de selva, hacia el norte, hacia Boa Vista. Ahí dormí en una habitación que daba a un patio con rosas y, al día siguiente, otro bus hacia la frontera con Guyana.

Manaos, Presidente Figueiredo, Brasil

1 de julio

Finalmente llegamos a Manaos. Hace un calor alucinante, de día y de noche. Nos quedamos en el mismo hotel, los chilenos, el belga y yo. Al día siguiente, los chilenos siguieron para Iquitos y con el belga vinimos a Presidente Figueiredo, que es un lugar con una exageración de cascadas entre selva amazónica. Fuimos a algunas (hay 85). Nico resultó ser un desquiciado barrenador de cachoeiras. Y hasta logró que yo también me tire en una. Es rarísima la sensación de caer por una cascada.

yo cayendo por una cascada
Yo cayendo por una cascada.

 

Estamos en un camping durmiendo en nuestras hamacas.

camping
Cómodos.

 

Los ríos son de color té negro, las cascadas también. Hay muchos monos, sobre todo monos tití; pero no se dejan ver fácilmente, solo con un poco de atención.Hay unos rápidos cerca del camping y lo primero que hizo Nico al llegar es tirarse a pelo, es decir, sin bote (solo nos habían contado que se podía hacer, pero no habíamos visto a nadie hacerlo). Vi como el agua se tragaba a Nico entre las rocas y lo escupía más allá, varias veces, durante más o menos unos cien metros. Yo instintivamente decidí no imitarlo.

rafting sin bote
Nico calculando responsablemente la peligrosidad de los rápidos.

 

rapidos
La cabeza de Nico antes de desaparecer entre las rocas y el agua.

 

La primera cascada que fuimos se llamaba cachoeira da Onça, fuimos por un camino alternativo que nos mostraron en el camping, subiendo el río, todo por la selva.

Cachoeira da Onça
¿Esa cara será la onça?

 

Después seguimos un rato río arriba y pasamos por unas cuevas con murciélagos. Caminamos un poco más y volvimos.

murcielago
Hola.

 

5 de julio

Fuimos a una gruta cerca del pueblo, no era nada profunda pero estaba muy buena. Desde adentro parece un cine muy ancho con una pantalla enorme que muestra la selva. Cuando llegamos, se puso a llover como para que sintiéramos bien los beneficios de una cueva. El suelo es de arena, la selva parece plantada por un jardinero gigante y exagerado. Hay de todo: árboles, plantas de hojas grandes, palmeras, lianas, piedras, arroyito y cascadita. Por la pantalla chorreaba agua.

cueva presidente figuereido
Yo intentando ver los pixels de la pantalla.

 

Después fuimos a cachoeira das orquídeas y Nico volvió a hacer de las suyas, se tiró en mitad de la cascada. Así no más: cascada de cinco metros que va cayendo entre las rocas y el belga va y se tira en el medio. Después de hacerlo dos veces y salir ileso yo también me animé. Fueron dos segundos que pasé entre las piedras, hasta que caí en un pozo profundo y torrentoso, lleno de burbujas. Y después a nadar en el té frío.

hombre cayendo por una cascada
Nico probando si la cascada era segura.

 

Anteayer llegó un argentino al camping y se nos unió al viaje. Se llama Roger, es ingeniero en telecomunicaciones y viene viajando hace nueve meses por Brasil. Íbamos a seguir camino hacia el norte ese mismo día, pero al final nos quedamos uno más, y así de paso lo acompañamos a Roger a conocer algo de Presidente Figueiredo. Al día siguiente, no sé con qué excusa, compramos una cachaça y fuimos a Cachoeira das Orquídeas y a la gruta.

Al ir por segunda vez a esos lugares descubrimos más cosas. En la cachoeira me pareció ver que había unos veinte o treinta centímetros entre la roca y el nivel del agua justo al costado del chorro de la cascada. Fuimos nadando por la lagunita y nos metimos. Entramos a una pequeña gruta con el agua hasta el cuello. A penas arriba de la cabeza estaba el techo, que eran las piedras que hacían de piso de la cascada. Apenas había lugar para respirar. Me sentía un poco niño. Después salimos metiéndonos en la pared de agua y nos arrastró el torbellino de burbujas.

cascada de las orquideas 2
Abajo y a la derecha de la cascada se ve la entradita a la cueva.

 

A la tarde fuimos a la gruta y otra vez volvió a llover cuando llegamos, y acá viene una parte un poco loca:

Después de estar disfrutando un rato del lugar y mirando pasar los murciélagos, de pronto vi que uno salía a toda velocidad de un hueco en el fondo de una mini cuevita. Esa cueva y ese hueco ya los había visto el día anterior, pero no los había observado demasiado. Cuando vi al murciélago salir a gran velocidad, se me ocurrió que eso debía ser profundo. Me dio curiosidad y me acerqué. Metí el brazo izquierdo y la cabeza, pero enseguida se ponía oscuro y fui hasta donde estaba mi mochila a buscar una linternita. Volví a meter la cabeza y el brazo izquierdo que ahora sostenía la linterna. Como no llegaba a ver al fondo empecé a meterme. La cosa estaba un poco barrosa, pero no me importaba porque yo estaba casi desnudo, me había estado bañando en la cascada de la gruta y solo tenía puesto una pequeña malla. El hueco era bien estrecho y tenía que ir reptando como un gusano: un brazo hacia adelante con la linterna y el otro hacia atrás. La cueva iba girando hacia la derecha y tuve que ir rotando un poco el cuerpo para seguir. Cuando ya estaba todo dentro de la roca escuché las voces de Nico y de Roger que me decían que estaba loco. A mí me daba una sensación muy extraña, pero no era la primera vez que entraba así en una cueva y sabía que no había ningún peligro. Si puedo entrar reptando, puedo salir reptando. Aunque no deja de ser una sensación muy extraña y estresante. De todos modos, a medida que me iba metiendo, se me iba yendo esa sensación claustrofóbica. Finalmente llegué a una pequeña cueva donde cabía agachado. Era, más o menos, metro y medio de alto por uno de ancho y dos de largo, con cúpulas y paredes columnares. Había unos bichos con unas pinzas muy grandes. Vivían ahí en la oscuridad con los murciélagos. Más adelante, el hueco seguía, pero no debía tener más de veinte centímetros de diámetro.

Nico y Roger, que para ese entonces ya ni verían la luz de la linterna, me gritaban preguntándome si estaba vivo. Yo no respondía. Solo por hacerlos flashar. Me moría de risa en silencio. Cuando regresé y me vieron salir de cabeza, ellos también se mataban de la risa. Supongo que no entendían dónde había pegado la vuelta.

espeleologia amateur
Saliendo dificultosamente de la cueva.

 

Después intenté convencerlos de que entraran ellos también. Nico dijo muchas veces que ni loco pero al final se animó. Lo convencí diciéndole que lo acompañaba. Él iba primero y yo detrás. En mitad del camino se puso a gritar.

—¡Aaahh!
—¿Qué pasa? —le grité.
—¡No puedo!
—Sí que podés.
—¡Nooo, no puedo!
—¿Por qué no podés?
—Porque tengo miedo.
—Entonces podés.
—…
—…
—Es verdad, puedo —dijo y siguió.

Cuando ya estábamos adentro, Nico se reía de los bichos y supongo que de la locura del lugar. Después decidimos ir a buscar a Roger.

—¿Ahora cómo volvemos con una sola linterna? —se inquietó Nico.
—Andá vos primero con la luz.
—¿Te vas a quedar aquí adentro a oscuras?
— No te preocupes, ya me conozco el camino —le dije y se volvió a reír como niño.

Sí que estábamos como niños ese día. Y sí que era raro quedarse a oscuras dentro de la roca. No importaba abrir o cerrar los ojos. Tenía que salir imaginando la forma de las piedras. Después, con bastante insistencia, logramos convencer a Roger.

Nos metimos los tres. Cabíamos cómodos, pero no había mucho más espacio. No sé por qué no nos sacamos fotos adentro. Si vuelvo a pasar por ahí sacaré algunas.

Después fuimos a la cascada del río del camping. Fuimos con cámaras de ruedas de camión enfundadas en tela a modo de gomones individuales. Las llevamos para bajar el río flotando. Nos las había prestado el australiano. Caminamos un buen rato por la selva. Yo un poco a los tumbos porque ya nos habíamos terminado toda la cachaça. Cuando llegamos a la base de la cascada, ya estaba anocheciendo. Nos subimos a los gomones y nos dejamos llevar lentamente sobre el arroyito oscuro y por debajo de muchos árboles y lianas.

En un momento, del arroyito desembocamos en el río que nos llevaba hasta cerca del camping. Fuimos flotando lentamente, boca arriba, mirando las copas de los árboles, diciendo pavadas y escuchando la selva que se iba silenciando mientras anochecía. Íbamos con suavidad acompañando las curvas del río y para cuando nos acercamos a la zona del camping ya era de noche.

Y llegamos a los rápidos.

Cada uno de nosotros fue siguiendo su propio camino de correntadas espumosas. Yo sentí al gomón chocar y resbalar sobre las rocas y, en una caída abrupta, se me dio vuelta. Toda la noche oscura pasó a ser mucho más oscura bajo el agua. Me arrastró la corriente, pasé chocando entre las rocas, salí a respirar y me siguió arrastrando. Por momentos logré hacer pié y por momentos la corriente me volvía a hacer pasar entre las piedras. Cuando pasaron los rápidos, nadé hasta el gomón y lo arrastré dificultosamente hasta la orilla. Caminé por el pasto derrotado y lleno de raspones. Había recuperado el gomón pero había perdido una zapatilla.

Rafting en Presidente Figueiredo
Con la rueda fue mucho menos doloroso que sin la rueda.

 

Ahora me quedaron un par de marcas en la espalda, como dos alitas.

 

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