Tengo un amigo en Puerto Iguazú. Lo conocí hace mucho tiempo cuando estudiábamos comportamiento de monos en la selva formoseña. Ni bien llegamos a Misiones nos invitó a alojarnos en su casa. Ahora trabaja en el Parque Nacional Iguazú y, por supuesto, también nos invitó a recorrerlo.
Y a alojarnos diez días en una reserva privada que se encarga de contribuir a la formación de un corredor ecológico entre los parques provinciales Urugua-í y Foerster en el Norte de la provincia.
Y donde hicimos un temazcal. Para conectarnos con las costumbres de los antiguos de México. Y con el vapor del agua caliente, el frío del río, los sonidos en la oscuridad, la mirada hacia adentro.
La curiosidad revivió al jaguar.
Luego, nuestro amigo nos contactó con el cacique de la comunidad guaraní Yriapú para que pasáramos unos días acampando en la aldea.
Apolillamos cuatro noches ahí.
Con quienes la pasamos mejor fue con los niños.
Caramelos rústicos.
Y sus juegos.
Juguetes rústicos.
Y conocimos a los policías adolescentes con sus cachiporras de madera tallada con la cruz cristiana.
Cachiporras rústicas.
Hubiéramos indagado más en las costumbres organizativas y punitorias actuales de los guaraníes, pero la comunidad en la que estábamos tiene mucho contacto con la cultura occidental. Eso hace que no tengan mucha curiosidad por los visitantes. Al menos no con los que traen poco dinero. Y entonces recorrimos el lugar casi como fantasmas, sin enterarnos demasiado de sus asuntos.
Al salir de Argentina buscamos una forma barata de viajar hasta São Paulo. Preguntando, encontramos a un hippie que nos contó sobre los sacoleiros, gente que trabaja de mula llevando productos importados comprados en Ciudad del Este, Paraguay. Se los puede encontrar preguntando en el Puente Internacional de la Amistad. Con ellos hicimos unos mil kilómetros en bus por el módico precio de 120 reales (unos 36 dólares). Están muy organizados, cada bulto en la bodega del bus tiene el nombre de un pasajero y la mercadería no debe superar los 300 dólares, que es lo permitido por persona entrando a Brasil. Además todos los pasajeros deben memorizar qué mercadería les fue asignada para responder en los controles de aduana. También, se suman productos extras que van repartidos en el equipaje de mano y bolsillos de cada uno de los sacoleiros. Para entrar al bus pasamos entre rejas que formaban pasillos, como si estuviéramos entrando a la cancha o a pabellones carcelarios. A todos los pasajeros nos revisaron con minuciosidad y hasta nos hicieron descalzar para revisarnos dentro de las zapatillas. En mi caso, incluso me abrieron el celular, pero solo encontraron una batería. Todo este control de seguridad no está a cargo de la policía sino de la propia “empresa”. Su preocupación es que alguien les cuele drogas: cuidan su negocio “legal”. Nosotros no éramos parte de la gran movida y solo aprovechábamos el pasaje económico. Supongo que aceptar “pasajeros normales” legaliza un poco la cuestión. Pero, aun así, nos ofrecieron llevar la caja de un IPhone a cambio de darnos 10 reales (solo por transportar la caja vacía). Por las dudas, ante el río revuelto, dijimos que no.
Ahora ya estamos en Ilha Grande.
Rascándonos en el paraíso.
Lo próximo será darle la vuelta a la isla. Serán varios días caminando por morros, selva y playas solitarias de agua cristalina. Suena bien.
En Misiones crece el cucumelo, el hongo mágico (Psilocybe cubensis). Crece sobre la bosta de las vacas, típicamente la de los cebúes. Fue fácil encontrarlo: llovió, salió el sol, salimos a buscar y ahí nomás aparecieron tres ejemplares medianos, a metros de la cabaña, justo donde termina la selva y empieza el pastizal. Se reconocen fácilmente por su forma, su color y, sobre todo, porque al cortarlos se ponen azules. Encontrar hongos es como salir a viajar: sé que tarde o temprano ocurre y cuando ocurre me sorprende igual.
Muuuuu buenos
Los comimos esa misma noche porque ya estaban abichados. Esa es una característica del lugar: acá en la selva aparecen pequeños gusanitos blancos dentro de estos hongos azulados. Como los pitufos pero al revés. Habremos sacado unos cien, casi todos.
Y así nos comunicamos con el cielo. Aparentemente Dios dejó a su mensajero agusanándose sobre la caca de las vacas. Seguramente se le ocurrió un día de benevolencia, después de crear a los mosquitos.
Entonces la psilocibina de los hongos atravesó el epitelio digestivo y pasó a la sangre. La sangre circula por todo el cuerpo. La psilocibina traspasa la barrera hematoencefálica, baña las neuronas y se pega sobre receptores del neurotrasmisor serotonina. Así las neuronas se sensibilizan y una ventana perceptiva se entreabre. Ahora está subida la barrera de asociaciones improbables. Entonces, una vez más, el techo de una cabaña se convirtió en tela araña.
Y yo te la araño.
Apagamos las luces. Los puntitos blancos de los leds de la linterna fueron dejando estelas violáceas, que pasaban progresivamente al índigo, luego al azul y finalmente simulaban extinguirse. Esas estelas siempre aparecen detrás de los leds, pero nunca las habíamos visto. Debe ser el alma de la luz. En las fotos no sale.
El alma de la luz
Entonces nos acostamos a meditar y cerramos los ojos para ver mejor. El cuerpo desapareció, entramos en la fosforescencia. Hubo un leve temor de no poder volver. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Algo incómodo me hizo regresar, un frío en algún lugar donde debía estar la panza. Después lloramos de la risa durante un rato largo.
El humor es una ventana a un lugar misterioso. Todo el humor es misterioso. Eso era lo que queríamos reflexionar con Vane en nuestra estadía en esta increíble cabaña con cascada. Desarrollar una teoría general sobre el humor y su origen evolutivo. Siempre desde la humildad que nos caracteriza.
No tenemos plata, somos gente humilde.
Esa noche, el hongo nos repitió que no somos seres pensantes sino seres hablantes. El lenguaje nos hizo especie. Habría estado mejor llamarnos Homo linguisticus. Los monos ya pensaban, las ratas ya razonaban mucho. El cerebro es el puente entre la interpretación y la acción. Pero el lenguaje une varios puentes en el espacio y el tiempo, para conformar otro gran cerebro, un super cerebro. No es que no exista en otros animales, pero eso fue lo que nos diferenció como especie, nuestro nicho: a los humanos se nos agrandó el lenguaje como el cuello a la jirafa. Hoy, en el futuro, todos los cerebros humanos funcionan como uno solo. Complejo, caótico, conflictivo y funcional, un gigantesco cerebro. Somos una sola entidad. Somos lenguaje.
Cuando disminuyó el aura de los objetos, pudimos concentrarnos. Vane dejó de llorar de la risa y abrió los ojos.
Entonces el hongo nos revela: “El humor es la detección de lo idiota”. Así de simple.
¿El humor es sorpresa? No siempre. A veces un video humorístico nos causa más risa la segunda vez que lo miramos. Y no toda sorpresa es humor. La sorpresa no es la causa, sino que acompaña y correlaciona, porque la detección de algo inesperado (lo idiota o lo no idiota) suele ser sorprendente.
¿El humor es poner algo donde no va? No siempre. Si alguien desprevenido se derrama la taza de café por mirar la hora en su reloj, nos reímos y, en ese caso, no parece haber nada fuera de lugar. Tal vez en muchos otros casos, el humor sí suela tener elementos desubicados, pero eso es porque algo fuera de su contexto tiende a generar errores cognitivos fácilmente detectables. Errores cognitivos, errores de entendimiento, errores de interpretación, una expresión de “lo idiota”.
Menos gracioso fue sacar algo de donde no va
¿En el humor siempre hay un cambio de dirección? No siempre. En el humor de observación no parece haber un cambio direccional evidente. Por ejemplo: “¿Vieron lo difícil que es dar la hora cuando alguien te la pregunta en la calle?”. Darnos cuenta de eso nos resulta gracioso y no veo, en este caso, un gran cambio de dirección de ningún tipo. Pero sí es común verlo en otros estilos de humor, ya que un cambio direccional (narrativo o lógico) tiende a producir un error de anticipación de los hechos en nuestro cerebro. Creemos que va a ocurrir una cosa y ocurre otra. Encontramos “lo idiota” en nosotros mismos.
¿En el humor siempre hay una víctima? No siempre. En los chistes de juegos de palabras no parece haber una víctima. O al menos no nos estamos riendo necesariamente de alguien. En otros estilos de humor sí es común que haya víctimas, y eso es porque muchas veces “lo idiota” suele padecerlo alguien (personas en particular, nosotros mismos o un personaje ficticio).
En cambio, lo que sí ocurre siempre que nos reímos es la detección de “lo idiota”:
Alguien se tropieza y nos reímos de “lo idiota”, de un cerebro que no supo anticipar el movimiento correcto.
Nos reímos de un payaso al verlo actuar, nos reímos del personaje, un personaje que falla, una ficción de “lo idiota”.
Nos reímos con el humor absurdo. Nos causa gracia la lógica delirante, sin normas fijas, a la deriva. Un sujeto que aparenta no registrar su anormalidad.
Nos reímos de los chistes con temas tabú: alguien interpreta a un personaje que no logra cumplir las reglas sociales y eso es gracioso.
Hacemos un juego de palabras y nos reímos en el momento exacto en que detectamos una segunda lógica, una lógica equívoca, algo posible pero extraño, una lógica emergente que se guia por los sonidos de las palabras o por significados alternativos pero descontextualizados. Y a veces de nosotros mismos, por tardar en comprender una intención de significado oculto.
Si no los hago reír no pasa nada, tengo otro chiste anotado en el machete.
Y, por supuesto, también nos reímos de nuestros cerebros cuando fallan en anticipar la narración de un comediante que nos hizo creer que iba a decir algo y dijo otra cosa.
El humor y la risa son comportamientos relativamente complejos y están en nosotros por una razón evolutiva: el humor es la recompensa por la detección de “lo idiota” y la risa es un proto lenguaje. Primero nos causa gracia y felicidad detectar el error e inmediatamente suele sobrevenir la risa (especialmente si estamos en compañía). La risa, como el bostezo, es una señal involuntaria y contagiosa, una señal de manada. El bostezo es una señal sonora y gestual que dice: “Estamos cansados y no hay peligro cercano; relajémonos y durmamos”. La risa es una señal sonora y gestual que enuncia: “He detectado lo idiota, presten atención, detectémoslo todos, sepamos que es un error y seamos felices al reconocerlo”. Y también dice: “Eso es un cerebro equivocándose, identifiquémoslo y procuremos no hacerle mucho caso”. Y además: “Yo soy quien detecta los errores, soy inteligente, seguidme”. Incluso a veces dice: “También puedo reírme de mis idioteces, porque sé detectarlas y corregirlas”. Y sobre todo: “Yo poseo genes que me hacen inteligente, aparéense conmigo”.
Hay quienes piensan que el humor es una descarga, un salvo conducto, una catarsis o un mecanismo de defensa; pero eso es no pensar bien la evolución. Todas nuestras características (exceptuando contados casos) tienen una razón evolutiva. Y pensando evolutivamente, un determinado comportamiento no puede cumplir la función última de alegrarnos o aliviarnos el dolor sino al revés: un sentimiento agradable cumple la función de guiar un determinado comportamiento. Si el fin último deseado fuera la felicidad o el alivio del dolor, el cerebro no tendría más que ser simplemente feliz o darse analgesia automáticamente; sería una capacidad simple y no necesitaría de nada más complicado. El humor y la risa son procesos mentales y comportamientos relativamente complejos y es por esa razón que deben tener una función final práctica para que se mantengan tan conservados en nuestra especie. Tiene más sentido pensar que el humor es una recompensa para guiar el comportamiento hacia la detección de errores mentales, la detección de “lo idiota”. La interpretación del mundo exterior requiere asociar ideas y luego evaluar esas asociaciones para descartar las que aparentan ser menos probables. El humor nos recompensa al afinar la interpretación de nuestros sentidos. Y la risa se encarga de la comunicación social de la detección de errores mentales resueltos, es decir, para la propagación de esa información en la manada. Y finalmente, ayuda a la selección sexual de los buenos detectores para que esa capacidad se perpetúe en nuestra especie.
Hay una condición extra: el humor solo se da en un clima de relativo relajo y bienestar. Si “lo idiota” es grave, puede ganar la situación de alerta o de tristeza y el humor no aparece. Las señales compiten y el estrés o depresión ganan e inhiben al humor. Incluso no se da el humor si el peligro o la tristeza vienen por fuera de la situación hilarante.
Pero todo eso no lo digo yo, nos lo dijo el hongo, que como bien se sabe es una droga y las drogas confunden.
Ahora abandonamos la cabaña y viajamos hacia Puerto Iguazú. Tengo un amigo allá que nos invita al parque y nos contacta con unas comunidades guaraníes. Acamparemos con ellos.
En un cruce de rutas correntinas hicimos dedo durante ocho horas sin éxito (a veces pasa). El sol, de a poco, fue acercándose a los pastizales. Luego un obrero vial salido de la nada se nos sumó al intento de dedo y nos dijo que, con suerte, nos levantaría algún conocido de su pueblo pero si no, de todos modos, a las ocho y media pasaría un único bus, y si queríamos tomarlo íbamos a tener que hacer señas con luces, de otro modo no nos vería y seguiría de largo. Entonces a las ocho y cuarto comenzamos a mover nuestras linternas en la oscuridad a todo lo que de lejos se pareciera a un bus. Finalmente el Crucero del Norte clavó los frenos, corrimos detrás de las luces rojas y subimos los tres. Un par de horas después, el obrero vial bajó en Álvarez, su pueblo natal. Nosotros seguimos hasta Santo Tomé, el primer lugar con camping y rotonda. Era uno de esos pueblos del interior que se suelen conocer solo por casualidad. Esas pequeñas ciudades donde no ocurren demasiados acontecimientos fuera de lo ordinario. Por ejemplo, rara vez muere alguien asesinado. Algo que sería una gran noticia para un par de miles de personas. Y si por algún capricho probablemente más o menos intencional trascendiera en los noticieros nacionales, entonces se convertiría en una mínima preocupación de unos cuantos millones. Pero seguramente aún sería un suceso que pasara desapercibido para miles de millones de personas en el mundo. Hay tanta gente que vive en Santo Tomé y que yo ni sospechaba de su existencia, humanos con sentimientos parecidos a los de cualquiera. Tal vez muchos de ellos nunca piensen en mudarse. Adonde escarbemos hay gente, similar y anónima. En el futuro somos muchísimos.
Acampamos en el camping libre municipal, un agradable terreno ondulado con árboles y parrillas semi abandonadas detrás de un puesto de vigilancia de prefectura. Antes de armar la carpa grité hacia la cabaña elevada, pero nadie contestó. Acampamos mirando hacia el río que corre ahí abajo, y hacia las montañas del Brasil, solo un poco más allá, a tiro de cañón inexistente. Luego, mientras cocinábamos en la oscuridad iluminando la hornalla portátil con las linternas, alcancé a ver al hombre de prefectura ayudando a una mujer a bajar por la endeble escalera de madera.
A la mañana siguiente, desde fuera de la carpa alguien preguntó por El Colombia. Nosotros respondimos que no éramos. “Es el que me cagó anoche” respondió la voz en retirada y a modo de disculpas.
Ya saliendo del camping, cargando las pesadas mochilas y con el sol aún bien bajo y detrás de las nubes, nos cruzamos a dos hombres que venían paseando tetras.
–Hola, yo soy el que antes preguntó por El Colombia –dijo el más canoso y yo le tendí la mano.
–¿Qué te hizo El Colombia?
–Otro día te cuento –contestó sonriente.
Nos reímos.
–¿Ya desayunaron? –preguntó.
–Sí, gracias.
En el camino a la ruta un hombre nos regaló pomelos y, ya en la rotonda, tuvimos toda la suerte que nos faltó el día anterior: un camión nos levantó a los cinco minutos de comenzar a hacer dedo. El brasileño Silas se salteó las normas de la empresa, freno las cuarentaicinco toneladas y anotó el código de apertura de la puerta del acompañante en el teclado portátil. La señal rebotó en algún satélite y bajó a Sao Paulo. Otra señal volvió a subir para regresar al camión y habilitar la puerta. Entonces Vane y yo trepamos a la cabina. Pensábamos que Silas podría adelantarnos un par de pueblos acercándonos a Misiones o, con suerte, llegar hasta la rotonda de desvío a Posadas pero, debido a una de esas agradables casualidades que a veces ocurren, el recorrido del camionero continuaba aún más por nuestra particular ruta (la catorce) y entonces, después de unas cuantas horas e incontables subidas y bajadas de asfalto gris oscuro sobre tierra colorada entre la selva y las plantaciones de yerba mate, nos dejó en San Vicente. Luego él y su carga de veinticinco mil kilos de queso cruzarían a Brasil por la poco conocida frontera de Dionisio Cerqueira para llegar, cinco días después, al lejano nordeste brasileño, cerca de Fortaleza.
Vamos pra o Brasil, propuso Silas y por un momento dudamos tentándonos con la posibilidad de un gran salto hasta las exageradamente blancas playas del Caribe, pero nos mantuvimos en nuestro plan y bajamos en San Vicente. Luego, un micro hasta El Soberbio, donde acampamos y descansamos un par de días en el camping Puerto do Mario, una vez más con vistas a Brasil. Ahora estábamos en el poco visitado Este de Misiones, donde el portuñol se habla hasta en las escuelas. Finalmente tomamos un destartalado bus que fue subiendo y bajando por la ondulada ruta provincial número 2, que va conectando una o dos colonias (además de varias casitas de madera que aparecen cada tanto) donde viven rubios aindiados que hablan más portugués que portuñol y que alguna vez desmontaron parches de selva y ahora siguen surcando la tierra colorada con arados tirados por bueyes.
Entonces, guiados por el GPS, supimos bajar del colectivo a pocos metros de nuestro destino de estos días: la casa que nos prestó mi amigo Luis Riquelme, una cabaña en la selva, un elevado octógono de madera con tejas de madera y balcón de madera.
El balcón tiene vista a los árboles y a un arroyo con cascada. Un lugar ideal para reflexionar sobre algo que venimos pensando con Vane.