Esta vez cruzamos a Bolivia legalmente, de La Quiaca a Villazón. Cruzar a Bolivia me pone feliz, siempre. No puedo explicar muy bien por qué. Es como sacarse las zapatillas y pisar la tierra. Como empezar un buen libro y preguntarme por qué no lo hice antes. Incluso Villazón, con todo su clima trash de pueblo de frontera sudamericano, me pone feliz. Lo único que tiene de malo son los hospedajes: de la peor relación calidad/precio en nuestro país hermano. Pero la solución más eficiente es tomar el primer bus que salga hacia el norte y, por 15 pesos bolivianos (2 dólares), viajar noventa kilómetros hasta Tupiza. Y entonces uno pasa de Villazón, que es como una hermosa muestra gratis de favela, a Tupiza, que es como una hermosa y tranquila muestra gratis de ciudad Boliviana, con esa atmósfera intermedia entre pueblo y ciudad.
Pero lo verdaderamente bueno de Tupiza es el paisaje que lo rodea: montañas rojizas y muy quebradas, salpicadas de cactus visionarios, el Trichocereus werdermannianus (sinónomo: Echinopsis werdermannianus), una variante de achuma o San Pedro muy poco conocida.
Un día fuimos caminando hasta el Cañón del Duende, a unos cinco o seis kilómetros al sur de la ciudad. Nos pareció un lugar extraplanetario. Se accede por una grieta en una gran pared (21°28’52″S; 65°43’54″O), como atravesando la muralla de una ciudad medieval.
Luego el cañón se va abriendo y cerrando entre paredes alucinógenas.
Otro día, con tres españoles que habíamos conocido en Humahuaca y reencontrado en Tupiza, fuimos a lo que le llaman simplemente El Cañon, por ser el más próximo a la ciudad, un par de kilómetros hacia el oeste. Logramos superar el cañon por sus nacientes, cruzar por detrás de las montañas (21°27’15″S; 65°45’21″O) y salir por otro cañón, el Cañón del Inca. No fue fácil.
Por supuesto cortamos algunos Trichocereus werdermannianus, esa extraña especie de cactus visionario que tal vez sea un híbrido entre Trichocereus terscheckii y Trichocereus taquimbalensis y del cual no he encontrado en Internet a nadie que relate una experiencia con esta variedad.
Y nosotros tampoco llegamos a probarlo porque, justo el día que íbamos a hacerlo, me dio diarrea, vómitos y náuseas durante veinticuatro horas. Si la diarrea, los vómitos y las náuseas se me hubieran atrasado un par de horas y llegábamos a tomar el té, no solo hubiera sido una catástrofe sensitiva y psicológica, sino que le habría atribuido la enfermedad a esa decisión de andar jugando al chamán con cactus poco conocidos.
Y como el té ya estaba hecho, se lo regalamos a un par de pibes del oeste que conocimos en el hostal. Ellos viajaron a Potosí y lo tomaron en el Ojo del Inca. Nos dijeron que estuvo muy bien. Nosotros nos llevamos algunos pedazos secos. Los haremos más adelante.