Vane vomitó cuatro veces. Y todo comenzó a brillar. Los colores también. El San Pedro hacía ruido en mis tripas. Aunque no tanto como en el baño. El charango también hacía ruidos. Brillantes. Pero ruidos. El cielo detrás de las ventanas se oscureció y volvió a iluminarse. Vane regresó del baño y me hizo reír como siempre. Un poco más también. Llovía. Mis manos apenas se despegaban del charango. Aprendí a poner los dedos en Fa+, Sol7, Do+, Mi7 y La-. Y a saltar de uno a otro. Sin esfuerzos. Como un niño descerebrado. Vane me hacía reír.
Y me hizo ver animales en el cielorraso de madera.
El San Pedro tal vez fuera Trichocereus scopulicola, o en todo caso T. pachanoi. Esos cactus tienen mescalina. La mescalina pasa al agua del té, luego a la sangre. La sangre llega al cerebro. La mescalina toca los neurorreceptores 5-HT2A de la serotonina.
Finalmente fue saliendo algo parecido a música. Si es que se puede definir qué es música y qué no lo es. Era la primera vez que tocaba un instrumento.
Por la ventana se intuían los tejados de Sucre.
Una semana después estábamos en Potosí, visitando las minas. Salteamos las turísticas agencias y nos fuimos en trufi hasta el campamento minero en la base del Cerro Rico, un lugar desolado, de obradores de chapa sobre tierra removida, un lugar donde abunda el gris y el marrón. Ahí, por casualidad nos cruzamos con Basilio Vargas, el protagonista de un documental que había visto hacía tiempo y que recuerdo que me gustó. Es del año 2005. En aquel momento Basilio tenía catorce años y trabajaba en las minas. La película ganó muchos premios y hoy Basilio sigue en las minas.
Entramos a una con un amigo de Basilio. A pocos metros de ahí, Vanesa, la hermana de Basilio, rastrillaba piedras grises sobre un fondo gris.
La mina era parecida a muchas otras de Bolivia.
Una semana después estábamos en Cochabamba, consiguiendo un mapa detallado en el Instituto Geográfico Militar para entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Nuestro próximo destino es la selva, en el centro de Bolivia. El Chapare, un lugar al que no va casi nadie.
Entonces buscamos las oficinas de las SERNAP (Servicio Nacional de Áreas Protegidas) para sacar los permisos, pero no la encontramos. La única dirección que conseguimos nos llevó hasta una casa en las afueras de la ciudad, una casa abandonada. Un vecino nos dijo que se habían mudado hacía tiempo.
Después de haber paseado por diferentes oficinas de la municipalidad, finalmente, un empleado que había trabajado ahí nos informó que se habían trasladado a Villa Tunari.
Bajamos a la selva, a Villa Tunari. Acampamos en el Hostal Mirador, que es muy recomendable, tiene de todo: habitaciones (desde 47 bs. por persona), camping, piscina, cocina, un gran jardín selvático, un orquidiario, mesas de pool, ping-pong, metegol y vistas increíbles al río y las montañas, por lejos las mejores del pueblo. Si dicen que van de parte nuestra les hacen descuento.
Nos recibió el calor y la humedad del Oriente y unos mosquitos violentos. Tuvimos que comprar un mosquitero extra para la carpa. La trama del original no era suficientemente fina para esas bestias selváticas. Nos costó encontrar las oficinas. Estaban en el Auditorio, un gran edificio circular en un limbo entre la inauguración y el abandono, a unos dos kilómetros del pueblo (16°59’11″S; 65°25’59″O). Y más nos costó encontrar a sus empleados en algún horario laboral. Tardamos una semana en conseguir el permiso para entrar al TIPNIS. Demasiados conflictos: los conflictos entre las etnias y los conflictos con los narcos. Ahí están las plantaciones de coca y las cocinas de cocaína.
Una vez que obtuvimos los permisos, viajamos en auto compartido hasta Eterazama, un polvoriento y caluroso pueblo inflado por los dólares de la cocaína. Luego otro auto compartido hasta Isinuta (16°44’59″S; 65°38’29″O). Ahí acaba el camino para vehículos normales. Ahora nos quedaban cuatro horas en camión Unimog y una larga caminata por selva de montaña para llegar a las comunidades aborígenes de las etnias moxeño trinitario y yuracaré, comunidades tan aisladas que ni siquiera figuran en el mapa del Instituto Geográfico. Están más al norte que las plantaciones de coca de los Quechuas y Aimaras, más al oeste que las cocinas de cocaína.