La última noche hicimos ayahuasca. La preparó Pascual durante todo el día. La liana estaba plantada a pocos metros de su casa y era un retoño del natem que había preparado para Juan y Laura. En siete años la planta fue convirtiéndose en un gran arbusto con una forma de arco bastante particular y que Pascual me dijo que les explicara a Juanito y a Laurita que eso significaba que iban a caminar (viajar) mucho y tener varios hijos.
Banisteriopsis caapi
Algo interesante fue que el segundo ingrediente de la ayahuasca (la fuente de dimetiltriptaminas) en este caso no fue el arbusto chacruna sino la liana chagropanga (Diplopterys cabrerana). Nunca había visto preparar ayahuasca con chagropanga. Pascual me mostró la enredadera en el monte y me dijo que ellos la llaman yági.
Por indicación de Pascual hicimos ayuno de veinticuatro horas, al que sorprendentemente él también se sumó. Si bien no iba a tomar, nos explicó que el que lo prepara también tiene que ayunar para darle fuerza al brebaje.
La liana se limpia.Se machaca.Se mezcla con hojas de yági.Se hierveSe cuela y se vuelva a hervir para concentrar.Se toma.
El ayuno no fue totalmente estricto, entre los shuar está permitido amenizarlo con jugo de plátano maduro. Las hijas de Pascual nos trajeron un par de tazas dos o tres veces durante el día, las cuales recibimos como una delicia. El resto fue vegetar débiles en nuestras hamacas.
Mientras nosotros descansábamos, el río fue creciendo y poniéndose turbio. Supusimos que estaría lloviendo en las montañas.
Por la noche, a oscuras en la choza, tomamos el natem. Las ceremonias de ayahuasca shuar (cuando no son hechas por un chamán con motivos de curación) son simples. Pascual pronunció unas cuantas palabras en su idioma. El final sonó algo así como “¡Marta caramastá!” que tradujo como “¡Beba, tenga fuerza!”. Primero tomé yo, la bebida más ácida y amarga que he probado nunca, y luego Vane. Finalmente Pascual nos dijo que podíamos hacer lo que quisiéramos, pero que no nos adentráramos en la selva, por las serpientes (por las de verdad).
Después de una hora de estar tirados en nuestras hamacas, salimos a vomitar. Luego las visiones en el cielo, en el río, detrás de nuestros párpados, detrás de las serpientes fluorescentes.
Algo que me quedó claro esa noche fue la certeza de que nunca habíamos sido tan bien recibidos como en Tsunki.
Los hijos de Pascual nos despertaron en la madrugada. Nos pedían medicinas porque su madre se encontraba muy mal, con fuertes dolores de estómago. Rosana, que no toma chicha, suele tomar más agua que el resto. El agua es la del río, que cuando crece arrastra detritos del borde, que algunos provienen de animales muertos. Le dimos antibióticos.
Poco después nos despedimos emotivamente de todos los niños y subimos con Pascual y Rosana a la canoa para volver a San José. Rosana permaneció todo el viaje doblada y llorando en silencio.
Quedó internada y estable en el hospitalito de San José. Ya está mejor.
Ahora viajamos hacia Quito, donde Vane tiene preparados algunos shows de stand up, y luego volveremos hacia la selva, pero a la parte norte, a navegar por el río Napo intentando salir hacia Perú, hacia el Amazonas
Pascual, en su choza, bajo la selva, aprovechando el tiempo que faltaba para que la olla terminara de hervir la cena, nos contó que la ayahuasca, el natem, ocupa un rol central en la cultura shuar. No solo es utilizada por los chamanes en rituales curativos sino también es usada por cualquier persona para tener visiones del futuro. Según los shuar, el futuro se hace visible en los sueños y en las visiones del natem.
También, en muchos casos, es un rito de iniciación a la adultez. Cuando Pascual aún era niño, el padre lo hizo ayunar durante cuatro días (la idea original era ayunar seis pero el hombre se apenó del niño). Padre e hijo caminaron dos o tres jornadas hasta una cascada sagrada. En esos días el hombre cazaba, comía y tomaba chicha y Pascual solo caminaba, dormía y ayunaba (tomando solo jugo de plátano maduro). El niño, en un estado de debilidad profundo (casi inconsciente) tomó ayahuasca por primera vez en la cascada sagrada. Y, entre una gran cantidad de visiones, Pascual cuenta que pudo ver a Rosana, su mujer, mucho tiempo antes de que la conociera.
(Sí estás pensando ufff hay que leer mucho, acá se puede ver el corto y entretenido video que hizo Vane contando la historia desde el principio)
También aprendimos algunas cosas sobre el maikiúa, el floripondio (Brugmansia sp.), que suele estar plantado en varios arbustos alrededor de las chozas. Nos cuentan que a veces se usa en lugar del natem, pero claro, las visiones en este caso suelen no ser tan agradables, solo lo hacen para “tomar fuerzas”. También, y esto me resulta muy interesante, la usan como castigo/rectificación de niños desobedientes, descarriados o simplemente vagos. Los obligan a ayunar entre tres y seis días y luego les dan floripondio. Eso, por alguna razón, me hace pensar más en el futuro que en el pasado, un lejano y extraño futuro con psiquiatría indígena, un futuro difícil de entender.
En mi caso la experiencia que tuve con el floripondio en Tsunki fue notablemente más amena que la de los niños desobedientes. Simplemente Rosana usó hojas de maikiúa ablandadas en agua caliente para curarme una herida. En una de las caminatas me había hecho una lastimadura en la canilla. Era un raspón muy superficial pero, poco después de haberme lastimado, metí la pierna en un arroyo mientras estábamos pescando con barbasco, lo que hizo que se me generara una gran infección. O al menos eso es lo que me imagino que ocurrió, que el barbasco complicó la vida de mis células expuestas. Al día siguiente de haberme lastimado se me hinchó la pierna y tuve fiebre. Así fue que me perdí de participar en una pesca comunal con barbasco que incluía hacer un dique con ramas y hojas de plátano para enlentecer una curva del río. La lastimadura mejoró un poco con el lavado de floripondio pero aún más con la penicilina en polvo que también me aplicó Rosana y que le habían traído del hospitalito de San José para las heridas de sus hijos y que según ella funciona mucho mejor que la sangre de drago. De todos modos la infección, ya más controlada, siguió acompañándome un par de semanas.
Pascual también nos contó sobre su abuelo, que tenía cinco mujeres y se dedicaba básicamente a cazar, tomar chicha, trabajar en los arreglos de las chozas y matar a sus enemigos. Nos contó sobre las tzantzas, las cabezas reducidas que solían hacer los shuar con un largo proceso que duraba seis días. El abuelo colgaba las cabezas de sus enemigos (algunas de ellas eran las de los antiguos maridos de algunas de sus mujeres) en la entrada de la casa. También nos contó que existe la creencia romántica de que las tzantzas servían para tomar el espíritu y la fuerza de los caídos en batalla, pero que la realidad es que eran trofeos de guerra que colgaban en las casas con el simple objetivo de mostrar rudeza y atemorizar a sus enemigos.
Los shuar ya no reducen cabezas pero, de aquella costumbre, ha quedado una creencia particular: que los extranjeros venimos a cortarles las cabezas a ellos. Por supuesto que Pascual no cree en eso, pero nos hemos cruzado con otras personas cerca de Méndez que en principio nos habían evitado y que luego nos confesaron que era porque habían pensado que podíamos ser “gringos corta cabezas”. Incluso el pequeño Hengri tardó dos días en convencerse de que no habíamos venido a llevarnos la suya, algo que le producía mucha gracia a toda la familia. Al final nos hicimos muy amigos del niño después de llegar a un acuerdo en el que nosotros no íbamos a cortarle la cabeza si él no cortaba la nuestra.
Este miedo a que los extranjeros vengan a decapitarlos probablemente provenga de dos razones: una simple que es que para ellos históricamente cualquier enemigo siempre fue un potencial cortador de cabezas y es fácil ver a los extranjeros como enemigos; y otra más compleja que proviene de un conflicto en particular: durante el siglo pasado, el creciente interés de los coleccionistas por las tzantzas generó un gran comercio de la muerte. Un shuar podía recibir unos veinticinco dólares (o un arma de fuego) por cada tzantza entregada a los “gringos”. Y así, de a poco fue instaurándose la idea de que los extranjeros solo se acercaban a sus aldeas con un único interés. La “caza de cabezas” prácticamente fue erradicada en los años ´70 después de un gran esfuerzo conjunto de Ecuador y Perú por resolver la situación y por la prohibición de importación de cabezas en la mayoría de los países. Pero el miedo continúa hasta nuestros días.
El anteúltimo día Pascual nos enseñó a cazar con cerbatana. Por suerte para todos, en la práctica los dardos no estaban envenenados.
Dardos shuar
De todos modos no andábamos con ánimos de matar. Disparábamos a una inflorescencia de plátano clavada sobre un palo que simulaba bastante bien a un pájaro. Como Pascual había pintado nuestras caras con achote imaginé que eso era para aumentar nuestra puntería y entonces se me ocurrió que podía ser buena idea ponerme también una corona de piel de mono que nos habían mostrado el primer día. Con eso de seguro no iba a fallar ningún tiro. A Pascual le pareció buena idea y al resto de la familia imagino que también, porque fueron subiendo la apuesta con las vestimentas shuar hasta que Vane y yo quedamos totalmente vestidos de forma tradicional. Por supuesto les causaba mucha gracia a todos. De Vane dijeron que estaba muy bonita y le regalaron los aritos y el cinturón. De mí opinaron que parecía un cazador shuar asustado por un jaguar.
Pascual se mostró sorprendido por nuestra puntería y nos dijo que ya estábamos listos para ir a cazar. Y si bien fue un cumplido exagerado, a mí también me pareció que nos salía bastante bien. En mi caso el truco era que ya tenía algo de práctica de cuando estuve trabajando en comportamiento de primates en la selva formoseña. Aquella vez, la idea había sido dormir a los monos con dardos tranquilizantes, cosa que nunca ocurrió, pero sí practiqué bastante. Todo esto no se lo conté a Pascual, era más canchero simular una habilidad innata.
Después de que Pascual Ayumpúm me apuntara en el pecho con su lanza tomé conciencia de que, una vez más, habíamos llegado lejos. Estábamos en las profundidades de la selva ecuatoriana, lejos de los caminos, lejos de los celulares, junto a los que siempre han vivido ahí, los shuar, los notablemente amables reductores de cabezas.
Habíamos llegado a Tsunki sin aviso y desde que bajamos de la canoa nos habían recibido con un calor humano sorprendente. Nos quedamos diez días en la comunidad. En ese tiempo hicimos y aprendimos muchas cosas:
Caminamos por la selva donde Pascual nos enseñó varias plantas útiles como: frutipán, aguacate de monte (o cacao blanco o kushinkiap, que es un fruto más bien dulce y de sabor muy particular), sacha barbasco (que también se usa para pescar como el timiu pero en lugar de matar los peces solo los atonta por un rato, me parece que era Serjania piscetorum), algunas palmeras para fabricar dardos envenenados, una liana de la que sacamos agua para beber, una ruda para la gastritis, lengua de venado que no recuerdo para qué era, sangre de drago para cicatrizar las heridas y unas cuantas más.
Theobroma bicolor
Al final de una de las caminatas por la selva visitamos una cascada sagrada a la que debimos entrar en silencio para no molestar a los espíritus. Primero aspiramos tabaco líquido, que era simplemente estrujar hojas de tabaco en la palma de la mano y aspirar, luego Pascual cantó en shuar y ahí ya pudimos sumergirnos y nadar entre los peces.
Otro día en la comunidad asistimos a la fiesta de la chonta (Bactris gasipaes), una palmera que es especialmente venerada por ellos, usan la madera, el palmito y los frutos. Con los frutos se hace chicha y la consideran la más rica de todas. Fue una gran suerte estar en esos días ya que la fiesta de la chonta es la celebración más importante del pueblo shuar. En la fiesta, como corresponde, nos pintaron la cara con achote (Bixia orellana) en forma de serpiente y de jaguar. Luego los niños bailaron y clavaron lanzas contra el suelo y todos tomamos chicha de chonta.
Todos los días preparan chicha, normalmente la de yuca. Un día vimos cómo la hacían. Nunca había visto la preparación tradicional, la que se hace masticando y escupiendo. Por la tarde, dentro de la choza, Tania y Jhomara hirvieron varios kilos de yuca en una gran olla. Luego quitaron el agua y machacaron la yuca hasta hacerla puré. Después fueron tomando con los dedos las partes más fibrosas para llevárselas a la boca. Luego de un masticado a conciencia (solamente las mujeres tienen permitido hacer este paso) la yuca quedaba casi líquida y volvía en largos chorros a la olla. Así estuvieron un buen rato mientras charlábamos. El paso final es dejar fermentar la pasta durante varias horas. Cuantas más horas pasen más alcohólica se pone la bebida. Paradójicamente esta me resulta la forma más higiénica de producir la chicha. La definición de fermentación no difiere mucho de la de putrefacción y, puestos a elegir, prefiero tomar un líquido fermentado por bacterias que ya están en nuestras bocas y para las cuales nuestro sistema inmune ya tiene armas para combatirlas, que un líquido colonizado por bacterias y levaduras más sometidas al azar del medioambiente.
Otro día dimos clases de inglés a los niños a pedido de Julio, el profesor. Él no es de Tsunki sino de una aldea cercana y, si bien puede enseñarles muchas cosas a los chicos sobre el castellano y el shuar, nos contó que su inglés es muy básico y que, como está obligado a enseñarles, hace esfuerzos pero no sabe si los está ayudando mucho.
Como para saber en qué nivel estaban, les preguntamos a los niños cómo se dice “Hello!” y todos al unísono contestaron contentos “¡Elio!”.
Nos divertimos mucho en las clases, que más que clases fueron puros juegos. Vane estaba en el aula de los más chiquitos, unos quince alumnos de entre cinco y doce años. Yo estaba en otra con los seis adolescentes.
Habíamos planeado varias clases, pero no pudo ser porque ese día murió uno de los ancianos del lugar y la comunidad estuvo de luto toda la semana.
No fuimos invitados a las ceremonias de entierro y despedida que ocurrieron en algún lugar apartado de la comunidad. Nosotros, por las dudas, no preguntamos nada. Solo vimos a la gente ir y venir varias veces durante un par de días. Por lo poco que nos cuentan, entendemos que es una mezcla de costumbres tradicionales y cristianas.
El duelo también hizo que Rosana desista de participar de la ceremonia de natem (ayahuasca, Banisteriopsis caapi) que nos tenían preparado para el último día. La preparaba Pascual y la íbamos a tomar con ella, pero prefirió no hacerlo para no dejarse ganar por la tristeza reciente. Nos dijo que, de todos modos, lo haría unos días después, con toda la comunidad, cuando pasara el duelo, como se acostumbra, para alejar la muerte. También nos contaron que después de los duelos suelen tomar infusiones de hojas de ayahuasca para vomitar y liberar todas las penas.
Viajábamos hacia las profundidades de la selva del oriente ecuatoriano para visitar la aldea Tsunki, una de las comunidades más lejanas y desconocidas de la etnia shuar (antes llamados jíbaros y principalmente conocidos por su antigua costumbre de reducir cabezas humanas). Nos incomodaba la situación de estar yendo sin permiso, sin avisar a nadie, porque a las comunidades indígenas siempre es bueno llegar con alguna autorización o al menos una carta de presentación. Pero en este caso no era posible porque no había forma de comunicarnos con ellos. Allá, en el río Mangosiza, no hay señal de celular ni de radio ni nada. El contacto que teníamos (el dato) nos lo habían pasado Juan y Laura que son viajeros experimentados y escriben sus crónicas en los exitosos blogs Acróbata del camino y Los viajes de nena. Hacía unos siete años ellos habían visitado a Pascual y su familia y nos explicaron cómo llegar.
Primero fue un largo viaje hasta Puerto Morona en un bus que dejó atrás las montañas y nos metió en la selva profunda. Luego, cruzando el río Morona por un estrecho puente de lata, una camioneta nos llevó hasta la comunidad San José, donde se acaban los caminos. Ese día teníamos que dormir ahí porque únicamente en la madrugada hay posibilidades de encontrar canoas que suban por los ríos hacia las aldeas más alejadas. Aprovechamos esa tarde para conocer San José y, de paso, hablar con la autoridad local y pedirle una carta de recomendación.
A la madrugada siguiente, antes del amanecer, caminamos hasta Puerto Kashpaim donde efectivamente pudimos arreglar con un tipo joven, casi adolescente, para que nos llevara en canoa hasta Tsunki, primero bajando un poco por el rio Morona y luego subiendo varias horas hasta la zona alta del río Mangosiza. Hoy en día el viaje dura solo unas cuatro o cinco horas ya que desde hace unos tres años los locales han conseguido motorcitos traídos del Perú. Antes la excursión era a remo y palo y duraba mucho más.
El viaje, a pesar de la incomodidad de los asientos de madera y de una suave lluvia que nos mojó al amanecer, resultó agradable. Salimos a oscuras pero amaneció pronto. El río fue conduciéndonos a veces hacia el norte y a veces hacia el oeste estrechándose poco a poco mientras nos regresaba hacia las montañas selváticas. No tuvimos que bajarnos en ningún momento de la canoa para pasar los rápidos porque había suficiente agua en el río y nuestro canoero, después de darnos extrañas indicaciones en su extraño español (las cuales interpretamos como: no se muevan), mostró gran habilidad para conducirnos sin inconvenientes entre las correntadas. Días después nos enteraríamos de que la semana anterior había volcado y estuvo a punto de ahogarse una persona.
Al llegar a Tsunki casi toda la comunidad salió a recibirnos. Un hombre de aspecto más bien bajo y robusto nos tendió su mano y nos ayudó a subir las mochilas por el terraplén sin dejar de sonreír en ningún momento.
–¿A quién vienen a buscar? –preguntó el hombre.
–A Pascual.
–Soy yo. –contestó Pascual sonriendo aún más.
–Somos amigos de Juan y Laura.
–Juanito y Laurita, ¡qué alegría!
–Vinimos a visitarlos… si nos dan permiso…
–Hoy soñé con la llegada de ustedes… Soñé que una lora comía de mi boca… Le dije a mi mujer que había soñado eso y que no entendía el significado pero ahora me doy cuenta.
Quise preguntar si la lora éramos nosotros pero supuse que no era el momento de preguntas complejas, ya habría tiempo para eso.
Pascual nos alojó en una casita de madera en desuso que había pertenecido a su madre ya fallecida (mi madre ya descansó, fue lo que dijo él). La casa de madera había sido construida por el estado. Algún tiempo atrás habían llegado carpinteros y constructores enviados por el gobierno para construir unas cinco o seis casas y una escuela. Ahora los shuar las usan para dormir, el resto del día lo pasan es sus chozas tradicionales que las hacen con maderas, ramas y hojas secas y son mucho más frescas que las estatales.
Una vez instalados, Pascual nos llevó a su casita shuar (así la llaman ellos) para presentarnos a todos los que viven ahí, es decir, a su mujer, nueve de sus diez hijos y una de sus tres nietos. Todos tienen un nombre en español y otro en shuar. El nombre shuar de Pascual es Shimpiukat, que es un tipo de palmera, su mujer se llama Rosana Talséman (pato que no duerme), el hijo mayor, que tiene 23 años y ya no vive con ellos, vive en Macas con su mujer y sus dos hijos, se llama Cristian Arutám (el gran espíritu), los que sí viven con ellos son: Ximena Kúrinua (mujer de oro) de 21 años, Tania Wirisam (sapo amarillo) de 19, Jhomara Jusátin (animal que come mucho) de 17, Pascual Ayumpúm (dios del cielo) de 15, Manolo Chinki (pájaro) de 12, Marceti Karán (topo) de 10, Hengri Eté (avispa) de 7, Susana Nantar (piedra preciosa) de 5 y Eva Núse (maní) que es la hija de Ximena y tiene solo dos añitos.
Eva, Manolo, Susana, Vane, Marceti y Hengri.
Lo primero que hizo Rosana después de la presentación fue ofrecernos chicha de yuca masticada y fermentada. Metió una totuma (un cuenco hecho con el fruto de la planta Crescentia cujete) en una gran olla de chicha, luego limpió el borde con sus dedos y me lo ofreció. Respirando profundo me acerqué el cuenco húmedo a la boca y tomé un par de tragos del líquido ácido y espeso. Luego regresé la totuma a las manos de Rosana y les expliqué que no puedo tomar mucha chicha, a veces tengo gastritis y me hace bastante mal. Y es verdad, si bien la chicha no me resulta muy rica tampoco me parece desagradable, tomaría con gusto, pero la realidad es que no puedo beber más de medio vaso sin que me caiga mal. Si me excedo, cosa que a veces ocurre porque de sorbito en sorbito me cuesta calcular cuánto tomo, primero aparece la acidez, un par de horas después las náuseas y a veces hasta diarrea. Di las explicaciones pidiendo disculpas porque existe la idea popular de que se considera ofensivo no aceptar la chicha. Pero Pascual, sonriendo, me contestó que no me preocupara en lo más mínimo y que me entendía perfectamente y que incluso Rosana tampoco toma chicha porque, casualmente, también tiene gastritis.
Luego Rosana siguió ofreciendo a Vane, a Pascual y a todos los presentes incluida la pequeña Eva que tragó con ganas varias veces y devolvió la tutuma casi vacía y con una sonrisa empapada en chicha.
Al mediodía, en la semioscuridad de la choza, almorzamos palmitos cocinados en ayampaco, es decir, al vapor envuelto en hojas de bijao, con yuca y plátanos.
Por la tarde Pascual propuso ir todos juntos al río. Ahí nadamos y nos divertimos con los niños un buen rato.
Sobre el final de la jornada Rosana también entró en el agua, pero en un remanso donde la corriente se enlentecía entre troncos hundidos y plantas palustres. Fue con un manojo de raíces de timiu (creo que era Lonchocarpus urucu), o barbasco en castellano, y comenzó a machacarlos con una piedra sobre los troncos. El agua se puso lechosa y los peces fueron saliendo a flote, casi muertos, mientras los niños y yo los juntábamos en canastos.
Pascual usó uno de los peces como carnada y revoleó una línea para ver si pescábamos algo más durante la noche. El resto de los pescados, cocinados en ayampaco, fueron nuestra cena con yuca y plátano. Casi todos eran diferentes especies de loricáridos, unos tipos de peces raspadores de algas que en Argentina llamamos viejas de agua y que, a decir verdad, puede que sea el último pez que allá consideremos comestible. Estaban ricos.
Después de la cena, Pascual hijo y Manolo aparecieron vestidos con sus ropas tradicionales y con lanzas y comenzaron a bailar y cantar en la oscuridad de la choza apenas iluminada por el fuego. Nos estaban dando la bienvenida formal. La ceremonia terminó con Pascual hijo saltando hacia adelante y hacia atrás amagando clavar su lanza a centímetros de nuestros pechos al grito de “Jesté, Jestá”, que yo quise interpretar como “podría matarte pero no lo hago”. Eso nos dejó relajados como para irnos a dormir a nuestras hamacas.
Esa noche Pascual se despertó a las tres de la mañana para ir al río y revisar la pesca y encontró una raya en la línea (valga la redundancia). Cuando nos despertamos la raya de río ya estaba cocinada, fue nuestro desayuno.