El camino del oro incaico ya no existe

Segunda parte. (Primera parte: Camino del oro)

Las rocas y las ramas caían a unos veinte o treinta metros detrás de nosotros. Me costaba calcular la posibilidad de que los derrumbes nos alcanzaran antes de que llegáramos al sendero. De todos modos era un cálculo inútil. Y más inútil era ponerme a pensar que si quedábamos sepultados iban a pasar varios días antes de que empezaran a buscarnos y que probablemente jamás fueran a encontrarnos. O ponerse a juzgar lo irresponsable que era la situación y tratar de entender cuál era el error nos había llevado al riesgo. Lo urgente era intentar apurarnos, teníamos los cuerpos enredados en la vegetación y nos desplazábamos muy lentamente.

El último tramo tuvimos que soltar las mochilas para que rodaran montaña abajo porque ya no podíamos seguir cargando con todo. Quedaron trabadas entre las ramas, las mochilas, a un metro del sendero.

Con el apuro no nos dimos cuenta de que había un pene colgando arriba de nostros.

Luego nos apuramos para alejarnos de la obra. Me sentía como en una película de Indiana Jones con la destrucción del camino incaico pisándonos los talones en tiempo real.

Algunas cuantas decenas de metros más adelante llegamos a una cascada, una caída de agua cristalina corriendo entre rocas lo suficientemente alejadas de los derrumbes como para sentirnos a salvo y descansar un rato, calculábamos que la retroexcavadora tardaría algunas horas en llegar hasta ahí. Entonces Vane me dijo que esa linda cascada estaba a punto de desaparecer y propuso que le saquemos unas últimas fotos.

Solo puedo pensar en cascada.

Más o menos dos kilómentros era lo que quedaba del famoso camino del oro. Ahora ya debe estar todo bajo tierra. Fue una sensación extraña sentir que éramos los últimos en recorrer esa parte luego de haber sido usada por miles de personas desde épocas precolombinas. No una sensación épica, por supuesto, sino sencillamente extraña, una mezcla de melancolía y nihilismo, una duda entre la inutilidad del progreso y la inutilidad de la conservación y, aún más, una duda sobre el valor de la utilidad en sí misma. Una exageración de incertezas. Tal vez demasiado para un sendero que desaparece en Bolivia.

Otras decenas de metros más adelante, mientras Vane filmaba y yo explicaba a la cámara (a lo Marley) para qué servían unas cintas rojas que estaban puestas marcando el recorrido que debía seguir la retroexcavadora, escuchamos gritos y vimos a los obreros corriendo en la ladera de enfrente, de donde habíamos venido. Unos segundos después sentimos una explosión de dinamita (la sentí en el pecho), luego otra y luego el crepitar de los árboles y pedazos de montaña cayendo hacia el río. Y el humo entre las ramas y el eco entre los valles.

Este es el video de esos días:

Nos llevó bastante tiempo hacer esos dos kilómetros de terreno irregular, íbamos a paso lento y descansando a menudo debido a las mochilas que se sienten exageradamente pesadas cada vez que nos trasladamos de una zona a otra con el equipaje completo.

Helecho y el deshecho.

Llegamos al atardecer al punto donde renacía el camino y ya era de noche cuando apareció Mina Yuna, una comunidad formada por dos hileras de casas de chapa a los lados de la huella. Ahí acampamos.

Al mediodía del quinto día pasamos por la comunidad de Chussi y seguimos hasta Luriacani. Ahí, por momentos sentados en un banco en el frente de una tienda y por momentos caminando entre poca cosa, descansamos hasta el atardecer esperando una 4×4 que la gente del lugar nos había dicho que estaba por llegar y podía llevarnos hasta Chuquini. Desde ahí iríamos en transporte hacia Tipuani y finalmente a Guanay, donde encontramos la carretera a Caranavi.

En cierta forma la camioneta a Chuquini fue un gran alivio, porque lo que nos restaba de travesía no era seguir descendiendo junto al río, sino un camino bastante más complicado ya que la huella se alejaba hacia la derecha subiendo y bajando las montañas con pendientes largas y pronunciadas. Así fuimos, con las ruedas arañando el barro entre la selva oscura. El camino era tan estrecho que en algunas curvas en zigzag no daba el ángulo para girar y debíamos subir la cuesta marcha atrás.

Llegamos pasadas las diez de la noche y alquilamos un cuarto. Chuquini resultó ser un pueblo que nunca duerme, un segundo hogar para los mineros que quieran venir a vender su oro y enviar el dinero por giros a sus familias, o gastarlo en alcohol y prostitución, según los gustos, los deseos o el destino.

La mayor parte del oro seguirá en un largo viaje hasta las bóvedas de algún banco. Un poco de ese oro, tal vez, termine cumpliendo la función de rodear algún dedo.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Camino del oro

(Bolivia es mi país preferido, un país donde a menudo aparecen y desaparecen caminos.)

Desde Sorata decidimos seguir hacia el noreste caminando por las montañas. Queríamos bajar hacia la selva descendiendo por el valle del río Tipuani. Sabíamos que por ahí había un camino precolombino, el llamado Camino del Oro, un sendero de piedra que construyeron los incas para transportar el oro que extraían de las tierras bajas de la Cordillera Real. Nosotros queríamos usarlo para llegar al pueblo de Guanay, desde ahí ya tendríamos camino de tierra hacia Caranavi. Y salimos pensando que lo haríamos en no más de cuatro días. Llevábamos agua para dos días y comida para cuatro o cinco. Lo que no sabíamos era que el Camino del Oro ya no existe.

Las mochilas pesaban más de veinte kilos, como siempre que llevamos comida. Eso enlentece mucho la marcha. Pero aun éramos optimistas con los tiempos porque habíamos conseguido una vieja camioneta 4×4 que podía ayudarnos con el primer tramo. El transporte iba hasta Yani, un pequeño pueblo minero que sobrevive en la cordillera. Podía dejarnos en las alturas del paso Chuchu, entre los picos de las montañas cerca de las nacientes del río Tipuani. Eso nos ahorraba una larga subida desde los 2700 hasta los 4700 metros sobre el nivel del mar. De no ser por la camioneta, a esa altura y con nuestras mochilas pesadas, nos habría llevado por lo menos unos dos días trepar la cordillera, dos jornadas extenuantes, un inconveniente cansancio físico y mental que podía complicar el resto de la travesía.

Estaba nevando cuando bajamos en el paso Chuchu. Nos dejaron en una bifurcación de huellas: la camioneta seguiría hacia la izquierda y nosotros debíamos ir hacia la derecha. Caminamos bien abrigados por esa huella que nos habían dicho que nos llevaría hasta el pueblito de Ancoma. Suponíamos que a partir de ahí comenzaba el sendero incaico.

No esperábamos ver otro vehículo ese día, pero apareció otra camioneta. Le hicimos dedo y nos levantó. Viajamos muy cómodos sobre blandas bolsas de excrementos de burro. Nos llevó algunos kilómetros hasta un minúsculo terreno recién arado.

Ancoma nos pareció un pueblo fantasma, unas cincuenta casas sin gente. Solamente vimos a un anciano. Tenía un ojo blanco y masticaba la pasta verde negruzca de hojas trituradas. Casi no hablaba español, el anciano, pero nos marcó el camino dibujando con un palito en el suelo de tierra: en la primera bifurcación debíamos seguir hacia la izquierda. Al despedirnos me pidió coca. Le di una bolsa.

Mientras descendíamos comenzó a aparecer la vegetación. Primero pastos y arbustos y después árboles pequeños. El valle fue cerrándose y el río se llenó de cascadas.

La huella pasó por un caserío llamado Tushuaia y continuó hacia el norte. Nos detuvimos al atardecer, después de seis horas de trekking. Acampamos en una terraza de pasto junto a las ruinas de una casa de piedra. Me pareció ver truchas en el río pero, por la hora y el cansancio, no intenté pescarlas. Cenamos fideos con aceite, condimentos y unos ispi (charque de pescaditos) que habíamos comprado en Sorata para aportar algo de carne a nuestra limitada dieta de travesía.

En el segundo día de caminata nos resultó extraño seguir sin encontrar el camino incaico, la huella continuaba descendiendo. El río fue encajonándose y el valle se hizo cada vez más profundo y más verde. Por la tarde llegamos a un caserío llamado Somata. Entonces pudimos ver maquinaria pesada escarbando el río. De ahí en más las aguas del Tipuani pasaron de ser cascadas cristalinas a formar un torrente gris oscuro.

El siguiente poblado fue Ocara. Ahí una señora nos alquiló una habitación. Ella nos dio la mala noticia de que ya casi no quedaba nada del antiguo camino del oro. Los mineros han construido la nueva carretera a fuerza de pala mecánica y dinamita. Ahora pueden meter maquinaria pesada para escavar los sedimentos en busca de oro. Eso era lo que habíamos visto en Somata.

En el tercer día de caminata ya no quedó nada del frío de las altas montañas. Ahora subíamos y bajábamos por tierra polvorosa y caliente, a veces bajo el sol, a veces bajo los árboles de la selva. Lo más agradable de ese día fue encontrar una gran cantidad de frambuesas y zarzamoras todo a lo largo del camino, algo muy apreciado para mejorar la monotonía de nuestras comidas a base de hidratos de carbono.

Al atardecer llegamos a un río que nos pareció un poco complicado para cruzar. Tenía un puente improvisado con troncos, tablas y un cable. La situación nos dejó algo desconcertados y pensamos que lo mejor sería acampar y dejar las decisiones para el día siguiente. En eso estábamos cuando llegó otra camioneta con mineros. Ellos nos animaron a hacer equilibrio por los troncos.

Su campamento estaba a solo trescientos metros pasando el río. Ahí armamos la carpa, entre las improvisadas casitas de chapa al pie de una alta y agradable cascada atravesada por un caño. El caño recogía agua de la parte superior y la llevaba hasta una dínamo que alimentaba de energía eléctrica al campamento.

Los mineros son gente pobre que vive de la esperanza de convertirse en ricos con un golpe de suerte. O al menos esa fue la idea inicial de algunos y ahora es simplemente una forma de vida. Trabajan en pozos de 20, 40, 60, 80 metros de profundidad bajo el río, con empalizadas que sostienen las paredes y bombas que evitan que se llenen de agua. Y luego las enfermedades pulmonares por el polvo de la excavación y los accidentes por los derrumbes.

Los mineros nos trataron muy bien, con sonrisas, buen humor y hospitalidad. Nos contaron que antes el río era cristalino y había muchos peces pero que ahora está contaminado. Que en las partes altas sigue siendo hermoso y que hay que protegerlo. Que el camino incaico también era espectacular, con sus piedras una al lado de la otra, lajas enormes en las curvas y escaleras de hasta mil peldaños. Que tuvieron que romper el sendero para abrir el camino y entrar maquinaria. Que antes trabajaban con herramientas rústicas y todo se transportaba a lomo de mula. Qué quedaron algunas partes del sendero incaico pero por falta de uso ya se las ha comido la selva. Qué el nuevo camino no está completo, qué aún faltan un par de kilómetros, pero que antes de fin de año ya lo terminan.

Al día siguiente uno de los mineros nos alcanzó un trecho, hasta el final del camino. Apenas llegamos, escuchamos tres explosiones violentas: las dinamitas. Después encontramos a unos obreros con los que charlamos un rato y, más adelante, la pala mecánica en pleno trabajo. La máquina cavaba y las rocas y los árboles caían por la ladera. Gritamos y movimos los brazos hasta que el obrero apagó los motores y bajó. Nos dijo que la senda pasaba a unos diez metros más abajo. No podíamos descender ahí nomás porque ya estaba tapada por la obra. Teníamos que avanzar un poco antes de bajar.

Cuando comenzamos a caminar entre las ramas, sentí que era una situación notablemnte peligrosa. Antes de pasar la pala mecánica los obreros habían estado cortando los árboles con motosierra. Ahora caminábamos por una ladera muy empinada cubierta de troncos caídos en un equilibrio reciente e indefinido. Teníamos que pasar los troncos por arriba y corríamos el riesgo de romper ese balance y rodar montaña abajo con todo el ramerío.

Aún así seguimos avanzando, no se nos ocurría otra opción.

Después de unos veinte o treinta metros, me saqué la mochila y bajé hasta encontrar la senda incaica. Luego volví a subir para buscar a Vane. El momento en que empezamos a descender con las mochilas fue el más complicado, casi estábamos colgando de las ramas. Y aún peor fue cuando escuchamos que la pala mecánica volvía a trabajar. El ruido de los troncos y de las rocas cayendo a metros de nosotros nos apuró aún más. Vanesa me dijo que estaba a punto de llorar.

25 imágenes por segundo valen más que 1346 palabras:

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

Conflicto en la Isla del Sol

Bolivia es mi país preferido, un país donde muchas cosas funcionan mejor cuando funcionan al revés.

Lo relevante de estos días es que, por un conflicto entre pueblos originarios, hace seis meses que solo se puede visitar la parte sur de la Isla del Sol. Y es la parte norte la que me resulta más interesante ya que ahí está la Chincana, unas ruinas en forma de laberinto sobre una bahía de aguas cristalinas, unas lindas ruinas incaicas sin contaminación visual: sin alambrados, sin carteles, sin nada a la vista que no sean las montañas y el lago.

La Isla del Sol es la más grande del Titicaca y, según la tradición oral originaria, ahí fue donde nació la civilización incaica. La leyenda dice que el dios Inti hizo emerger del lago a una pareja de hermanos: Manco Capac y Mama Ocllo. Los hermanos se convirtieron en marido y mujer y viajaron hacia el norte en busca de un lugar fértil para iniciar la dinastía de los incas. Los hermanos/esposos podían darse cuenta de la fertilidad de los terrenos introduciendo una barra de oro en el suelo. Así eligieron el lugar más apropiado y fundaron la ciudad de Cusco. (La mayoría de los antropólogos ubican la vida de Manco Cápac y Mama Ocllo entre los años 1100 y 1200 d. C.)

Luego de pasar unos días en La Paz visitando amistades, viajamos hacia el lago Titicaca, hacia la isla. Partimos en barco desde Copacabana junto a varios turistas con los que haríamos la visita obligada. Así funciona el negocio del turismo: hay lugares donde hay que ir. Y muchísimas veces es simplemente un título o subtítulo correcto lo que marca la obligatoriedad. “El camino del Inca”, “La ruta del adobe”, “El punto tripartito”, “El lago navegable más alto del mundo”, “La Isla del Sol”, “La Isla de la Luna”, etiquetas turísticas infalibles. Creo que poca gente iría a la isla de la luna si no fuera porque la llaman “de la luna” y está al lado de la “del sol”. Pero lo importante es que la gente paga, se saca fotos, las sube a las redes sociales y todos quedamos contentos.

Cuando el barco llegó a la isla la mayoría de los pasajeros se fueron detrás de un guía, dos o tres viajeros económicos quedaron boyando por el puerto a la espera del barco de vuelta y nosotros, junto con una pareja de franceses, comenzamos a subir centenares de peldaños incaicos que fueron llevándonos a las partes más altas de la isla, cerca de los 4000 metros sobre el nivel del mar.

Subir nuestras mochilas de veinte kilos hasta esas alturas nos dejó sin aliento y con náuseas. Pero recuperamos el aire y las náuseas desaparecieron después de un rato de estar tirados en la cama del Hostal Puerta del Sol, uno barato y con muy buenas vistas.

Tranqui.

El conflicto entre las comunidades de la isla ya lleva seis meses. Las comunidades son tres. En la parte sur está Yumani. Ellos son los más beneficiados por la situación (o los menos perjudicados) ya que, por ahora, es el único lugar a donde pueden ir los turistas y sus dólares. Lo paradójico es que, aparentemente, la gente de Yumani no tuvo nada que ver con el conflicto. Luego en el norte se encuentra Challapampa, una pequeña y humilde comunidad cercana a las agradables ruinas de Chinkana. Y finalmente, el centro de la isla pertenece a la comunidad Challa. Ahí, como no hay ruinas, es donde menos van los turistas. Pero como queda de paso entre los otros dos sectores atractivos, ya hace años que han decidido apostarse en el camino y cobrar por pasar por sus tierras. Comenzaron pidiendo cinco pesos bolivianos por cabeza y en los últimos tiempos ya iban por los quince. Para resumir el conflicto: la comunidad de Challa decidió aumentar sus ingresos construyendo un hotelito en ciertas tierras de su pertenencia ubicadas solo a trescientos metros de las ruinas de Chincana, algo que yo lo consideraría una aberración estética y que los comunarios de Challapampa consideraron una aberración espiritual y decidieron destruirlo antes de que sea inaugurado. Entonces, como respuesta, la comunidad de Challa decidió bloquear el camino a los turistas (por tierra y por agua) indefinidamente.

Como alguna vez me ha comentado Edmundo Paz Soldán: en la mayor parte de este planeta, cuando existe un conflicto se discute y, si no hay solución, luego se toman medidas de fuerza; pero en Bolivia primero se toman medidas de fuerza para luego comenzar a dialogar. En cierta forma me parece lógico, aunque ahí van sus seis meses de diálogos.

Más tranqui.

En el tercer día de nuestra estadía en la isla nos enteramos de que el conflicto comenzaba a diluirse. Se desgastaba principalmente porque los pobladores de Challa estaban cansándose de hacer guardia en el camino, al rayo del sol y sin ninguna paga. Entonces alguien de Yumani nos había informado que ese día no habría nadie en el sendero. Decidimos ir.

Vane iba disfrazada de oveja para integrarse a la fauna local.
Funcionó.

El primer campesino que nos cruzamos en la zona de Challa nos dijo que nos mantengamos en las playas, que seguir por las montañas era peligroso. Prometimos ser precavidos.

También una campesina que no nos dijo nada.

El segundo campesino nos recomendó, en el mismo sentido, que de la playa volvamos directo a Yumani, que si seguíamos por las montañas íbamos a encontrarnos con barricadas donde nos desnudarían y nos azotarían con rebenques. Prometimos no seguir por las montañas, pero en cuanto lo perdimos de vista, continuamos. Suponíamos que el castigo no podía llegar tan sorpresivamente inflexible.

Dudada si disfrazarme de rebelde palestino para infundir temor.
O de cristiano masoca y ofrecer la otra mejilla.

La caminata hasta Chincana duró unas tres o cuatro horas y en todo el trayecto no volvimos a cruzarnos más campesinos. Las ruinas fueron un premio. El lugar es realmente muy agradable si uno no mira los restos del hotelito.

Acá el hotel no se ve, pero también estaba en ruinas.

Luego, cerca del sitio arqueológico, nos cruzamos con pobladores de Challapampa. Nos dijeron que éramos bienvenidos, que ellos eran pacíficos y que querían tener visitantes. Nos pidieron que les avisemos al resto de los turistas que podían acercarse sin ningún problema. Entonces prometimos decirles que fueran.

En el camino de vuelta encontramos un cactus San Pedro de la zona, un Trichocereus cuscoensis, casi había olvidado que venía a buscar eso. Nos llevamos un pedazo para probarlo.

Trichocereus cuscoensis

Luego nos encontramos con un habitante más de Challa. El tipo estaba enfurecido y, si bien no nos azotó, pude imaginar los rebenques en su mirada rabiosa. Prometimos decirles a los demás turistas que no podían venir.

Luego abandonamos la isla y el lago y viajamos hacia Sorata. Queríamos ir ahí por dos razones. Una porque me habían dicho que era un pueblo notablemente agradable y la otra porque, teniendo en cuenta la geografía, nos daba la impresión de que podríamos llegar a encontrar algún tipo de Trichocereus en esa zona. Y sí, ahí vimos muchos cactus que parecen ser Trichocereus peruvianus.

Ya llevamos varios días en Sorata y hemos decidido seguir hacia el noreste, hacia la selva. Iremos caminando por las montañas buscando un camino que usaban los incas para traer el oro de las tierras bajas bolivianas.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

(Info útil: Antes de ir a la Isla del Sol pasamos por La Paz donde nos alojamos en el Hostal Canoa a una cuadra del mercado de las brujas. Lo menciono porque es muy recomendable, de los más económicos probablemente sea el mejor, sobre todo por la terraza cubierta con mesas de pool y ping-pong y con inmejorables vistas.)

Hostal Canoa

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Sudamérica (2017-2019)

Comienza un nuevo viaje. Hacia el norte. Empezamos por Bolivia, mi país preferido, un país literalmente alucinante.

Allá, una vez más buscamos y encontramos achuma (también llamado San Pedro), el cactus visionario, alucinógeno, psicodélico o enteógeno, según quién lo mire. En este caso fue una especie muy poco conocida y con el que ya habíamos tenido un fugaz encuentro, el Trichocereus werdermannianus (sinónimo: Echinopsis werdermannianus). Este enigmático cactus crece en la zona de Tupiza en Bolivia y, si bien no está muy estudiado, se especula con que sea un híbrido de T. terscheckii con T. taquimbalensis o con algún otro cactus de la zona.

Algunas espinas recuerdan al T. atacamensis

Lo que nos preguntábamos con Vane era si efectivamente podía considerarse un cactus psicoactivo y de uso ceremonial. Nuestra duda provenía de haber escuchado opiniones muy divergentes al respecto y, sobre todo, porque no pudimos encontrar ninguna experiencia personal informada en internet con este cactus ni con ningún otro de la zona de Tupiza. Entonces las preguntas eran: ¿Es Trichocereus werdermannianus un cactus psicoactivo? ¿Fue utilizado por los antiguos pueblos originarios de la zona? La primera pregunta era fácil de responder, solo había que viajar a Tupiza y probarlo.

Entonces, luego de nuestra corta y burocrática estadía en Buenos Aires, salimos de nuevo a las rutas. La primera parada la hicimos en Humahuaca visitando a unos buenos amigos en el Giramundo Hostel. Luego un bus a la frontera con Bolivia y otro hasta Tupiza. En un par de días ya estábamos frente a los gigantescos cardones.

Otra característica agradecida de estos cactus es el lugar donde crecen. Si uno sale caminando desde Tupiza hacia cualquier punto cardinal, va a encontrar espectaculares montañas y quebradas con achumas y otros notables cactus creciendo por todas partes. El lugar es tan imponente que da la sensación de que la mescalina de los San Pedros se hubiera filtrado hacia todas la formaciones geológicas de la zona.

Entonces, caminando entre el llamado Cañon del Inca (a un par de kilómetros al sudoeste del pueblo) y el Cañon del Duende (un poco más al sur), elegimos una de las tantas ramas caídas de los enormes San Pedros, cortamos un pedazo y le sacamos las espinas. Ya de vuelta en el hostel, lo pelamos, separamos la parte verde, la secamos al sol y la molimos. Al día siguiente, volviendo hacia el Cañon del Duende, tomamos un par de puñados del polvo y lo bajamos con agua.

Al Cañon del Duende se entra por una grieta en una gran pared que asemeja la muralla de una ciudad medieval.

Y eso es poco, lo que viene después es un paisaje realmente sorprendente: no se necesita mescalina para considerarlo alucinante. Solo puedo describirlo en fotos.

O en video.

El T. werdermannianus sí resultó ser psicoactivo. Las náuseas, el vómito, la psicodelia y la emoción a flor de piel.

Vane me dijo que se concentraba sin querer. Y yo pienso que hay algo interesante en el tema de la atención. Nos convertimos en personas diferente según a qué cosa prestamos atención y a qué cosa no. Y hay algo más oscuro en la toma de decisión sobre nuestra atención. Cierta retroalimentación entre la atención, la percepción y la siguiente atención. Por lo pronto, aprovechando que había perdido mi celular hacía unos días, decidí no volver a comprarme otro por un tiempo.

La segunda pregunta surgida al inicio del viaje, sobre sí los originarios de la zona usaban este cactus en forma ceremonial, es más difícil de responder pero el registro de un cronista anónimo de la época de la colonia en la zona de Potosí me hace pensar que probablemente sí lo hayan usado los antiguos:

“… del corazón de la achuma que es un gran cardón de su naturaleza medicinal hacía que cortasen una como hostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias flores y hierbas olorosas y la achuma con sartas de granates y cuentas que ellos más estiman era adorada como Dios persuadidos que allí estaba escondido Santiago (así llaman al rayo) danzaban y bailaban delante de ella ofrendábanle plata y otros dones luego comulgaban tomando la misma achuma en bebida que les privaba de juicio. Ahí eran los éxtasis y visiones, aparecíaseles el demonio en forma de rayo.” (Archivium Romanum Societatis Iesu, Roma, Peru, Lettere Annue IV 1630-1651, folios 48-60. Carta Annua. Año 1637. [Citado en castellano por Estenssoro 2001]).

Ahora vamos hacia La Paz, a visitar a Álex Ayala Ugarte, un amigo periodista y escritor del cual recomiendo todos sus trabajos y especialmente su último libro Rigor mortis. Luego viajaremos hacia la Isla del Sol en el lago Titicaca, en busca de la belleza del lugar y de otro Trichocereus muy particular.

➮ Continúa  / ➮ Viaje anterior 

Trekking Isla Grande – Días 17 a 19

Teníamos por delante el camino más difícil, el sendero entre las pequeñas playas de Caxadaço y Santo Antonio. Desde que empezamos la caminata venimos pensando en este tramo. Porque es un camino que no figura en ningún mapa, porque nos alertaron de que es fácil perderse, porque nos dijeron que los que lo hicieron fueron atando cintitas en los árboles para marcar el trayecto y porque sabemos que hubo casos de gente que murió al perderse en la isla. Pero no nos preocupa tanto: tenemos comida, agua, carpa y GPS. Tal vez lo más intrépido de la situación sea que nadie sabe que estamos acá y, si ocurre algún accidente, nadie vendrá a rescatarnos.

Día 17. Aunque salimos de la carpa poco después del amanecer y lo más sensato hubiera sido comenzar la caminata bien temprano, Vane me pidió que pasáramos medio día en Caxadaço. Eso hicimos porque esa pequeña bahía es muy agradable: agua turquesa rodeada de rocas enormes y de selva.

Después del almuerzo, machete en mano, empezamos a trepar la montaña por lo que suponíamos que era la senda a Santo Antonio. Por momentos parecía que íbamos bien encaminados y por momentos no. A veces creíamos claramente que avanzábamos por una trilha y a veces simplemente parecía que trepábamos por esos rastros que dejan los desagües naturales de las lluvias. Nos tranquilizaba el hecho de que, cada tanto, encontrábamos una rama macheteada o marcada con una cinta plástica ya reseca y desteñida por el tiempo.

Pero en algún momento nos dimos cuenta de que estábamos un poco perdidos, avanzábamos haciéndonos camino entre ramas y ya solo nos guiábamos por escasos cortes que aparecían esporádicamente sobre los troncos y que parecían estar hechos hace años. Probablemente estuviéramos siguiendo los rastros de alguien tan perdido como nosotros. Acabábamos de salir y ya habíamos extraviado el camino, la travesía iba a durar más de lo que pensábamos. Y Vane se atrasaba aún más, porque sus frondosos rulos se enganchaban en todas las enredaderas.

Pensamos en volver por nuestros pasos, pero íbamos subiendo y bajando el morro con las mochilas pesadas y las gotas de transpiración cayendo por la frente, volver era muy desmoralizante.

Decidimos que, mientras no tuviéramos que gatear bajo las ramas, íbamos a seguir avanzando. Funcionó. Resultó que el que se había perdido antes que nosotros aparentemente pudo reencontrar el camino, porque sus rastros nos devolvieron a la senda. Y ahora sí no había duda que íbamos por una trilha. Aunque no muy ancha porque, finalmente, Vane tuvo que hacerse un par de rodetes a lo Princesa Leia para no quedar colgando de las ramas cada cuatro pasos. Todavía debe haber parte de la selva entre sus rulos.

Luego, todo lo que habíamos subido lo descendimos hasta llegar a un arroyo. Entonces me fijé la hora y las coordenadas en el GPS. Había transcurrido una hora y solo avanzamos 480 metros. Entendimos que, sí queríamos llegar a Santo Antonio ese mismo día, teníamos que apurarnos y, aun así, probablemente llegaríamos con el sol bastante bajo, algo incómodo para encontrar lugar donde acampar. Entonces decidimos quedarnos ahí mismo y volver a arrancar al día siguiente. Porque, además, el lugar estaba muy bien. Teníamos bastante leña, agua potable y salida al mar para intentar pescar algo.

Entonces bajamos un poco por el arroyo hasta encontrar un buen espacio para acampar.

No pesqué nada, solo se me enredó la tanza entre las rocas, pero pasamos uno de los mejores días de la vuelta a la isla en ese lugar tan salvaje.

Cuando se hace camping libre no hay mucho para hacer una vez que cae la noche. El fuego, la comida y lavarse las manos y la cara en el río. Después nuestras risas dentro de la carpa oscura, bajo la selva oscura, entre las montañas oscuras. Porque Vane siempre me hace reír. Estamos lejos de todos y nadie sabe que estamos acá. Eso está muy bien. Eso y los ruidos de la selva.

Día 18. Nos despertamos al amanecer, desayunamos y armamos las mochilas.

Entonces volvimos a la senda y seguimos avanzando.

Después de un par de horas de caminata, llegamos a la conclusión de que el sendero, a pesar de tener algún que otro tramo un poco complicado, no es tan difícil.

Y es de los más agradables de la isla, el más salvaje.

Spilotes pullatus

Al llegar a la pequeña playa de Santo Antonio decidimos pasar el resto de la tarde ahí.

El objetivo final era Lopes Mendes, que es considerada una de las diez playas más lindas del mundo, pero preferíamos llegar bien tarde, porque no está permitido acampar y sí que suele ir bastante gente a esa playa, llegan cruzando la montaña por el otro lado, por un camino relativamente sencillo que viene desde la bahía de Pouso. Por eso pensábamos armar la carpa cuando ya no hubiera nadie en la playa.

Antes de dejar Santo Antonio tuve que meterme con el agua hasta la cintura durante unos cien metros subiendo el arroyo que hay ahí, para llegar a las piedras donde la cosa se pone más potable. Porque, según veíamos en el mapa, esa era la única fuente de agua que teníamos en muchos kilómetros a la redonda.

Para llegar a Lopes Mendes tuvimos que volver a subir y bajar los morros. Llegamos de noche, iluminando el sendero con las linternas.

A esa hora no hay absolutamente nada más que una larga playa de arena muy fina y muy blanca que chilla bajo las botas.

Acampamos por ahí, sobre las hojas crujientes de los almendros malabares (Terminalia catappa).

Día 19. Desarmamos la carpa muy temprano, desayunamos y pasamos el resto de la mañana metiéndonos en el agua turquesa. Teníamos una enorme y solitaria bahía para nosotros solos. Eso estuvo muy bien.

Luego, una caminata larga subiendo y bajando morros hasta llegar a Abraão, donde completamos la vuelta entera a la isla en diecinueve días.

Lo próximo será Buenos Aires.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Trekking Isla Grande – Días 13 a 16

En teoría no está permitido caminar desde Aventureiro hasta Parnaioca, pero en la práctica sí se puede. Se supone que no se debe pasar porque es zona de reserva natural, pero en ese lugar no hay nadie, y nadie va a preocuparse porque estemos caminando por playas salvajes.

Entonces, en nuestro día número 13 del largo trekking alrededor de la isla, una vez más cargamos las mochilas y caminamos.

Algunas partes del camino fueron fáciles.

https://www.instagram.com/p/BX6Hwn5AQ1l/

Otras no tanto.

https://www.instagram.com/p/BXYIAnel-ro/

Recorrimos seis kilómetros sobre la arena y tuvimos que parar a descansar varias veces.

Vamos pesados, llevamos bastante comida. El lado sur de la isla es el más salvaje y no sabemos dónde podremos volver a conseguir una despensa. Tal vez consigamos en el pueblito de Dois Rios, pero para eso falta mucho.

Además, en todo el día no hemos encontrado agua potable y, al llegar al final de Praia do Leste, sentados sobre marcas arqueológicas de miles de años de antigüedad, llegamos a la conclusión de que estábamos un poco justos con el agua. Todavía teníamos que subir el morro, acampar, cenar y desayunar al día siguiente.

Entonces decidimos juntar un poco de mar y cenar sopa. El truco es prepararla con una taza de agua salada y dos de agua dulce. Eso iba a ser suficiente para el resto del día y nos sobraba algo para la mañana siguiente.

En la cima del morro costó encontrar un lugar plano para acampar. Encontramos uno más o menos.

Amanecimos acurrucados en una esquina de la carpa.

Día 14. Parnaioca es muy agradable. Tiene solo cuatro pobladores fijos y tres campings rústicos (a una razón de 1,33 pobladores por camping). El lugar es un relajo, una bahía muy tranquila. Nos quedamos en el camping Dona Marta. Estábamos solos, no había nadie más acampando.

https://www.instagram.com/p/BX9QKvxghDm/

Ahí conocimos a Xermar, un tipo muy agradable. Trabaja en el camping desde hace poco. Él nos mostró el camino hasta un mirador de piedra oculto entre la selva. Subimos a la gran roca trepando por un árbol.

https://www.instagram.com/p/BXg6XqclBp2/

Día 15. Xermar nos regaló dos pescados. Los metí en la mochila y seguimos rumbo hacia Dois Rios.

Pero no teníamos intención de llegar hasta el pueblo. Habíamos salido un poco tarde y eran más de ocho kilómetros subiendo y bajando por la selva. Preferimos acampar a mitad de camino, cerca de una vertiente de agua (23°11’28″S, 44°12’36″W). Después, usando piedras y ramas verdes, improvisamos una parrilla para cocinar los pescados.

https://www.instagram.com/p/BXmEHynF6WZ/

Día 16. Antes del medio día llegamos a Dois Rios, un pequeño pueblo que supo albergar una cárcel hasta el año 1994. Ahora la mitad de las casas del lugar están en ruinas.

Ahí almorzamos y compramos víveres en el único negocio del lugar y seguimos camino hacia Caxadaço, una pequeña bahía encerrada entre las montañas. Está tan oculta que desde la playa no se puede ver el mar abierto.

https://www.instagram.com/p/BXq4_j2Fm7L/

Acampamos.

https://www.instagram.com/p/BX4CN9MFD50/

La idea es salir al día siguiente hacia la playa Santo Antonio por un supuesto sendero que nos dijeron que hay por ahí. No figura en ningún mapa y más de un lugareño nos recomendó no intentarlo. Dicen que no va casi nadie, que está muy cerrado, que podemos perdernos. No nos preocupa, tenemos comida para dos o tres días. Lo intentaremos.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Vuelta a Isla Grande – Días 9 a 12

En el octavo día de caminata alrededor de la isla nos dirigimos hacia la Gruta do Acaiá. No sabíamos bien qué había en el extremo oeste de la isla, tan fuera del sendero principal. Y tampoco estábamos seguros de encontrar un lugar dónde armar la carpa. Suponíamos que no vivía nadie por ahí y temíamos que el terreno fuera demasiado escarpado para acampar. Calculábamos que habría cierta posibilidad de que tuviéramos que dormir en la hamaca colgada entre los árboles del camino. Pero, al llegar descubrimos que sí, que alguien vivía ahí, una sola familia, descendientes de indios guaraníes que solían habitar la isla. Acampamos en sus terrenos. Ya atardecía.

En la mañana del noveno día nos metimos a la gruta. La entrada era angosta. Primero entre rocas y luego bajando por un gran tajo horizontal por el cual tuvimos que ir reptando varios metros en la oscuridad.

El viento entraba y salía con fuerza, como si la gruta respirara. Son las olas del mar que empujan por el fondo. La cueva tiene dos entradas: una es el tajo por el que ingresamos, la otra es bajo el agua. Entonces, al llegar al final hicimos silencio, al menos por un rato. Porque es hipnótico. El lado norte de la cueva es agua turquesa que entra y sale haciendo ruidos rítmicos en las rocas.

Después de un rato de relajarnos en la oscuridad turquesa nos acercamos más al agua. Y, sopesando levemente la peligrosidad, nos desnudamos y nos metimos.

Sumergidos se podía ver mejor la salida. Y los peces.

Le dije a Vane que quería bucear y salir por el mar. Me pidió que no lo hiciera y le hice caso. Una de las pocas cosas que me salen bien es aguantar la respiración y nadar en apnea y calculé que no sería más de un minuto de buceo, pero entendí que sería un minuto un poco angustiante para ella. Y bueno, yo tampoco soy un fanático de la adrenalina. Además, el agua marina no es muy cómoda para nadar en apnea, la sal genera mucha flotabilidad y te empuja hacia arriba, hacia las rocas del techo en este caso. Será la próxima.

Ese mismo día levantamos campamento y caminamos hacia el sur de la isla. Fue un trayecto duro con dos grandes subidas. No llegamos a bajar del otro lado, se nos hizo de noche y acampamos en lo más alto de la última subida.

En el décimo día pasamos por Provetá, la segunda población más grande de la isla, un tranquilo pueblo dominado por el evangelismo. Ahí hay una despensa pequeña con una agradable variedad de productos. Compramos fideos, arroz, galletas, dulces y alguna que otra cosa más y descansamos en la playa.

Luego seguimos hacia Aventureiro, pero tampoco llegamos. En realidad no quisimos llegar: preferimos dormir otra vez en lo alto de la selva.

El onceavo día nos despertamos al amanecer, desayunamos y bajamos la montaña.

En Aventureiro, por primera vez en la vuelta a la isla, dormimos dos noches en el mismo lugar, en un camping rústico en la playa. Dos noches de luna llena.

Con más provisiones nos hubiéramos quedado más días.

Lo siguiente será caminar por las largas playas prohibidas de Praia do Sul y Praia do Leste.

Son parte de la Reserva Biológica Estadual da Praia do Sul y en teoría no está permitido pasar por ahí. Pero necesitamos cruzarlas para dar la vuelta entera.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Vuelta a Isla Grande – Días 2 a 8

El segundo día caminamos hasta Praia do Funil, una playa más ancha que larga.

Acampamos cerca de ahí, en la selva. Nos costó encontrar un lugar plano pero lo logramos. Limpié las raíces con el machete y la carpa entró justa. Cuando ya estaba armada y con todo adentro, despejé unas últimas ramas y nos dimos cuenta de que la habíamos armado al borde de la entrada de una madriguera. Ya era casi de noche y no daba para buscar otro lugar. Entonces dejamos el alerón de atrás abierto para que, esa noche, saliera lo que tuviera que salir de la cueva.

El tercer día caminamos hasta Baleia, una playa solitaria bien al norte de la isla. El acceso no es fácil, usamos una soga para descender la última parte.

Acampamos ahí.

El cuarto día nos despertamos al amanecer.

Y caminamos por un sendero casi oculto hasta Lagoa Azul, un pedazo de mar  calmo y transparente entre islas.

Donde nos zambullimos a mirar los peces.

Ahí nos relajamos hasta el mediodía.

Luego desacampamos y continuamos caminando hacia el oeste.

Después de unos tres o cuatro kilómetros llegamos a Bananal, un pequeño pueblo de unas veinte o treinta casas donde pudimos comprar pescado, bananas y pan casero. Luego seguimos un par de kilómetros más subiendo y bajando por la montaña selvática. Al anochecer llegamos a Matariz, un pueblo aún más chico que Bananal, una pequeña bahía que alguna vez supo tener una fábrica enlatadora de sardinas instalada por inmigrantes japoneses. Ahora son sorprendentes y agradables ruinas que le dan al pueblo un aire de abandono aletargado.

Nos gustó mucho Matariz y ahí dormimos. Alquilamos una habitación barata para poder descansar sobre un colchón. Hacía semanas que veníamos durmiendo en la carpa. Esa noche el dueño de la casa nos comentó que al día siguiente habría festejos en Praia Longa. Sería San Pedro, la fiesta anual del pueblo.

En el quinto día caminamos ocho kilómetros y medio cruzando dos pasos de unos ciento cincuenta metros de altura y con barro muy resbaladizo. Queríamos llegar a Praia Longa para la fiesta.

En algún momento de la tarde pasamos por Tapera, una bahía con cinco casas en tierra y un bar flotante. A pedido de Vane, nadé hasta ahí y volví flotando con una cerveza en la mano.

Llegamos a Praia Longa al atardecer, justo antes de que se largara la lluvia y comenzara la fiesta. Hubo procesión náutica con el santo. Tres barcos de madera desaparecieron por un rato. A la noche hubo baile.

Por la madrugada hubo gritos y un cuchillo.

En el sexto día lloviznaba pero caminamos igual. Llegamos hasta Lagoa Verde. Acampamos por ahí. No había nadie.

En el séptimo día ya no llovía en Lagoa Verde.

Y caminamos hasta Araçativa.

En el octavo día podríamos haber cruzado hacia el sur de la isla, pero sabemos que hay una cueva bien al oeste, la Gruta do Acaiá. Una cueva que se conecta con el mar. Hacia allá vamos. Aunque luego tengamos que volver un poco por nuestros pasos.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Trekking vuelta completa a Ilha Grande – Día 1

Darle la vuelta a Ilha Grande, caminando. Eso fue lo que le propuse a Vanesa el día que empezamos a salir. Entonces ella renunció a su trabajo.

Desde aquel momento pasamos más de un año viajando juntos antes de llegar a la isla. En el camino recorrimos Bolivia y el norte de Argentina.

Luego, una vez bajados del ferry, pasamos otros diez días en las playas de agua cristalina cercanas a Vila do Abraão, el pueblo principal de la isla, descansando y relajándonos antes de salir a caminar. Calculábamos que iban a ser más de quince días de trekking.

Nos habíamos enterado de que íbamos a encontrarnos con pequeñas poblaciones de pescadores en el camino, pero nadie nos pudo informar con certeza si había algún lugar donde comprar comida. Entonces cargamos las mochilas con alimentos para una semana y agua para un par de días y empezamos a subir entre los morros por un paso de unos doscientos metros de altura, el único sendero que va hacia el norte de la isla.

Arrancar subiendo la montaña con las mochilas pesadas siempre es duro pero, luego de unas horas de aguante, el cuerpo (el cerebro) se acostumbra.

Cargar el agua estuvo de más: justo al pasar el primer morro nos cruzamos con un arroyo potable (23°07’31″S, 44°11’16″W). Pero con el agua siempre es así, es lo indispensable, siempre hay que llevar de más por las dudas. Llegar a una vertiente con las botellas llenas incomoda, pero hay que acostumbrarse a la idea de que es lo normal cuando no se conoce el camino.

Avanzamos unos seis kilómetros subiendo y bajando por el morro, por la selva, por la playa.

Alouatta guariba

El primer día dormimos en la bahía de Ensenada das Estrelas, en una estrecha franja de arbustos altos entre el mar y un pantano con manglares. Cocinamos fideos con aceite, farofa y condimentos.

Nos despertamos al amanecer.

Desayunamos avena con pasas de uvas, frutos secos, leche condensad y café y volvimos a caminar.

Hoy arrancamos temprano, queremos hacer más kilómetros que ayer.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Cataratas del Iguazú

Tengo un amigo en Puerto Iguazú. Lo conocí hace mucho tiempo cuando estudiábamos comportamiento de monos en la selva formoseña. Ni bien llegamos a Misiones nos invitó a alojarnos en su casa. Ahora trabaja en el Parque Nacional Iguazú y, por supuesto, también nos invitó a recorrerlo.

La olla de oro en el medio del arcoíris.

https://www.instagram.com/p/BVZ1W1MFAXs/

Y a pasear en lancha por debajo de las cataratas.

Cataratas en los ojos.

Y a alojarnos diez días en una reserva privada que se encarga de contribuir a la formación de un corredor ecológico entre los parques provinciales Urugua-í y Foerster en el Norte de la provincia.

Un mirador con ojos.

Donde vimos una cantidad descomunal de mariposas.

Myscelia orsis

https://www.instagram.com/p/BVa2X9yFqeR/

Y de hongos.

Y de arañas.

Y donde hicimos un temazcal. Para conectarnos con las costumbres de los antiguos de México. Y con el vapor del agua caliente, el frío del río, los sonidos en la oscuridad, la mirada hacia adentro.

La curiosidad revivió al jaguar.

Luego, nuestro amigo nos contactó con el cacique de la comunidad guaraní Yriapú para que pasáramos unos días acampando en la aldea.

Apolillamos cuatro noches ahí.

Con quienes la pasamos mejor fue con los niños.

Caramelos rústicos.

Y sus juegos.

Juguetes rústicos.

Y conocimos a los policías adolescentes con sus cachiporras de madera tallada con la cruz cristiana.

Cachiporras rústicas.

Hubiéramos indagado más en las costumbres organizativas y punitorias actuales de los guaraníes, pero la comunidad en la que estábamos tiene mucho contacto con la cultura occidental. Eso hace que no tengan mucha curiosidad por los visitantes. Al menos no con los que traen poco dinero. Y entonces recorrimos el lugar casi como fantasmas, sin enterarnos demasiado de sus asuntos.

Al salir de Argentina buscamos una forma barata de viajar hasta São Paulo. Preguntando, encontramos a un hippie que nos contó sobre los sacoleiros, gente que trabaja de mula llevando productos importados comprados en Ciudad del Este, Paraguay. Se los puede encontrar preguntando en el Puente Internacional de la Amistad. Con ellos hicimos unos mil kilómetros en bus por el módico precio de 120 reales (unos 36 dólares). Están muy organizados, cada bulto en la bodega del bus tiene el nombre de un pasajero y la mercadería no debe superar los 300 dólares, que es lo permitido por persona entrando a Brasil. Además todos los pasajeros deben memorizar qué mercadería les fue asignada para responder en los controles de aduana. También, se suman productos extras que van repartidos en el equipaje de mano y bolsillos de cada uno de los sacoleiros. Para entrar al bus pasamos entre rejas que formaban pasillos, como si estuviéramos entrando a la cancha o a pabellones carcelarios. A todos los pasajeros nos revisaron con minuciosidad y hasta nos hicieron descalzar para revisarnos dentro de las zapatillas. En mi caso, incluso me abrieron el celular, pero solo encontraron una batería. Todo este control de seguridad no está a cargo de la policía sino de la propia “empresa”. Su preocupación es que alguien les cuele drogas: cuidan su negocio “legal”. Nosotros no éramos parte de la gran movida y solo aprovechábamos el pasaje económico. Supongo que aceptar “pasajeros normales” legaliza un poco la cuestión. Pero, aun así, nos ofrecieron llevar la caja de un IPhone a cambio de darnos 10 reales (solo por transportar la caja vacía). Por las dudas, ante el río revuelto, dijimos que no.

Ahora ya estamos en Ilha Grande.

Rascándonos en el paraíso.

Lo próximo será darle la vuelta a la isla. Serán varios días caminando por morros, selva y playas solitarias de agua cristalina. Suena bien.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO