Ya hacía un año y medio que habíamos salido de Buenos Aires. Llegamos hasta Panamá y ahora estábamos volviendo.
Primero estuvimos unos días en Cartagena en un hotel barato, caluroso e infestado de mosquitos. Ahí fue que me contagié dengue. Fueron doce días de fiebres muy altas. Carmen y Gonzalo también se contagiaron. Vane no, tal vez sea inmune a la cepa local, en todo caso ella es inmune a muchas cosas.
Aedes en mi pierna.
Antes de que supiéramos que tres de nosotros teníamos dengue tomamos un bus afiebrado y seguimos viaje hasta Palomino. Ahí fue la peor parte de la enfermedad. Tuve nauseas, vi formas geométricas coloridas con los ojos cerrados, me invadieron sueños delirantes y hasta me sangraron las encías. Esto último tal vez fuera por las pastillas: como al principio no sabía que tenía dengue, estuve tomando ibuprofeno y eso no es bueno porque los antiinflamatorios no esteroideos perjudican las hemorragias espontaneas, hay que tomar paracetamol (que resulta más fácil de conseguir cuando te enterás de que allá no lo llaman paracetamol sino acetaminofén).
Como no viajamos con seguro médico tuve que aguantar las peores horas sumergido en mi hamaca. Me sentía aplastado por un camión.
En mis sueños locos era yo el que aplastaba los camiones.
Vane se salvó del dengue pero en Palomino se contagió la cariñosa Larva migrans, un gusano nematodo que una vez dentro del cuerpo comienza a migrar lentamente por debajo de la piel. Como los remedios para curar la migración larvaria cutánea son muy fuertes, ella no quiso tomarlos y entonces se llevó el gusano de paseo por varios países. Era solo aguantar una picazón más.
Cuenta como mascota.
En esos días Carmen y Gonzalo tuvieron que volver a España. También era el final de un largo viaje. Lo terminaban a pura fiebre pero contentos. Prometimos volver a vernos en algún lugar del mundo.
Agotados y felices.
Cuando la enfermedad parecía remitir (aunque aún seguía sintiéndome débil) nos trasladamos a la Guajira, ya muy cerca de Venezuela. Fuimos a Cabo de la Vela y, de alguna forma, parecía que no queríamos volver. De hecho ese era el punto más septentrional del viaje (16°23’39″S, 65°56’45″W).
La Guajira es un lugar lejano, notablemente particular y muy recomendable. Es Caribe, desierto, indígenas Wayuu, eso.
Mucho sol, mucha sal y ningún mosquito.
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Yo seguía muy débil.
Aunque no podía quejarme.
Y Vane me acompañaba.
Definitivamente no puedo quejarme.
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Después intentamos entrar a Venezuela pero, debido al caos fronterizo y a mi debilidad aún persistente, decidimos regresar hacia el sudoeste y continuar la vuelta por las montañas. Primero viajamos en bus a Medellín, luego seguimos a dedo hacia Ecuador y, en un par de días, ya estábamos en Ibarra en la nueva casa de nuestros amigos Tati y Javico de Caminando por el globo. Hacía tiempo que quería conocer Ibarra, o más precisamente La Esperanza, un pueblito a unos siete kilómetros al sur de la ciudad. O aún más precisamente, a doña Aida.
En Ecuador existe la creencia de que Bob Dylan estuvo comiendo hongos mágicos en La Esperanza, Imbabura, en los años ’70. Yo siempre pensé que era mito, pero entonces conocimos a Aida, la dueña del hostal donde se supone que la estrella de rock estuvo mirándose los parpados. Es una encantador abuelita de más de 80 años. Nos invitó a pasar a su casa y charlamos agradablemente durante un buen rato. A pesar de que la historia de Dylan tiene todos los números para considerarse un mito, al escucharla en boca de Aida, con su humildad, su sencillez y su encanto natural, yo, que soy un gran escéptico, he cambiado de idea: por lo pronto la historia ahora me suena al menos verosímil. Se puede escuchar la charla en este audio que es largo y tiene poco volumen pero es muy agradable:
Aida, Bob Dylan, Esperanza.
Aida, yo, un hippie, niños y una torta con un hongo.
Ya no hay muchos hongos en La Esperanza, ahora hay más pavimento y menos vacas.
Pero donde sí hay una gran cantidad de hongos mágicos en Ecuador es en Girón y ahí fuimos. Aunque esta vez no encontramos por ser temporada seca. De todos modos el pueblo, sus senderos y la cascada son psicodélicos por sí mismos.
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Y a falta de hongos encontramos frambuesas.
Rubus niveus.
Luego, nuestro paso por Perú fue rápido.
Y gris.
Y melancólico.
Lo más agradable fue disfrutar unos días en Huanchaco con nuestros amigos Maru y Juan de Una realidad aparte. Ellos se fabricaron su propio hogar rodante y van rumbo a Alaska. Ahora acaban de lograr el cruce del Darién y andan por Panamá.
Por Desaguadero fue que cruzamos a nuestra querida (y ahora muy convulsionada) Bolivia.
Trichocereus cuzcoensis.
Erythroxylum coca.
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Estuvimos unos días en La Paz alojándonos en el barato y muy recomendable Hostal Canoa.
Y otra cosa recomendable en La Paz es la feria de ropa de segunda mano de El Alto. Se arma los jueves y se accede por el teleférico. Aunque, en estos días violentos, calculo que debe estar suspendida.
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Luego bajamos del Altiplano hasta la selva de montaña de Villa Tunari en el Chapare cocalero, en el borde de la cuenca amazónica. Ya hemos ido varias veces por ahí. No es muy conocido por el turismo internacional y tiene lugares excelentes, que no son fáciles de encontrar, van apareciendo después de mucho caminar.
Pasando la tranca de Padre Sama, después de la cascada.
Buscando lugares.
Encontrando lugares.
Pozas escondidas cerca de El Puente, para el lado de Agrigento B.
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También hay hongos mágicos en la zona.
No pregunten dónde, busquen.
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Y hongos culinarios.
Suillus sp.
Y una infinidad de escondidas plantaciones de coca.
Erythroxylum coca.
Y monos araña salvajes pero muy acostumbrados a la gente, que aparecen si uno espera con paciencia en el Parque Machía.
Ateles chamek.
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Y otros animales no tan fotogénicos.
Didelphis marsupialis.
En esta farmacia encontramos una crema tópica para la Larva migrans.
Y muchísimos bichos.
Te araño hasta Alaska.
Y una vez más penetramos en las profundidades del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) a puro autos compartidos, camión Unimog y senderos selváticos que ya se nos han hecho familiares.
Donde se encuentran algunas de las más alejadas comunidades moxeñas y yuracaré.
El Carmen.
Luego volvimos a Villa Tunari.
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Y seguimos hacia Santa Cruz y aún más hacia el este en el histórico «tren de la muerte» que cruza a Brasil.
Toda la vuelta.
Paramos a mitad de camino, en Aguas Calientes, donde estuvimos unos días acampando junto a un río de aguas termales.
En Corumbá, Brasil, resolvimos un problema que teníamos con los pasaportes por haber pasado por fronteras lejanas y aisladas. Luego volvimos casi sin parar hasta Buenos Aires.
Carmen y Gonzalo están totalmente convencidos, vienen con nosotros. Vamos en busca de las comunidades originarias Guna en la zona continental.
Siempre pensé que La Miel era el final de los caminos desde Sudamérica hacia el norte. Ahora sé que los senderos siguen entre las montañas selváticas y la costa del Caribe por zonas controladas en parte por los militares, en parte por los originarios guna y en parte por los grupos armados.
No hay carreteras entre Sudamérica y Centroamérica, la zona se conoce como Tapón del Darién. Muy poca gente cruza a pie por la selva y todos lo hacen de forma ilegal. Son inmigrantes engañados por organizaciones internacionales turbias. El recorrido completo se hace en unos seis días y algunos de ellos mueren en el camino, supuestamente asesinados por narcos.
Para cruzar de forma legal a Panamá se puede sellar la salida del pasaporte en Capurganá (Colombia) y la entrada en Puerto Obaldía (Panamá). Hay un sendero poco conocido que lleva de un pueblo al otro, pero es un sendero largo, montañoso y además está prohibido por los militares panameños, los cuales argumentan restricciones debido al control del tráfico de personas y cocaína.
Frontera Colombia Panamá.
Tampoco es tan fácil tener buena información del terreno, de hecho en Google Maps toda la zona se muestra con poca definición, probablemente para no facilitar información a los grupos armados. Incluso se puede notar que las instalaciones y viviendas de Puerto Obaldía se encuentran intencionalmente censuradas en las fotos aéreas.
Puerto Obaldía camuflado.
La única forma legal es ir en lancha rodeando el Cabo Tiburón. Eso hicimos, nos costó 8 dólares a cada uno. Al llegar a Puerto Obaldía tuvimos que meter los pies en el agua porque ahí no hay muelle para pasajeros. Luego nos recibió un fuerte control militar en donde nos revisaron las mochilas y un fuerte control de migración dentro de una calurosa casilla de madera.
–¿Tienen 500 dólares para mostrar? –preguntó el empleado sudando y sin levantar la vista de sus papeles. –Sí –respondimos con confianza porque ya sabíamos que eso era un requisito. –¿500 cada uno? –preguntó esta vez levantando la vista y mirándonos a los ojos. –Sí… casi… tal vez un poco menos –dije mintiendo y mostrando un fajo de billetes de variados valores que apenas superaban los 500 dólares en total.
Salimos de la calurosa casilla sudando en exceso pero con los pasaportes sellados y, para nuestra sorpresa, en el pueblo ya estaba esperándonos un originario Guna de la comunidad Armila. No pensábamos tener un guía, simplemente íbamos con la idea de preguntar por el sendero hacia Armila y presentarnos directamente en la aldea. De hecho era lo único que sabíamos, que había un camino que llevaba a esa comunidad, nos lo había dicho Alberto, el chileno dueño del camping en Sapzurro. Nos había comentado que se podía llegar caminando y eso fue lo que nos animó a ir. Nos contó que él a veces les mandaba turistas muy especializados que asistían a ver las puestas de enormes tortugas marinas en los meses de junio, julio y agosto. Ahora, aparentemente, Alberto había logrado comunicarse con alguien de la comunidad y por eso nos mandaban un baquiano.
Fue un poco más de hora y media entre la selva, subiendo y bajando la montaña.
Las tortugas llegan más rápido.
Armila se encuentra en el inicio de una playa de unos trece kilómetros de largo, que es donde vienen a desovar las tortugas.
En la vista aérea parece más fácil.
La aldea está formada por unas treinta o cuarenta casas, en su gran mayoría construidas con paredes de caña brava y techos de hojas de palmera.
Lo más conocido de los Guna (antes llamados Kuna) es la vestimenta de las mujeres, especialmente las molas, que son tejidos hechos con la técnica de apliqué invertido. Lo hacen encimando, cosiendo y recortando telas, que resultan en llamativos dibujos de animales o figuras geométricas notablemente psicodélicas. Las molas tienen su origen en los dibujos que solían pintarse las mujeres en sus cuerpos. Ahora el tejido se cose a la parte delantera y trasera de blusas floreadas. Abajo visten una falda negra con vivos amarillos, naranjas o verdes. En la cabeza llevan un pañuelo rojo con líneas amarillas o blancas. En los brazos y piernas, increíbles mangas hechas con mostacillas atadas que recubren las extremidades formando figuras geométricas donde predominan los colores naranja y amarillo. Y, finalmente, en la cara a veces se pintan una línea negra a lo largo de la nariz con un aro de oro atravesando el tabique.
Se puede ver bien las vestimentas en estas fotos que sacó Carmen, la fotógrafa profesional del grupo:
Tejiendo mola.
Bebé apreciando mola.
La cruz esvástica se encuentra en el centro de la bandera Guna y representa al origen del Universo.
Nos quedamos dos noches en Armila, nos alojamos en unas cabañas que habían construido para los que vienen a hacer avistamiento de tortugas.
Para no gastarnos las provisiones, arreglamos un precio con nuestro guía y comimos siempre con su familia.
Una de las noches salimos a ver si veíamos alguna tortuga desovando pero no tuvimos suerte, ya estamos fuera de temporada, solo vimos el nido y los rastros de una puesta que había terminado hacía unas horas.
El segundo día se festejaba el día del niño. Durante esa jornada la comunidad estuvo a cargo de los chicos, quienes básicamente se dedicaron a correr entre las casas multando a los vecinos que tuvieran sus mascotas sueltas y a robar gallinas para enriquecer el gallinero de la escuela. Aparentemente esa es la idea que tienen los más pequeños sobre ejercer la autoridad local.
Mascotas sueltas.
Por la noche hubo baile de niños, ambientado por un parlante a batería que emitía principalmente reggaetón.
En esos días nos enteramos de que el sendero continúa bordeando la costa y conduce a dos comunidades más: Anachucuna y Carreto. Entonces decidimos seguir hacia adelante. Nos avisaron que en esas aldeas son mucho más tradicionales, los sailas (los jefes de las comunidades) son más estrictos con las reglas. Nos avisaron que poca gente las conoce y que ahí nunca van turistas pero que seguramente seríamos bienvenidos.
Se suponía que la distancia entre Armila y Anachucuna se hacía en cuatro horas a paso firme pero nosotros fuimos cargados como de costumbre y a ritmo tranquilo. Tardamos todo el día.
Hay 15 kilómetros entre Armila y Anachucuna.
Nos habían dicho que el único paso un poco complicado sería el río Pito, más o menos a mitad de camino. Al llegar al río y antes de cruzarlo, decidimos parar para cocinarnos unas pastas y descansar un rato.
El río estaba bastante profundo, tuvimos que cruzarlo con las mochilas sobre la cabeza.
Al terminar la extensa bahía de trece kilómetros de largo entramos a una península selvática y luego salimos a otra playa más pequeña, de unos dos kilómetros de largo más o menos.
Llegamos a Anachucuna con el sol bajo.
Fuimos recibidos, como de costumbre, primero por la mirada curiosa y atónita de los niños, luego la mirada atenta y esquiva de las mujeres y finalmente la mirada interesada y precavida de los hombres.
Cuando ya casi estábamos en el centro de la comunidad uno de los hombres se nos acercó a paso apurado, nos saludó y, no con poco esfuerzo, nos dio a entender que debíamos dirigirnos a la casa del pueblo y que él iría a llamar al saila para que hablara con nosotros.
La casa del pueblo era una gran choza de caña y paja con un interior casi vacío, solo ocupado por las columnas, una mesa y algunos jarrones de cerámica sobre el piso de tierra.
Unos minutos después, mientras evaluábamos posibilidades para acampar, llegó el saila con una mujer que hacía de traductora. El saila era anciano, arrugado y de expresiones serias. La mujer parecía joven y simpática. Primero nos presentamos, contamos lo que estábamos haciendo. Después de que la mujer nos tradujera, el saila habló un largo rato en su idioma. La mujer tradujo que estaban esperando un grupo de médicos pero que creían que no éramos nosotros. Entonces nos preguntó si éramos inmigrantes ilegales. Le contestamos que no. Pasadas unas cuantas explicaciones más, finalmente nos dijeron que éramos bienvenidos y que podíamos acampar ahí mismo, pero nos aclararon que estaba prohibido sacar fotos: era una regla de la comunidad. Poco después nos enteraríamos por otros comunarios de que lo que no podíamos era sacar fotos de cerca a la gente, salvo en el ámbito privado y pidiendo permiso, lo cual me resultó una regla no solo entendible sino también agradable.
Junto a la casa del pueblo está el congreso, que es una choza similar pero con hamacas y bancos de madera en el interior. Por la noche hubo reunión, una especie de misa con las mujeres sentadas en los bancos y los hombres acostados en las hamacas. Desde la hamaca principal el saila estuvo largo rato entonando canciones. Nosotros veíamos y escuchábamos desde nuestra choza, a través de las paredes de caña.
En el par de días que estuvimos en Anachucuna hicimos buenas amistades con uno de los maestros de la comunidad y su hijo Joseph de 11 años. El chico era notablemente inteligente y se interesaba en nosotros. Estuvimos un rato ayudándolo a él y a otros compañeros con la tarea de inglés de la escuela. Me sorprende agradablemente que estos niños de la selva aprendan tres idiomas.
La casa del profesor estaba ampliada con materiales reciclados.
Después el maestro y su mujer nos invitaron a cenar pollo de campo con arroz y plátano frito.
El resto del tiempo fue meternos en el mar, bañarnos en el río y pasear por la aldea. Algo inevitable en las comunidades es jugar con los niños, nos ocurre siempre. Además Gonzalo cargaba un guitalele, una pequeña guitarra, y eso era un gran atractor. En las comunidades siempre sentimos un equilibro dinámico entre la curiosidad y la sospecha y a veces pienso que un instrumento musical es la mejor carta de presentación. A pesar de que una funda de guitarra puede ser un buen escondite para una ametralladora, la gente rara vez sospecha de alguien que se pasea con un instrumento.
En estos días fuimos aprendiendo frases en dulegaya, el idioma guna. Aprendimos a decir ¿igi be nuga? (¿cómo te llamas?), ¿igi birga be nica? (¿cuántos años tienes?), dii (agua), be an ai (tú eres mi amigo), dog nued (gracias) y ¡tatái! (¡adiós!), esto último era lo que nos gritaban la mayoría de los niños que nos cruzábamos por la aldea.
¡Tatái! –dicen las paredes de caña.
En algún momento, entre choza y choza, un hombre nos extendió la mano y nos dijo que había uno de nosotros en su casa.
–¿Cómo uno de nosotros? –Venga, venga…
Acompañamos al hombre hasta una galería en la parte de atrás de su choza donde nos presentó a un tipo flaco, alto, pálido y barbudo; vestía camiseta de fútbol, bermudas y zapatillas de lona. El tipo, con verborragia exuberante, nos contó que era venezolano, que había venido caminando desde Capurganá y que el primer sendero a Puerto Obaldía le había costado mucho, durmió en la selva. Nos explicó que tenía pasaporte de Suecia pero que no lo había sellado en ninguna frontera. Se dirigía al consulado sueco en Panamá City. Charlamos un largo rato y le deseamos suerte.
Cuando decidimos seguir viaje hacia Carreto fue el propio Joseph quien nos marcó el camino acompañándonos en el primer tramo.
El maestro nos avisó que en Carreto eran más estrictos; por ejemplo, las mujeres estaban obligadas a usar la ropa tradicional todo el tiempo que no estuvieran dentro de sus casas. Le preguntamos si podría ser un problema la vestimenta de Vane y Carmen. Nos contestó que no, pero que nos aconsejaba prescindir de las bikinis. Yo prometí no usar bikini.
El camino a Carreto también lo hicimos a nuestro ritmo.
Parando a descansar.
Parando a pescar.
Por zonas pantanosas.
Por zonas arenosas.
Por zonas boscosas.
Por zonas acuosas.
Por zonas contaminadas: según su relación con las corrientes marinas, algunas solitarias y paradisíacas playas del Caribe se llenan de plástico.
Esta vez fue más fácil presentarnos porque llevábamos la recomendación del maestro de Anachucuna. No tuvimos que hablar con el saila, solo con nuestro contacto. Y una vez más nos ofrecieron instalarnos en la casa del pueblo.
En Carreto hicimos amistad con el maestro Alcides y hasta planificamos dar una clase juntos, pero no ocurrió porque nos desentendimos con los horarios.
Y con el lugar.
Carreto está sobre una zona relativamente fértil en las que se plantan frutales y pudimos comprar ananás y mangos a los vecinos. Las frutas fueron un buen complemento para nuestros víveres en los que abundan las pastas y el arroz.
También juntamos algunos cocos, pero esto tuvimos que hacerlo con prudencia y sin exceso ya que todas las palmeras de la comarca Guna Yala tienen dueño. Los cocos son algo parecido a una moneda de cambio para los guna. Los productos comerciales básicos de las comunidades llegan de Colombia en pequeños y rústicos barcos de madera y son intercambiadas principalmente por cocos. Dentro de las comunidades, como moneda local, el precio actual de los cocos es de 25 centavos de dólar cada uno.
No son fáciles de guardar en la billetera.
Otra cosa que debíamos hacer discretamente era tocar el guitalele. Nos avisaron que, hacía unos días, una adolescente de la comunidad había intentado abortar con métodos caseros y ahora estaba muy grave de salud. Como estaban en una situación parecida a un luto el saila había prohibido la música en toda la aldea hasta que la niña se recuperase.
A partir de Carreto ya no hay caminos para continuar, salvo uno que trepa por las montañas y es el que hacen los inmigrantes ilegales para llegar, después de un par de días de caminata, a las carreteras que unen con el resto de Centroamérica. Pero en un momento supimos que los maestros irían en canoa a motor hasta la isla de Caledonia, que está a unos veinte kilómetros y es la siguiente comunidad, la primera isla habitada accediendo desde el sur. Les pedimos que nos llevaran y nos ofrecimos a pagar el combustible. Sin duda estábamos avanzando más de lo planeado.
Armamos las mochilas, subimos tambaleantes a la canoa y viajamos durante una hora y media hasta Caledonia.
Caledonia, por ser una isla de origen coralino, es totalmente plana y apenas se eleva por encima del nivel del agua; mide más o menos unos 400 metros de longitud por unos 200 metros en la parte más ancha y está casi totalmente cubierta de chozas. La escuela y dos o tres construcciones más son de material y el resto lo constituyen más de quinientas chozas de caña y paja de variados tamaños.
Una vez más nos reunimos con el saila, una vez más acampamos en la casa del pueblo y una vez más hicimos amistades con uno de los maestros de la comunidad, el profesor Asterio Ramírez.
A las cuatro de la madrugada, en plena oscuridad, las mujeres comenzaban a cocinar con leña el desayuno de los niños de la escuela en nuestra ahumada habitación.
Caledonia, si bien es una isla, está paradójicamente menos aislada que las aldeas anteriores ya que se encuentra en la línea de navegación de algunos veleros que cruzan de un continente al otro y por eso están más acostumbrados a los turistas. Incluso hay un pequeño y austero hospedaje de madera en el que se paga 10 dólares la noche y en dos o tres casas se hacen comidas a tres dólares el plato e incluyen pescado, centolla y langosta, que son las carnes más fáciles de conseguir en la zona.
Mil imágenes valen más que una palabra.
Pasamos tres agradables días en Caledonia en los que comimos centolla (escaseaban circunstancialmente las langostas), alquilamos una canoa para remar entre las islas cercanas, hicimos snorkel y, por fin, esta vez sí dimos una pequeña clase con el profesor.
En dos ocasiones alquilamos una canoa, dos jornadas notablemente agradables. La idea era alejarnos un poco y salir a pasear y hacer snorkel por las islas deshabitadas. Bucear cerca de Caledonia no es muy recomendable ya que los baños de todas las casas de la isla se encuentran construidos en pilotes sobre el agua, la caca cae directamente al mar cristalino y eso genera paisajes subacuáticos poco agradables.
La primera media hora de navegación no hicimos mucho más que girar en círculos como si nos llevara un torbellino (no es nada fácil remar dentro de un tronco ahuecado) tratando de alejarnos lo más rápido posible de la isla para evitar las risas de los locales.
Comediantes trabajando.
Luego, con esfuerzo, fuimos aprendiendo un poco a remar y logramos avanzar mejor, aunque en forma algo serpenteante.
Y en algún momento, como quien aprende a andar en bicicleta por primera vez, finalmente pareció que comenzábamos a remar en línea recta, razonablemente recta.
Y entonces, lejos de los interiores humanos liberados, a bucear.
La transparencia del agua era un lujo, un lujo de isla del Caribe.
Damisela Stegastes planifrons.
Pez ardilla (Holocentrus adscensionis).
Gusano plumero gigante (Sabellastarte magnifica).
Carmen y Vane cogiendo conchas.
Pez cirujano azul del Caribe (Acanthurus coeruleus) joven.
Erizo de espinas largas (Diadema antillarum).
Uno de esos días llegó el venezolano. Había caminado desde Anachucuna a Carreto y luego había seguido por la costa. Como el sendero se acababa tuvo que continuar caminando sobre los corales. Eso hizo que se le destruyeran las zapatillas y se cortara los pies. Durmió en la selva, bajo la lluvia fría. Al día siguiente, al pasar por delante de Caledonia, decidió tirarse a nadar. Ahora está con los pies infectados e hinchados. Sus pertenencias son una camiseta, una bermuda y un pasaporte mojado. Se está alojando con una familia a la cual le prometió trabajar unos días para ellos (cuando se le curen los pies) a cambio de comida.
Un niño tocando el sicu, una niña con maraca y el venezolano al fondo.
Con el profesor Ramírez charlamos bastante, particularmente aprendimos un poco más del dulegaya. Por ejemplo, nos enteramos de que «¡Tatái!» no era en idioma guna, sino que eso es lo que le gritan los niños a los extranjeros intentando decir Bye, bye!
También nos explicó que Caledonia en dulegaya se dice Coedub o Goedub o Coetupu, que significa isla venado, pero que en realidad no es esta la isla original. Coetupu era la que habitaban antes: la que estábamos pisando ahora era Gannirdub. Se mudaron ahí hace muchos años porque un espíritu malvado se instaló en Coetupu.
Finalmente acordamos que lo mejor para la clase conjunta sería una clase de inglés que finalizara con una canción en tres idiomas: dulegaya, español e inglés. La música la compondría Gonzalo en su guitalele y la letra un poco entre todos.
Una parte de la canción.
Fue un éxito.
El cuarto día decidimos que era tiempo de volver, principalmente porque se nos estaba acabando el dinero. La idea original era regresar caminando por donde vinimos, pero el cálculo de gastos y esfuerzo nos llevó a decidir contratar una lancha que nos llevara directamente hasta Capurganá pasando por Puerto Obaldía para sellar los pasaportes.
Poco tiempo en Centroamérica.
Ese giro de 180 grados en Caledonia marcó el inicio de nuestro regreso. Ahora vamos relativamente rápido hacia Buenos Aires. Hace un año y medio que no visitamos a la familia y las raíces empiezan a tirar. De hecho mi primer sobrino ya nació y aún no lo conozco.
Ahora estamos atravesando toda Colombia para llegar a las remotas comunidades originarias de la comarca Guna Yala en el Caribe panameño.
El avión a hélice que nos rescató de la triple frontera nos dejó en Villavicencio. Ahí ya hay carreteras.
Luego fuimos en bus hasta Bogotá, donde Vane ganó unos pesos actuando en un par de shows de stand up.
Después otras actuaciones en Medellín, la ciudad de la eterna primavera.
Con mi prima Vera.
En Medellín descubrimos un hostal muy conveniente, el Casa RAM, que es de los más baratos y está en un entorno selvático de la quebrada de un arroyo.
Practicando humor en piscina.
Y caminamos por las montañas.
Y flotamos en las montañas.
En Girardota, a veinte kilómetros al norte de Medellín, encontramos setas del hongo visionario Psilocybe cubensis.
Y nos enteramos de varias cosas.
Nos las contó un pajarito.
Luego otro bus hasta Necoclí donde subimos a una lancha de pasajeros para navegar unos setenta kilómetros por el mar Caribe hasta llegar a la remota y paradisíaca aldea de Capurganá.
Ahí palmamos un tiempo.
Luego de un par de días en ese pueblo sin vehículos y de aguas cristalinas y peces de colores, caminamos hora y media por la selva, subiendo y bajando la montaña, hasta llegar al aún más aislado Sapzurro, la última aldea del caribe colombiano, nuestra preferida.
El Pterois volitans es originario del Indo-Pacífico y fue introducido accidentalmente en la costa de Florida, Estados Unidos, en la década del ’80.
Pterois volitans
De a poco fue colonizando todas las costas del Caribe y se lo encuentra en Colombia desde el año 2009.
Es un gran problema en el Caribe porque es predador de muchas especies de peces que viven entre los corales y, además de estar protegido por sus espinas venenosas, los posibles predadores del pez león en el caribe aún no lo reconocen como presa.
Pterois volitans
Es de hábitos solitarios pero estábamos en época de reproducción y pudimos verlos en parejas.
Pez león y pez leona.
También hicimos un alucinante snorkel nocturno con el método profesional de meter nuestra linterna en una bolsa de plástico.
Holocentrus dormido.
De tanto comer verduras y legumbres y dormir en carpa, hemos aprendido a aguantar la respiración por mucho tiempo, cosa que se puede apreciar en este video resumen que hizo Vane:
Y también snorkel sobreacuático.
Dendrobates Auratus venenosa.
Y algunos días hicimos acuarios efímeros.
Que cosecharon buenas críticas entre los gatos del barrio.
A espaldas de Sapzurro hay un sendero que sube y baja la montaña y en menos de media hora se llega a La Miel, un pequeño pueblo que ya pertenece a Panamá.
La Miel, la dulzura.
La Miel se encuentra en una bahía turquesa de arenas blancas y es un poco el final de los caminos, ya que está más conectada con Colombia que con el resto de Panamá, muy lejos de las carreteras centroamericanas.
La Miel, Panamá
Es un lugar con buenos atardeceres.
Y con ron sin impuestos.
Un relajo.
Pero el lado oscuro de la región es el tráfico de personas. La falta de rutas en el Tapón del Darién entre Colombia y Panamá no es casual, es una zona que se conserva (por presión internacional) para generar un cuello de botella y dificultar el paso de migrantes y el tráfico de cocaína.
Los migrantes hoy en día son principalmente grupos reclutados en África, India o Pakistán. No es gente desesperada escapando de guerras y miserias sino más bien personas de clase media que desean llegar a los Estados Unidos hipnotizadas por el «sueño americano», personas que pagan una gran cantidad de dinero a redes internacionales de tráfico que luego los pasean por todo el continente ocultándolos de la ley y cambiándoles permanentemente los pasaportes. Suelen llegar de sus países en barcos a Perú, Ecuador o Venezuela y luego los «chilingueros» (que es como llaman acá a los traficantes de personas) comienzan a acarrearlos lentamente hacia el norte.
Inmigrantes africanos.
El hecho es que el Tapón del Darién es uno de los pasos más complicados, una barrera donde suelen morir muchos inmigrantes, a veces abandonados en el mar y otras veces asesinados en los senderos de la selva Panameña, ya que estamos en una zona de tráfico de cocaína por «hormigueo» controlada por los narcoparamilitares del Clan Úsuga comandados por alias Otoniel, para quien Estados unidos ofrece una recompensa de 5 millones de dólares y el gobierno de Colombia otros 3.000 millones de pesos por su captura.
Es común ver a los inmigrantes en Sapzurro y en La Miel porque los militares panameños suelen encontrarlos caminando por la selva (todo el trayecto es de seis o siete días a pie) donde los capturan y los devuelven primero a La Miel y luego a Colombia. Y así van rebotando hasta lograr pasar o morir.
Inmigrantes indios capturados.
Se los reconoce porque suelen ir en grupo, calzados con botas de goma y, en general, sonrientes por tener ya la mitad del camino hecho.
¿Quién quiere ser millonario?
Durante nuestra estadía en Sapzurro murió ahogado en la playa de Cabo Tiburón un hombre de un grupo de la India mientras escapaban de la policía.
En estos días nos hemos enterado de que sí se puede seguir un poco más por tierra hacia Panamá. Se puede ir en lancha hasta Puerto Obaldía y de ahí sale un sendero por la selva y por la costa que conecta con tres comunidades de la etnia kuna, tres aldeas especialmente aisladas y que conservan de forma muy estricta sus costumbres tradicionales. Calculamos que deben ser dos o tres jornadas de caminata.
También en estos días nos hemos hecho amigos de Gonzalo y Carmen, una pareja de españoles que nos cae muy bien, y estamos intentando convencerlos para que nos acompañen a caminar por estas zonas de narcoparamilitares para ir a ver si somos bienvenidos por los esquivos indígenas kuna.
Entramos a Venezuela por una frontera sin aduana, un lugar especial, muy lejano. Vanesa, el canoero y yo subimos a la canoa de un lado del río y nos bajamos del otro, en San Carlos, el único pueblo en todo el sudoeste del selvático Amazonas, el segundo estado más grande del país. Nos rodean miles de kilómetros cuadrados de selva sin carretera. Acá solamente se llega en aeronaves militares o por agua con muchos días de travesía y con dificultad. El pueblo tiene más o menos diez calles por diez calles, en su mayoría asfaltadas aunque ahora no haya ningún auto. Los yuyos crecen entre las grietas del pavimento. San Carlos supo tener sus buenos momentos (el último fue en la década pasada, en la primera etapa del chavismo, donde hubo notable inversión social) pero hora el pueblo se encuentra detenido como en una interminable siesta de domingo. Hace ocho años que no hay electricidad acá, pero el tendido eléctrico sigue ahí, robustamente construido y aguantando las lluvias amazónicas. No hay ni un solo comercio y tampoco se escucha mucho más ruido que el de las chicharras en los árboles.
San Carlos de Río Negro.
En un permanente estado de distribución escasa, los
únicos que cuentan con combustible son los de la Armada. El pequeño hospital de
la región hace lo que puede con mínimos suministros y sin luz. Cada tanto los
militares prestan un poco de gasoil al nosocomio para encender los generadores
de electricidad y así poder realizar una ecografía o radiografía o simplemente
encender alguna luz.
Agricultura inversa.
En el correr de estos días hemos cruzado el río Negro entre Colombia y Venezuela (entre San Felipe y San Carlos) varias veces. Estamos averiguando cómo seguir. Nuestra intención es continuar viaje hacia el noreste, hacia el brazo Casiquiare y hacia el río Orinoco por territorio venezolano rumbo a La Esmeralda y luego hacia el noreste, hacia Atabapo y Puerto Ayacucho, aunque cada vez lo vemos más complicado. La cosa es que ya casi nadie va por ahí por la falta de gasolina. En Venezuela el combustible es prácticamente gratis, pero acá simplemente no hay. Vane opina que gratis es un precio justo para algo que no hay.
Entrando a Venezuela.
Una de las opciones que tenemos es esperar el barco de la provisión de gas que se abastece en Puerto Ayacucho y que en teoría tendría que llegar pronto pero que en realidad hace alrededor de un año que no pasa. Otra opción es ir con el barco de Norberto, el mismo con el que habíamos estado en tratativas para que nos traiga hasta acá desde São Gabriel y que parecía que nunca iba a salir pero ahora nos alcanzó en San Felipe. Parece que a Norberto le encargaron llevar bidones de combustible a un barco que se quedó varado hace unos seis meses en el brazo Casiquiare no muy lejos del Orinoco, camino a La Esmeralda. Cuando pregunté cómo sabían que ya no habían muerto de hambre ya que hace seis meses que están varados allá, me contestaron que no, que están bien porque allá hay mucho pescado. Nos gusta esta opción pero existen dos problemas, uno es que no sabemos cuándo se hará el viaje si es que se hace en algún momento ya que por alguna razón no se hizo en estos últimos seis meses, el otro problema es que nos enteramos de que pasaríamos por un lugar (que prefiero no especificar la posición exacta) donde hay un campamento de la guerrilla, ex integrantes de las FARC que no entregaron las armas y se pasaron a Venezuela (no me queda claro si la situación del barco varado tiene algo que ver con la guerrilla o no) y, aunque la gente local nos dice que no hay problema con ellos, que no se meten con nadie que no sean sus enemigos, me preocupa el hecho de aventurarnos por tierras sin ley. Somos extranjeros, estamos sin armas y pasaríamos por zonas de mucha escasez. Nos dicen que en toda esa región hoy en día hay pobreza desesperante y nosotros iríamos provocadoramente cargados de víveres, porque así es la única forma, en el Casiquiare no hay donde comprar nada, las tribus solo se manejan con intercambio. Por otro lado, esa es una de las zonas de mayor incidencia de malaria en el mundo. Casi todos los que visitan el alto Orinoco vuelven con paludismo y hoy en día en Venezuela no hay mucha disponibilidad de medicamentos para tratar la malaria. Nosotros venimos tomando doxiciclina como profilaxis pero no es cien por ciento segura y además, como los tiempos se están alargando considerablemente más de lo que habíamos previsto, se nos están acabando las pastillas.
Bongo de Norberto.
A pesar de que no hay ningún lugar para comprar en el Casiquiare, el dinero también es un problema ya que lo vamos a necesitar más adelante. La plata que nos queda para el resto del viaje la tenemos en pesos colombianos y reales y no entendemos bien qué deberíamos hacer. No sabemos si alguien puede cambiarnos a bolívares ni a qué precio y tampoco estimamos cuanto perderíamos por la devaluación que corre día a día. La única vez que vi bolívares en San Carlos fue cuando un chico estaba empaquetando una pila de unos 15 centímetros de alto. Me explicó que tal vez a mí me parecía mucho pero que en realidad solo era el equivalente a lo que cuesta un kilo y medio de pollo. Si cambiamos nuestro dinero a bolívares, necesitaríamos una mochila para llevarlos. Vane propone que compremos oro. Yo no sé qué pensar.
Deme un kilo y medio de pollo, por favor.
Otra opción es continuar hacia el norte por el Río Negro (que a partir de la desembocadura del Casiquiare se llama Guainía) entre Colombia y Venezuela hasta Maroa, donde nos juran que hay un tractor que puede llevarnos treinta kilómetros hacia el noreste por la selva venezolana (no sería la primera vez que hagamos un largo viaje en tractor por la selva) rumbo a Yavita, una comunidad que ya se encuentra en un afluente de río Atabapo que es, a su vez, afluente del Orinoco. Ahí tendríamos que conseguir una embarcación hasta San Fernando de Atabapo y luego otra a Samariapo ya cerca de Puerto Ayacucho, la capital del estado. Ahí ya hay carretera, la Troncal 12 que recorre apenas unos 120 kilómetros hasta salir de Amazonas y es prácticamente la única de todo el estado. Nos dicen que esta opción es más factible que ir por el abandonado brazo Casiquiare. Pero justamente el problema es que nuestro objetivo principal era conocer el Casiquiare y a los originarios yanomamis. No lo descartamos pero nos daría pena irnos habiendo llegado tan cerca. Además tampoco es muy seguro. A mitad de camino de la subida por el Guainía se encuentra otro campamento de la guerrilla del lado Venezolano. En este dato confiamos plenamente ya que nos lo dio el propio capitán del corregimiento de San Felipe, la máxima autoridad militar en el pueblo Colombiano. Él coincide con la idea generalizada de que la guerrilla no suele meterse mucho con los civiles que transitan, pero opina que de todos modos nosotros no estaríamos seguros, que siendo extranjeros podrían pensar que estamos yendo para mirar y localizarlos.
El capitán viene seguido a visitarnos. Al principio pensé que era porque, evidentemente, tienen que estar bien al tanto de lo que hacen dos extranjeros raros en la zona, pero después me dio la sensación de que simplemente le caemos bien. Desde que el barco del Bamba regresó a Brasil estamos acampando en la plaza del pueblo, bajo una glorieta con techo de paja. Armamos la carpa en el medio y colgamos las dos hamacas entre postes. No es la única glorieta en la plaza, hay dos más que suelen ser utilizadas por familias indígenas para pasar un par de noches cuando vienen a intercambiar sus productos. El capitán suele visitarnos con sus dos escoltas con armas largas, dos pibes uniformados que al principio de la conversación se mantienen firmes a un par de metros de distancia, luego se van relajando lentamente como quien espera en una esquina, mientras nosotros la pasamos bien charlando con el capitán.
Paja cuando llueve.
El capitán nos cuenta que decidió entrar en la escuela militar por la guerrilla, qué su familia es de una zona conflictiva y sufrió especialmente la inseguridad en la región y que entonces tomó la determinación de combatirlos. Nos explica que en realidad no cree que por la fuerza se pueda llegar a la resolución total del conflicto, en cambio siente que su misión es simplemente mantener a la guerrilla bien alejada de su ciudad, lo más posible. Nos sorprende escuchar qué, en su opinión, el problema insalvable es la cocaína ilegal. Dice que la guerrilla se nutre del narcotráfico y que es la única razón por la que continúa y continuará existiendo. De todos modos él se siente bien, realizado, manteniendo el conflicto eterno bien lejos, a una buena distancia de sus seres queridos.
Derechos torcidos.
El capitán también nos dice que una vez por mes llega
un avión militar desde Bogotá con las provisiones y los soldados de recambio y
que, si hay lugar, puede pedir que nos lleven. Nos explica que nunca se saben
bien las fechas (tal vez por seguridad hayan decidido no comunicar los días
exactos a los civiles) pero que tiene que estar por llegar.
Televisión abierta pero cerrada.
Otra opción es un avión militar venezolano con fechas
totalmente impredecibles y que nos dijeron que no cobran pasaje pero que hay que
llevarles una colaboración a los pilotos, específicamente un paquete grande de
salchichas parrilleras que se puede comprar por 50.000 cops en San Felipe, ese
es el precio. Esta opción es muy impredecible y además tiene el problema de que
nos dicen que en teoría no se puede usar moneda extranjera en Venezuela y podrían
quitarnos todo el dinero en el avión. Cosa que me resulta un poco extraña
porque no entiendo qué pretenden que hagamos con nuestra plata. Tal vez con los
extranjeros sea diferente, pero de todos modos nos deja muchas dudas.
Y por último también hay un avión comercial, un Douglas
DC-3 de la segunda guerra mundial que sigue funcionando, un avión a hélice que
llega dentro de unos días a San Felipe y puede llevarnos hasta Puerto Inírida
en Colombia para luego intentar seguir por río, ya para el lado colombiano sin
pasar por Venezuela.
Energía potencial.
Pero la realidad es que no queremos irnos sin llegar
al Casiquiare y entonces hemos decidido ir caminando hasta allá. Nos dicen que
hay un sendero que sale de San Carlos hacia el noreste y que llega a Solano,
una pequeña comunidad de la etnia Baré formada por una sola familia a orillas
del brazo Casiquiare. Es el único camino en toda la región y está prácticamente
abandonado. Además nos dicen que, desde hace no mucho, muy cerca de ahí se
instaló una comunidad yanomami a la que se llega remando desde Solano en tiempos
de agua. Hacia allí nos dirigimos, serán 19 kilómetros que intentaremos hacer
en un solo día hasta Solano si logramos ir a paso firme. Le comentamos nuestro
plan al capitán y nos dijo que no hay problema pero que nos cuidemos, que por
supuesto del lado venezolano él no tiene ninguna responsabilidad pero que
vayamos con precaución y que le avisemos antes de partir.
Vamos hacia Venezuela por un paso remoto y notablemente desconocido. La última parada fue São Gabriel da Cachoeira, Brasil, donde tuvimos que esperar un mes para encontrar una embarcación que nos llevara más al norte. Ahora vamos remontando el Río Negro en el crujiente barco del Bamba. Los motores rugen día y noche: de día para avanzar, de noche para mantener encendidas un par de heladeras con provisiones y para bombear el agua que se filtra entre las tablas del casco. Siempre tiene que haber alguien despierto controlando que los motores no se apaguen.
Hay doce hamacas en la cubierta de abajo y doce en la de arriba. La primera noche la cocinera venezolana Laurita y su hijo Jesús durmieron en la de arriba con nosotros. Las siguientes noches Laurita durmió con el capitán. Como siempre nos ocurre con los niños, hemos hecho buenas amistades con Jesús. Él ya aprendió que la mitad de las cosas que le digo no tienen sentido. El tripulante Abelardo es venezolano y trabaja sin parar. El tripulante Seu Yuca es brasileño, simpático y agradablemente embustero. Los rulos canosos se le escapan por debajo de la gorra y siempre se muestra sonriente. Hay dos señoras mayores e indígenas, una de 72 años y la otra de 69. La de 72 se llama Severiana, nació en Brasil pero vivió toda su vida en Venezuela y ahora está tramitando la nacionalidad brasileña, ella solamente nos acompañará hasta Cucuí. La de 69 años es venezolana, dice que una vez pensó en mandar a matar a su marido pero que después decidió irse a Cuba. Ahora, en el barco, se queja de todo, principalmente de cualquier cosa que haga Wilson. El brasileño Wilson es garimpeiro, es decir, buscador ilegal de oro. Los garimpeiros son ilegales por el impacto ecológico que generan al remover la tierra y al usar mercurio en la separación del metal. Trabajan en campamentos bien metidos en las profundidades de la selva. Algunos han tenido conflictos armados con los nativos, los militares y algún otro que se les ha cruzado en el camino. Wilson es simpático, extrovertido, verborrágico, con buen sentido del humor y devoto de la cerveza. Es garimpeiro buzo, la especialidad más riesgosa. Nos cuenta que se sumerge hasta seis horas seguidas y hasta treinta metros bajo el agua. Con grandes mangueras succionadoras los buzos remueven el fondo del río en total oscuridad. Seis horas… en el fondo del río… a oscuras. El mayor riesgo proviene de la posibilidad de una interrupción en el flujo de aire que le bombean para respirar. Un motor que deja de andar, un tronco que se engancha en una manguera, cosas así. El buzo podría salir rápido a flote pero la despresurización vertiginosa genera burbujas en la sangre y muerte. Wilson nos comenta que acaba de venir de Pico da Neblina, el punto más alto de Brasil. Es una zona de muy difícil acceso en tierras yanomamis, un territorio conflictivo, los propios yanomamis prohíben la entrada al lugar a cualquier persona que no sea de su tribu. El conflicto principal es justamente por los garimpeiros. Los nativos no quieren que nadie entre a destruir sus hábitats. Pero Wilson nos dice que estuvo una semana ahí en paz con los yanomamis y que logró extraer casi un kilo de oro. También nos cuenta que en algún momento trabajó en las cocinas de cocaína, pero que ya no.
Wilson no es el único garimpeiro a bordo, también está
el brasileño Nelson. A pesar del parecido de sus nombres y sus profesiones, no
los confundo. Nelson también es amable y sonriente pero, en cambio, él es indígena,
callado, calculador y más bien tranquilo. Además tiene un collar del que le
cuelga una piedra dorada de forma retorcida y caprichosa, un pedazo de oro en
bruto que el alquimista Wilson ya habría convertido en cerveza. Nelson nos
cuenta que hace unos veinticinco días también anduvo por Pico da Neblina donde
trabajó pagando a los yanomamis una comisión de tres gramos por mes. Dice que
se fue porque ahora se pusieron más duros. Me quedé con ganas de preguntarle a
qué se refería.
Al atardecer del segundo día de viaje llegamos a Cucuí, que es la última población antes de la triple frontera. Desde el pequeño pueblo hacia el norte se puede ver la imponente Piedra de Cocuy (1°14′8″N, 66°49′10″W) ya en territorio venezolano. Es una montaña compuesta por una roca de 400 metros de altura que emerge sobre la selva. La piedra se formó en el precámbrico, es decir, en la primera etapa geológica del planeta, muchos millones de años antes de que se formara el continente sudamericano, incluso muchos millones de años antes de que se formara el antiguo supercontinente Pangea. Esa gigantesca piedra está ahí no solo desde antes de que existiera el concepto de “lugar” sino desde antes de que existiera ese “lugar”.
En el pueblo de Cucuí se encuentra el último puesto de
control brasileño. Ahí los militares nos chequearon los documentos y hasta nos
sacaron fotos. Luego dormimos en el barco amarrados al muelle del pueblo.
Por la mañana tardamos en salir. Primero los
tripulantes estuvieron un buen rato ocultando grandes mangueras en el fondo de
la bodega del barco. Según me explicaron, transportamos material para los
garimpeiros: gruesas mangueras para la succión del barro y unas cincuenta
piezas de hierro llamadas caracoles, que se usan para fabricar las bombas de
succión. Nos dicen que el problema no es que el cargamento sea ilegal sino que es
la principal razón que disponen los militares venezolanos para intentar
sacarles todo lo que puedan.
Que no te mangueen la manguera.
Luego estuvimos varias horas simplemente esperando. Parece
que, desde algún lugar río arriba, un informante se encuentra oteando la costa
venezolana a la espera de que los militares se vayan a almorzar.
En algún momento arrancamos a toda marcha y, luego de salir de Brasil cruzando la invisible triple frontera, fuimos arrimados al lado izquierdo, junto a la costa colombiana, sin despegar los ojos de la costa venezolana, intentando llegar a la Guadalupe antes de que nos interceptaran los militares bolivarianos.
Llegamos. Según Abelardo, tal vez no nos hayan seguido porque no debían tener combustible. Aunque también había posibilidades de que nos interceptaran más adelante.
En La Guadalupe tuvimos que mostrar los documentos. El lugar no es mucho más que una oficina militar colombiana junto a una gran antena parabólica destruida por el abandono, una pista de aterrizaje de tierra y un par de familias de la etnia kurripako que, según nos informa el empleado militar, ahora son pocas debido a los desplazamientos por conflictos con la guerrilla.
Algo que me resultó gracioso es que, ante una pregunta
del militar, Nelson respondió que era agricultor. Luego, ante la misma
pregunta, Wilson respondió directamente que era “garimpeiro”. Entonces Nelson,
sonriente, tradujo como “minero”. Y así quedaron completos los papeles
migratorios.
En algún momento, mientras seguíamos amarrados a la
costa selvática de La Guadalupe, se escuchó que se acercaba una lancha a todo
motor. Entonces los tripulantes se apuraron a esconder las mangueras y los
caracoles sumergiéndolos en el río. Luego Laurita nos dijo que venían los
venezolanos y nos pidió que los filmáramos para que quedara constancia de los
hechos. Pero Wilson opinó que mejor no filmáramos nada, que somos argentinos,
que no tenemos nada que ver con eso, que no nos metiéramos en problemas.
Yo, argentino.
Finalmente, con los militares venezolanos ya a la
vista, decidimos hacerle caso a Laurita y filmar, aunque con disimulo. No
ocurrió demasiado, los soldados llegaron
desde el sur, se aproximaron a nosotros aminorando la marcha, realizaron una
curva cerca del barco, hicieron gestos de amenaza y, sin detenerse, volvieron a
acelerar el motor perdiéndose río arriba, supongo que conscientes de no poder
tocar tierra colombiana.
Vene zolanos.
Se van zolanos.
Luego las horas pasan mientras los tripulantes aprovechan para hacer arreglos mecánicos.
Enseñándole a Jesús a caminar sobre el agua.
Alguien nos cuenta que el plan es salir a la una de la mañana protegiéndonos en la discreción de la oscuridad de la selva. Pero no resulta ser así. Entiendo que en algún momento hay cambio de planes. Vamos a separarnos: Seu Yuca se queda con un bote con los materiales escondido en algún arroyo selvático colombiano mientras nosotros seguimos viaje remontando el Río Negro, que ahí lo llaman río Guainía.
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Finalmente llegamos a San Felipe, el destino final de
nuestro barco, un pueblo colombiano asentado sobre un puñado de calles de
tierra. Nos cuentan que solía estar controlado por la guerrilla hasta hace muy
poco, por las FARC, las recientemente desmovilizadas Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia, pero hace unos diez años llegaron los soldados del
ejército colombiano y tomaron el pueblo. Dicen que la guerrilla no ofreció
resistencia, simplemente cruzaron a Venezuela.
El barco de Bamba se quedará unos cinco días en San
Felipe vendiendo los productos que trae desde Brasil. Me pregunto qué hace con
los pesos colombianos obtenidos en las ventas, y tal vez la respuesta sea
comprar oro a los garimpeiros y venderlo a mejor precio de vuelta en su país.
Algo que no quiero asegurar.
El Bamba nos deja quedarnos en el barco, incluso nos da de comer. Seguimos alimentándonos de las excelentes comidas que nos hace Laurita desde que salimos de São Gabriel. Hay muy buen clima acá y nos da la sensación de que el capitán les cae bien a todos en esta región. Es el que trae provisiones, el que los comunica con Brasil, el que les compra los productos locales. Los indígenas se acercan al braco ofreciendo algún casabe, ananá o açaí y Bamba no discute el precio. Aunque en realidad no es por precio sino por intercambio: un paquete de harina, arroz, azúcar, lo que se necesite.
Y además a Laurita y el capitán se los ve enamorados,
felices.
En frente, del otro lado del río, se encuentra el pueblo venezolano de San Carlos, que es bastante más grande que San Felipe, algo así como diez cuadras por diez cuadras. Es el único pueblo en muchísimos kilómetros a la redonda en el selvático estado de Amazonas. Abelardo nos explica que hasta hace unos años tuvo un gran desarrollo por la inversión social del chavismo, pero que ahora está todo parado, no hay ningún negocio allá enfrente, eso dice. Ya lo veremos con nuestros propios ojos. Hacia allá es hacia donde pretendemos dirigirnos, luego hacia el fantástico brazo Casiquiare, a las tierras yanomamis, a seguir viaje rumbo al Orinoco.
Roger consiguió trabajo en Medellín. Ahora vuelvo a viajar solo. Hacia el norte para intentar cruzar a Centroamérica.
Parece que el trayecto en bus de Medellín a Turbo es peligroso. Yo fui durmiendo, no me enteré de nada.
También dicen que Turbo es feo. A mí me gustó. Es un poco trash, como los pueblos de frontera.
Llegué a las cuatro de la mañana, pero había bastante gente despierta dando vueltas. El puerto está ultra podrido, tipo el riachuelo, y perfuma toda la zona. Al asomarme al agua, me pareció que había peces porque la superficie se movía.
Entonces fui a tomar un café al único lugar que estaba abierto, frente a las aguas podridas del Caribe. Y mientras esperaba que amaneciera, vi pasar a un adolescente totalmente desnudo que iba revisando la basura.
Cuando amaneció, vi que lo que parecían peces moviendo la superficie del agua, en realidad, eran burbujas de putrefacción.
Amanecía en Turbo y un pescador vino a ofrecer algunas sardinas.
De Turbo hacia el norte, solo se va por agua o por aire (Actualización 2019: ahora la gente suele viajar desde Necoclí, también salen lanchas, el pueblo es más agradable y el viaje es más corto), porque la zona está ocupada por paramilitares, guerrilla y narcotraficantes. Sobre todo estos últimos. También hay originarios de la etnia Embera, pero viven como en un mundo aparte. La zona es el tapón del Darién, que es como el limbo entre Sudamérica y Centroamérica. (Acutualización 2019: ahora en el Darién parece que no hay guerrilla ni paramilitares, pero sigue habiendo narcos y tráfico ilegal de personas y sigue siendo tierra de nadie)
El viaje en lancha tarda dos horas, y fuimos a los saltos hasta la parte más norte de la región del Chocó. Es un lugar de postal del Caribe con pequeñas bahías con cocoteros, arenas blancas, piedras negras, peces de colores y casitas de madera.
En la lancha conocí a dos españolas de Murcia. Con ellas me hospedé en el Luna Verde, un hostal de un italiano loco donde tienen un monito tití llamado Quico. Es un Saguinus geoffroyi. Llegó herido por un perro. Le di mucha confianza desde el principio y tuve el mono colgando al cuello durmiendo la siesta cada dos por tres. Cuando lo saco o lo intento sacar, me insulta con diferentes gruñidos y grititos agudos. A la noche se quedaba profundamente dormido y ya sacarlo es peligroso, porque pasaba del insulto a la mordida. Me clavó más de una vez sus colmillitos filosos. Es mejor sacarlo empujándolo con la linterna y ahí se va caminando como borracho de lo dormido que está. Por la mañana me viene a despertar temprano balanceándose en el mosquitero de la hamaca. Por suerte los monos tití son bien pequeños. Cuando salgo de la hamaca y me pongo a desayunar me pega gritos hasta que le convido. Le encanta la fruta y la avena con leche. Cuando me distrigo mete la cabeza en la bolsa con las cosas del desayuno y cuando le grito saca la cabeza y me insulta otra vez. (Actualización 2019: ahora el hostal se llama La Bohemia y sigue estando muy bien. Intenté averiguar qué fue de la vida del monito pero parece que nadie lo recuerda).
Se me están subiendo demasiados bichos al cuello.
Estos días en Capurganá me la pasé caminando de playita en playita por la montaña selvática: playa de Aguacate, Sapzurro, La Miel y alguna otra. La Miel ya es Panamá. Sapzurro me pareció un lugar para pasar un buen tiempo haciendo snorkel y relajando en una hamaca antes de seguir viaje hacia el norte. Ahí el hostal El Chileno (reservar) está muy bien, con un clima rústico frente a un mar con arrecifes de coral.
Sapzurro.
Se fueron las españolas, pero llegaron una pareja de franceses, una austríaca con su hijita y, casualmente, otro español de Murcia.
Quico recibiendo a las nuevas visitas.
Acá los locales son casi todos negros y hay muchos niños. Por cuestiones de ahorro, la luz del pueblo se corta de 12 de la noche a 9 de la mañana y de 6 y media de la tarde a 7 y media, que es cuando anochece y suele llover. Las tardes suelen ser de lluvia y oscuridad. Y claro, después nacen muchos niños.
Me pidieron comida y en lugar de darles, les enseñé a pescar: me mandaron a la mierda con justa razón.
La miel, en Panamá, es un pueblito con una onda la aldea de “los otros” de Lost, pero con muchos militares. La playa y el snorquel ahí son de película también. A este pueblo solo se llega caminando desde Colombia, a través de la montaña o en barquito. Dicen que hay una picada que los une con el resto de Panamá, pero solo la hacen los militares y no dejan pasar, por el tema guerrilla-paracos-narcos. Un día antes de que me fuera de Capurganá, el español se fue a La Miel a dormir ahí, cosa que está prohibida, hay que volver antes de las 6 de la tarde. Pero se fue con la idea de esconderse de los militares y armar la carpa en la selva cuando oscureciera. No sé qué ocurrió. Esa noche no volvió.
(Partes de este post también están publicadas en la revista Wipe, con algunas fotos más, y se puede ver a partir de la página 17: acá. ¡Gracias Wipe!)
Llegamos a Santa Marta.
Oficina de correos de Santa Marta.
Nos fuimos a Taganga que quedaba muy cerca y nos parecía más lindo que Santa Marta. En Taganga hicimos ocio de snorquel. Roger tiene una cámara acuática y quedé un poco mareado de exagerar con la apnea.
(Hay que sumarle las estrellitas que veía de tanto aguantar la respiración)
Para no ser tan ocioso y recordando mi hobby de Barcelona, me fabriqué una trampa para peces (a lo MacGyver) con un bidón. Atrapé uno y le saqué un par de fotos.
Un pecín y un pezón (Equetus punctatus y Papilla mammaria)
Después lo solté entre sus amigos y no los molesté más.
No sé, parecían amigos.
Dactylopterus volitans exageraba.
En el hostal conocimos a otro argentino y se sumó a nuestro viaje. Se llama Diego, es cordobés, viene viajando hace nueve meses y en Argentina solía ser croupier.
Cómo colarse al Tayrona es algo de lo que muchos hablan, pero que en realidad no pudimos encontrar a nadie que lo haya hecho y nos diera los datos precisos. Entonces tuvimos que juntar datos supuestos. Es un parque nacional que está en manos privadas y, como es caro, parece que la gente en general ve bien el tema de «entrar gratis al Tayrona».
El truco fue el siguiente. Fuimos a Calabazo, una entrada secundaria donde hay guardaparques solo hasta las 14.30. El camino desde Calabazo es duro y cuesta arriba entre la selva. Entrando después de las 14.30 es difícil llegar a algún lugar donde se pueda acampar antes de que se haga de noche. Sobre todo si uno está llevando toda la comida y bastante agua para los días que quiera quedarse. Cuestión que fuimos subiendo por la selva, con la idea de colgar las hamacas entre los árboles cuando se hiciera de noche. El camino más normal es subir hasta Pueblito (unas ruinas de un antiguo pueblo de los indios tayrona) y luego bajar hasta la costa, donde hay camping. Pero antes de llegar a pueblito, Diego propuso desviarnos por un sendero que suponía que iba a Playa Brava. Playa Brava es un lugar que no va casi nadie y que probablemente íbamos a poder dormir sin cruzarnos ningún guardaparque.
Se nos hizo de noche antes de llegar, pero como estábamos cerca y el camino estaba bueno, hicimos la última parte con las linternas. En Playa Brava resultó que hay un lugar para quedarse y nos querían cobrar 11 dólares por colgar las hamacas. Como veníamos decididos a colgarnos en cualquier lado pero al mismo tiempo estábamos un poco en infracción y no daba para hacernos mucho los piolas, terminamos arreglando por 4 dólares. El lugar está muy bueno, es una playa de unos doscientos metros entre una olla de montañas. Es Caribe pero con olas fuertes. Solo hay unas cabañitas elevadas, de madera y paja, pegadas a la playa y entre cocoteros. Colgamos las hamacas debajo de las cabañas. Estuvimos dos días ahí haciendo nada. No mucho más que estar echados por ahí, cocinar y sacar agua potable de los cocos. Estábamos casi solos.
Playa Brava.
El tercer día salimos muy temprano, para llegar lo antes posible a Pueblito. Los guardaparques de la entrada, intentando controlar que la gente no se cuele, te ponen una pulserita. Queríamos llegar temprano a pueblito para agarrar a la gente que estaba saliendo por ese camino y pedírselas. Fue fácil: los dos primeros grupos que cruzamos nos dieron sus pulseras sin ahorrar simpatía. Las pulseras son de esas que se rompen al sacarlas, pero Roger había llevado pegamento para arreglarlas (truco de «cómo entrar gratis al parque Tayrona» completado). De ahí en más, no nos preocupamos por ningún vigilante. Los siguientes tres días anduvimos por playas paradisíacas. Vi monos tití y pecaríes.
Parque Nacional Tayrona.
Supimos que hay otra forma de entrar, que es por el este. Hay que bajar en la ruta en el puente amarillo y caminar por el río que sale a los naranjos. El río es poco profundo, pero los pies se hunden mucho en la arena bajo el agua. Puede que sea demasiado esfuerzo andar por ahí con las mochilas.
30 de julio
Volvimos a Taganga y nos fuimos a Cartagena. El mismo día que llegamos, Diego encontró un amigo local que había conocido de viaje por Bolivia. Hablando de cocaína colombiana le dieron ganas de tomar y me dijo si lo acompañaba a comprar. Yo no tenía un interés particular en el tema, pero lo acompañé igual. Era en un callejón angosto con bastante gente tomando fresco en la calle y charlando. Estaba a dos cuadras de la policía. Nuestro nuevo amigo local me dijo que los policías son muy inocentes, tienen la venta a dos cuadras y no lo saben. Yo le dije que el inocente era él. ¿Cómo no lo va a saber la policía si yo solo hacía unas horas que estaba en Cartagena y ya lo sabía?
Del callejón nos metimos por un pasillo hasta una casita con una familia muy agradable. Me invitaron a sentarme en una mecedora y estuve mirando beisbol con una señora muy gorda mientras mi nuevo amigo hacía sus negocios. En la casa, entre todos los adornos familiares, tenían una heladera con puerta de vidrio llena de cervezas e iluminada con lucecitas de colores. Al final, mi amigo compró solo medio gramo al ínfimo precio de 2 dólares y medio.
13 de agosto
En Cartagena estuvimos varios días dando vueltas por la ciudad. Roger y Diego supuestamente estaban buscando trabajo y yo esperando a mis padres que por casualidad vendrán a Colombia a dar unas charlas. Hace casi tres meses que no los veo. Irán a Medellín y pasaré unos días con ellos.
En Cartagena tengo un par de amigos que conocí en Barcelona hace unos años: Angie y Alberto. Un día nos juntamos en la casa de Alberto. En esos días yo me estaba alojando en una habitación compartida con otras cinco personas en un hostal muy barato y un poco asfixiante, y cocinándonos todos los días comidas bastante baratas. Alberto vive en un edificio histórico con vistas al Caribe. Estuvimos tomando buenos vinos y picando algunas exquisiteces. Fue un gran contraste con mi hostal. Alberto también me invitó al paradisíaco hotel de su madre en la isla Barú. No tenía ganas de ir solo y lo dejé para algún momento que pueda ir con ellos. Me trataron muy bien. Angie y Alberto están muy locos y la pasé muy bien.
Vinimos a Playa blanca con Roger y Diego y nos estamos echando a dormir en cualquier lado para ahorrarnos el camping. Comimos sanguches vegetarianos porque se nos cayó la mortadela mientras íbamos en mototaxi.
Tranqui.
26 de agosto
Con Roger vinimos a Medellín y despedimos a Diego que se volvió a la zona del Tayrona a vivir un mes en el Rainbow, que es un encuentro internacional de hippies. Después de días de esperar a mis padres, nos desentendimos con las fechas y me tuve que venir a Medellín de apuro en un bus de 12 horas. Lo malo es que me podría haber tomado un avión a la mitad del precio del bus, si lo sacaba con dos días de anticipación. Roger se vino al día siguiente (en avión, por supuesto).
Roger está loco. Subiendo al avión se olvidó una navaja en la mochila de mano. En el control le dijeron que no la podía pasar. Como la mochila grande ya la había despachado y no quería perder la navaja, decidió escondérsela en la zapatilla y ponerse unas monedas en un bolsillo. Cuando pasó por el detector de metales sonó, le echó la culpa a las monedas y listo. Ya que estaba, podía haber usado la navaja arriba del avión para amenazar a una azafata para que lo pase a primera.
Mis padres vinieron a dar unas charlas a Medellín y a Cali. Mi madre usó para sus charlas las fotos que sacamos Roger, Nico y yo en la selva venezolana hace poco. Son casas de madera y paja. Ahora yo le saqué unas fotos a mi madre dando las charlas con mis fotos y las volveré a subir a internet, acá mismo.
Foto de blog de foto de blog.
Pasé unos buenos días visitando Medellín acompañando la mirada arquitectónica de mis viejos.
Dato para los que les gusta la palabra enteógenos: en el botánico de Medellín encontré San Pedro y Banisteriopsis caapi (el componente principal del ayahuasca). De la Banisteriopsis bajó una ardilla y la convencí para que se me suba al hombro. Suelen ser muy desconfiadas. Debe haber masticado un poco de corteza.
Ardilla enteógena con estados alterados de la empatía.
Dato para los más hippies: en el parque Arví se puede acampar gratis. Se puede llegar en bus o metrocable (teleférico). Para que salga barato el metrocable hay que sacarse la tarjeta cívica.
Dato para los terroristas de aviones: ponerse monedas en un bolsillo.