Todo el regreso en un resumen fotográfico

Ya hacía un año y medio que habíamos salido de Buenos Aires. Llegamos hasta Panamá y ahora estábamos volviendo.

Primero estuvimos unos días en Cartagena en un hotel barato, caluroso e infestado de mosquitos. Ahí fue que me contagié dengue. Fueron doce días de fiebres muy altas. Carmen y Gonzalo también se contagiaron. Vane no, tal vez sea inmune a la cepa local, en todo caso ella es inmune a muchas cosas.

Aedes en mi pierna.

Antes de que supiéramos que tres de nosotros teníamos dengue tomamos un bus afiebrado y seguimos viaje hasta Palomino. Ahí fue la peor parte de la enfermedad. Tuve nauseas, vi formas geométricas coloridas con los ojos cerrados, me invadieron sueños delirantes y hasta me sangraron las encías. Esto último tal vez fuera por las pastillas: como al principio no sabía que tenía dengue, estuve tomando ibuprofeno y eso no es bueno porque los antiinflamatorios no esteroideos perjudican las hemorragias espontaneas, hay que tomar paracetamol (que resulta más fácil de conseguir cuando te enterás de que allá no lo llaman paracetamol sino acetaminofén).

Como no viajamos con seguro médico tuve que aguantar las peores horas sumergido en mi hamaca. Me sentía aplastado por un camión.

En mis sueños locos era yo el que aplastaba los camiones.

Vane se salvó del dengue pero en Palomino se contagió la cariñosa Larva migrans, un gusano nematodo que una vez dentro del cuerpo comienza a migrar lentamente por debajo de la piel. Como los remedios para curar la migración larvaria cutánea son muy fuertes, ella no quiso tomarlos y entonces se llevó el gusano de paseo por varios países. Era solo aguantar una picazón más.

Cuenta como mascota.

En esos días Carmen y Gonzalo tuvieron que volver a España. También era el final de un largo viaje. Lo terminaban a pura fiebre pero contentos. Prometimos volver a vernos en algún lugar del mundo.

Agotados y felices.

Cuando la enfermedad parecía remitir (aunque aún seguía sintiéndome débil) nos trasladamos a la Guajira, ya muy cerca de Venezuela. Fuimos a Cabo de la Vela y, de alguna forma, parecía que no queríamos volver. De hecho ese era el punto más septentrional del viaje (16°23’39″S, 65°56’45″W).

La Guajira es un lugar lejano, notablemente particular y muy recomendable. Es Caribe, desierto, indígenas Wayuu, eso.

Mucho sol, mucha sal y ningún mosquito.
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https://www.instagram.com/p/BmrczXknGON/

Yo seguía muy débil.

Aunque no podía quejarme.

Y Vane me acompañaba.

Definitivamente no puedo quejarme.
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Después intentamos entrar a Venezuela pero, debido al caos fronterizo y a mi debilidad aún persistente, decidimos regresar hacia el sudoeste y continuar la vuelta por las montañas. Primero viajamos en bus a Medellín, luego seguimos a dedo hacia Ecuador y, en un par de días, ya estábamos en Ibarra en la nueva casa de nuestros amigos Tati y Javico de Caminando por el globo. Hacía tiempo que quería conocer Ibarra, o más precisamente La Esperanza, un pueblito a unos siete kilómetros al sur de la ciudad. O aún más precisamente, a doña Aida.

En Ecuador existe la creencia de que Bob Dylan estuvo comiendo hongos mágicos en La Esperanza, Imbabura, en los años ’70. Yo siempre pensé que era mito, pero entonces conocimos a Aida, la dueña del hostal donde se supone que la estrella de rock estuvo mirándose los parpados. Es una encantador abuelita de más de 80 años. Nos invitó a pasar a su casa y charlamos agradablemente durante un buen rato. A pesar de que la historia de Dylan tiene todos los números para considerarse un mito, al escucharla en boca de Aida, con su humildad, su sencillez y su encanto natural, yo, que soy un gran escéptico, he cambiado de idea: por lo pronto la historia ahora me suena al menos verosímil. Se puede escuchar la charla en este audio que es largo y tiene poco volumen pero es muy agradable:

Aida, Bob Dylan, Esperanza.
Aida, yo, un hippie, niños y una torta con un hongo.

Ya no hay muchos hongos en La Esperanza, ahora hay más pavimento y menos vacas.

Pero donde sí hay una gran cantidad de hongos mágicos en Ecuador es en Girón y ahí fuimos. Aunque esta vez no encontramos por ser temporada seca. De todos modos el pueblo, sus senderos y la cascada son psicodélicos por sí mismos.

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Y a falta de hongos encontramos frambuesas.

Rubus niveus.

Luego, nuestro paso por Perú fue rápido.

Y gris.
Y melancólico.

Lo más agradable fue disfrutar unos días en Huanchaco con nuestros amigos Maru y Juan de Una realidad aparte. Ellos se fabricaron su propio hogar rodante y van rumbo a Alaska. Ahora acaban de lograr el cruce del Darién y andan por Panamá.

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Por Desaguadero fue que cruzamos a nuestra querida (y ahora muy convulsionada) Bolivia.

Trichocereus cuzcoensis.
Erythroxylum coca.
https://www.instagram.com/p/BoAlXxhFgAM/

Estuvimos unos días en La Paz alojándonos en el barato y muy recomendable Hostal Canoa.

Y otra cosa recomendable en La Paz es la feria de ropa de segunda mano de El Alto. Se arma los jueves y se accede por el teleférico. Aunque, en estos días violentos, calculo que debe estar suspendida.

https://www.instagram.com/p/Bn96yPnn_3r/

Luego bajamos del Altiplano hasta la selva de montaña de Villa Tunari en el Chapare cocalero, en el borde de la cuenca amazónica. Ya hemos ido varias veces por ahí. No es muy conocido por el turismo internacional y tiene lugares excelentes, que no son fáciles de encontrar, van apareciendo después de mucho caminar.

Pasando la tranca de Padre Sama, después de la cascada.
Buscando lugares.
Encontrando lugares.
Pozas escondidas cerca de El Puente, para el lado de Agrigento B.
https://www.instagram.com/p/BqDyCYolZaF/

También hay hongos mágicos en la zona.

No pregunten dónde, busquen.
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Y hongos culinarios.

Suillus sp.

Y una infinidad de escondidas plantaciones de coca.

Erythroxylum coca.

Y monos araña salvajes pero muy acostumbrados a la gente, que aparecen si uno espera con paciencia en el Parque Machía.

Ateles chamek.
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Y otros animales no tan fotogénicos.

Didelphis marsupialis.
En esta farmacia encontramos una crema tópica para la Larva migrans.

Y muchísimos bichos.

Te araño hasta Alaska.

Y una vez más penetramos en las profundidades del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) a puro autos compartidos, camión Unimog y senderos selváticos que ya se nos han hecho familiares.

Bicho palo enorme.

Hasta el río Ichoa.

Río Ichoa.

El lejano y poco conocido río Ichoa.

Donde se encuentran algunas de las más alejadas comunidades moxeñas y yuracaré.

El Carmen.

Luego volvimos a Villa Tunari.

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Y seguimos hacia Santa Cruz y aún más hacia el este en el histórico «tren de la muerte» que cruza a Brasil.

Toda la vuelta.

Paramos a mitad de camino, en Aguas Calientes, donde estuvimos unos días acampando junto a un río de aguas termales.

En Corumbá, Brasil, resolvimos un problema que teníamos con los pasaportes por haber pasado por fronteras lejanas y aisladas. Luego volvimos casi sin parar hasta Buenos Aires.

Ahora Vanesa está embarazada.

Lloramos de felicidad.

Pronto volveremos a viajar y será en familia.

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Río Napo

Después de que Vane actuara un par de veces en Quito gracias a nuestro querido amigo y comediante Juan José Abedrabbo, volvimos hacia el oeste, hacia la selva.

En un bus nocturno bajamos entre las montañas hasta Puerto Francisco de Orellana, más conocido como Coca, en las orillas del río Napo. La siguiente noche dormimos en un hostal barato. A la mañana partimos en la única lancha de pasajeros que desciende por el río hacia el lejano oriente del país.

Fueron muchas horas hasta Pañacocha, una comunidad kichwa fundada en 1930. Bajamos en el muelle junto a una hilera de casas de madera. En una de las casas conocimos a un hombre llamado Jorge que nos ofreció la planta alta de su hogar para que colgáramos nuestras hamacas y pasáramos la noche.

Esa tarde logré pescar un pez mota (Calophysus macropterus) que fue nuestra cena.

Al día siguiente continuamos bajando en lancha por el Napo y, un par de horas antes del anochecer, llegamos a Nueva Rocafuerte, ya muy cerca de Perú. Nuevo Rocafuerte es un desolado pueblo de frontera donde, por pura casualidad, nació el actual presidente del país. Ahí sellamos la salida en el pasaporte en una oficina de migraciones entre matorrales selváticos.

Habíamos pensado armar la carpa en algún descampado, pero un lanchero ofreció llevarnos en ese mismo momento a Pantoja, Perú, por un precio razonable. Viajaríamos con dos tipos, un brasileño y un alemán que habían llegado el día anterior.

La lancha, que era simplemente un bote con motor fuera de borda, arrancó con la oscuridad del atardecer empeorada por una gran tormenta eléctrica que se venía sobre nosotros. La primera parada fue a pocos metros de la partida. El lanchero realizó una maniobra en curva hasta dejarnos escondidos entre un carguero oxidado y los yuyales de la ribera de enfrente. Entonces, con la ayuda de un pibe que apareció entre el óxido del barco, cargaron dos barriles de petróleo.

Con la noche llegó la lluvia, una tormenta eléctrica violenta. Los cuatro pasajeros nos cubrimos con un nylon de color negro. El lanchero no, él se mantuvo de pie sosteniendo el motor, empapado y tiritando. Se notaba que conocía el río muy bien porque lograba esquivar los bancos de arena a gran velocidad bajo la tormenta, en plena oscuridad. Salvo uno, en el que quedamos encallados y tuvimos que bajar del bote a empujar. Luego fueron dos horas en las que fuimos mojados y acurrucados bajo el plástico, dos horas frías y vertiginosas.

La historia hasta acá también se puede ver en el video que hizo Vane:

Cuando ya estábamos del lado peruano la tormenta paró y poco después anclamos en una playa. Al encender el GPS noté que nos habíamos pasado un poco de Pantoja y ahora estábamos en una isla en el medio del río. Entonces el lanchero comenzó a bajar los barriles de petróleo pidiendo que lo ayudáramos. Con Vane nos negamos pero el brasileño y el alemán se mostraron colaboradores. Los tres, en la oscuridad, apenas alumbrados por linternas, hicieron un gran esfuerzo para subir la carga trepando por un terraplén.

Luego volvimos hacia el este (dirección que solo se notaba en el GPS ya que afuera todo era agua y negrura) y en pocos minutos estuvimos en la comunidad Cabo Pantoja.

Cuando el lanchero ya se había ido pedí disculpas al alemán por no haberlos ayudado.

–Es que después de semejante viaje arriesgado no teníamos muchas ganas de involucrarnos en un contrabando de petróleo.
–No sabía que era contrabando –respondió el alemán con el ceño fruncido.
–¿Qué pensabas que era?
–Pues no lo sé –respondió ahora sonriendo un poco pero sin dejar de fruncir el ceño.

Sellamos los pasaportes en una rústica oficina en una zona alta en las afueras de la comunidad. Ahí preguntamos cuál era la forma más económica para llegar a Iquitos y nos dijeron que había un carguero que era muy barato, pero que tardaba varios días en llegar a la ciudad, que solo pasaba cada quince días más o menos y que justo había salido esa misma tarde. La otra opción era una lancha rápida que saldría por la madrugada y que llegaría a Iquitos en solo día y medio.

Bajamos al pueblo entristecidos por nuestra mala suerte con los horarios del carguero y, con muy poca voluntad, nos dispusimos a armar la carpa en la ribera. Pero entonces alguien, salido de entre las sombras, nos ofreció una habitación barata y no lo dudamos. Teníamos la ropa mojada y teníamos hambre.

La última actividad del largo día fue ir a comprar algo para comer en el único negocio abierto de la comunidad. Bajo una luz amarillenta charlamos con el dueño del local y le comentamos nuestra desgracia con los horarios del barco carguero. Nos respondió que ese transporte no era una aventura muy agradable y que era muy lento, que ellos nunca viajaban ahí. Que era tan lento que en todo caso podíamos tomarnos la lancha al día siguiente y en pocas horas lo alcanzaríamos.

Nos pareció una idea genial y eso fue lo que nos propusimos hacer, tomar la lancha rápida hasta alcanzar el barco. Así nos fuimos a la cama, con la tranquilidad de estar durmiendo mientras el barco se nos alejaba muy lentamente.

El LIBRO

Con los shuar (cuarta parte: ayahuasca)

La última noche hicimos ayahuasca. La preparó Pascual durante todo el día. La liana estaba plantada a pocos metros de su casa y era un retoño del natem que había preparado para Juan y Laura. En siete años la planta fue convirtiéndose en un gran arbusto con una forma de arco bastante particular y que Pascual me dijo que les explicara a Juanito y a Laurita que eso significaba que iban a caminar (viajar) mucho y tener varios hijos.

Banisteriopsis caapi

Algo interesante fue que el segundo ingrediente de la ayahuasca (la fuente de dimetiltriptaminas) en este caso no fue el arbusto chacruna sino la liana chagropanga (Diplopterys cabrerana). Nunca había visto preparar ayahuasca con chagropanga. Pascual me mostró la enredadera en el monte y me dijo que ellos la llaman yági.

Por indicación de Pascual hicimos ayuno de veinticuatro horas, al que sorprendentemente él también se sumó. Si bien no iba a tomar, nos explicó que el que lo prepara también tiene que ayunar para darle fuerza al brebaje.

La liana se limpia.

Se machaca.

Se mezcla con hojas de yági.

Se hierve

Se cuela y se vuelva a hervir para concentrar.

Se toma.

El ayuno no fue totalmente estricto, entre los shuar está permitido amenizarlo con jugo de plátano maduro. Las hijas de Pascual nos trajeron un par de tazas dos o tres veces durante el día, las cuales recibimos como una delicia. El resto fue vegetar débiles en nuestras hamacas.

Mientras nosotros descansábamos, el río fue creciendo y poniéndose turbio. Supusimos que estaría lloviendo en las montañas.

Por la noche, a oscuras en la choza, tomamos el natem. Las ceremonias de ayahuasca shuar (cuando no son hechas por un chamán con motivos de curación) son simples. Pascual pronunció unas cuantas palabras en su idioma. El final sonó algo así como “¡Marta caramastá!” que tradujo como “¡Beba, tenga fuerza!”. Primero tomé yo, la bebida más ácida y amarga que he probado nunca, y luego Vane. Finalmente Pascual nos dijo que podíamos hacer lo que quisiéramos, pero que no nos adentráramos en la selva, por las serpientes (por las de verdad).

Después de una hora de estar tirados en nuestras hamacas, salimos a vomitar. Luego las visiones en el cielo, en el río, detrás de nuestros párpados, detrás de las serpientes fluorescentes.

(Acá se puede ver el video que hizo Vane)

Algo que me quedó claro esa noche fue la certeza de que nunca habíamos sido tan bien recibidos como en Tsunki.

Los hijos de Pascual nos despertaron en la madrugada. Nos pedían medicinas porque su madre se encontraba muy mal, con fuertes dolores de estómago. Rosana, que no toma chicha, suele tomar más agua que el resto. El agua es la del río, que cuando crece arrastra detritos del borde, que algunos provienen de animales muertos. Le dimos antibióticos.

Poco después nos despedimos emotivamente de todos los niños y subimos con Pascual y Rosana a la canoa para volver a San José. Rosana permaneció todo el viaje doblada y llorando en silencio.

Quedó internada y estable en el hospitalito de San José. Ya está mejor.

Ahora viajamos hacia Quito, donde Vane tiene preparados algunos shows de stand up, y luego volveremos hacia la selva, pero a la parte norte, a navegar por el río Napo intentando salir hacia Perú, hacia el Amazonas

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El LIBRO

Con los shuar (tercera parte)

Pascual, en su choza, bajo la selva, aprovechando el tiempo que faltaba para que la olla terminara de hervir la cena, nos contó que la ayahuasca, el natem, ocupa un rol central en la cultura shuar. No solo es utilizada por los chamanes en rituales curativos sino también es usada por cualquier persona para tener visiones del futuro. Según los shuar, el futuro se hace visible en los sueños y en las visiones del natem.

(Primera parte de la historia ➮ acá)

También, en muchos casos, es un rito de iniciación a la adultez. Cuando Pascual aún era niño, el padre lo hizo ayunar durante cuatro días (la idea original era ayunar seis pero el hombre se apenó del niño). Padre e hijo caminaron dos o tres jornadas hasta una cascada sagrada. En esos días el hombre cazaba, comía y tomaba chicha y Pascual solo caminaba, dormía y ayunaba (tomando solo jugo de plátano maduro). El niño, en un estado de debilidad profundo (casi inconsciente) tomó ayahuasca por primera vez en la cascada sagrada. Y, entre una gran cantidad de visiones, Pascual cuenta que pudo ver a Rosana, su mujer, mucho tiempo antes de que la conociera.

(Sí estás pensando ufff hay que leer mucho, acá se puede ver el corto y entretenido video que hizo Vane contando la historia desde el principio)

También aprendimos algunas cosas sobre el maikiúa, el floripondio (Brugmansia sp.), que suele estar plantado en varios arbustos alrededor de las chozas. Nos cuentan que a veces se usa en lugar del natem, pero claro, las visiones en este caso suelen no ser tan agradables, solo lo hacen para “tomar fuerzas”. También, y esto me resulta muy interesante, la usan como castigo/rectificación de niños desobedientes, descarriados o simplemente vagos. Los obligan a ayunar entre tres y seis días y luego les dan floripondio. Eso, por alguna razón, me hace pensar más en el futuro que en el pasado, un lejano y extraño futuro con psiquiatría indígena, un futuro difícil de entender.

En mi caso la experiencia que tuve con el floripondio en Tsunki fue notablemente más amena que la de los niños desobedientes. Simplemente Rosana usó hojas de maikiúa ablandadas en agua caliente para curarme una herida. En una de las caminatas me había hecho una lastimadura en la canilla. Era un raspón muy superficial pero, poco después de haberme lastimado, metí la pierna en un arroyo mientras estábamos pescando con barbasco, lo que hizo que se me generara una gran infección. O al menos eso es lo que me imagino que ocurrió, que el barbasco complicó la vida de mis células expuestas. Al día siguiente de haberme lastimado se me hinchó la pierna y tuve fiebre. Así fue que me perdí de participar en una pesca comunal con barbasco que incluía hacer un dique con ramas y hojas de plátano para enlentecer una curva del río. La lastimadura mejoró un poco con el lavado de floripondio pero aún más con la penicilina en polvo que también me aplicó Rosana y que le habían traído del hospitalito de San José para las heridas de sus hijos y que según ella funciona mucho mejor que la sangre de drago. De todos modos la infección, ya más controlada, siguió acompañándome un par de semanas.

Pascual también nos contó sobre su abuelo, que tenía cinco mujeres y se dedicaba básicamente a cazar, tomar chicha, trabajar en los arreglos de las chozas y matar a sus enemigos. Nos contó sobre las tzantzas, las cabezas reducidas que solían hacer los shuar con un largo proceso que duraba seis días. El abuelo colgaba las cabezas de sus enemigos (algunas de ellas eran las de los antiguos maridos de algunas de sus mujeres) en la entrada de la casa. También nos contó que existe la creencia romántica de que las tzantzas servían para tomar el espíritu y la fuerza de los caídos en batalla, pero que la realidad es que eran trofeos de guerra que colgaban en las casas con el simple objetivo de mostrar rudeza y atemorizar a sus enemigos.

Los shuar ya no reducen cabezas pero, de aquella costumbre, ha quedado una creencia particular: que los extranjeros venimos a cortarles las cabezas a ellos. Por supuesto que Pascual no cree en eso, pero nos hemos cruzado con otras personas cerca de Méndez que en principio nos habían evitado y que luego nos confesaron que era porque habían pensado que podíamos ser “gringos corta cabezas”. Incluso el pequeño Hengri tardó dos días en convencerse de que no habíamos venido a llevarnos la suya, algo que le producía mucha gracia a toda la familia. Al final nos hicimos muy amigos del niño después de llegar a un acuerdo en el que nosotros no íbamos a cortarle la cabeza si él no cortaba la nuestra.

Este miedo a que los extranjeros vengan a decapitarlos probablemente provenga de dos razones: una simple que es que para ellos históricamente cualquier enemigo siempre fue un potencial cortador de cabezas y es fácil ver a los extranjeros como enemigos; y otra más compleja que proviene de un conflicto en particular: durante el siglo pasado, el creciente interés de los coleccionistas por las tzantzas generó un gran comercio de la muerte. Un shuar podía recibir unos veinticinco dólares (o un arma de fuego) por cada tzantza entregada a los “gringos”. Y así, de a poco fue instaurándose la idea de que los extranjeros solo se acercaban a sus aldeas con un único interés. La “caza de cabezas” prácticamente fue erradicada en los años ´70 después de un gran esfuerzo conjunto de Ecuador y Perú por resolver la situación y por la prohibición de importación de cabezas en la mayoría de los países. Pero el miedo continúa hasta nuestros días.

El anteúltimo día Pascual nos enseñó a cazar con cerbatana. Por suerte para todos, en la práctica los dardos no estaban envenenados.

Dardos shuar

De todos modos no andábamos con ánimos de matar. Disparábamos a una inflorescencia de plátano clavada sobre un palo que simulaba bastante bien a un pájaro. Como Pascual había pintado nuestras caras con achote imaginé que eso era para aumentar nuestra puntería y entonces se me ocurrió que podía ser buena idea ponerme también una corona de piel de mono que nos habían mostrado el primer día. Con eso de seguro no iba a fallar ningún tiro. A Pascual le pareció buena idea y al resto de la familia imagino que también, porque fueron subiendo la apuesta con las vestimentas shuar hasta que Vane y yo quedamos totalmente vestidos de forma tradicional. Por supuesto les causaba mucha gracia a todos. De Vane dijeron que estaba muy bonita y le regalaron los aritos y el cinturón. De mí opinaron que parecía un cazador shuar asustado por un jaguar.

Pascual se mostró sorprendido por nuestra puntería y nos dijo que ya estábamos listos para ir a cazar. Y si bien fue un cumplido exagerado, a mí también me pareció que nos salía bastante bien. En mi caso el truco era que ya tenía algo de práctica de cuando estuve trabajando en comportamiento de primates en la selva formoseña. Aquella vez, la idea había sido dormir a los monos con dardos tranquilizantes, cosa que nunca ocurrió, pero sí practiqué bastante. Todo esto no se lo conté a Pascual, era más canchero simular una habilidad innata.

Bueno, la mira estaba un poco baja.

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El LIBRO

Con los shuar (segunda parte)

Después de que Pascual Ayumpúm me apuntara en el pecho con su lanza tomé conciencia de que, una vez más, habíamos llegado lejos. Estábamos en las profundidades de la selva ecuatoriana, lejos de los caminos, lejos de los celulares, junto a los que siempre han vivido ahí, los shuar, los notablemente amables reductores de cabezas.

(Primera parte de la historia ➮ acá)

Habíamos llegado a Tsunki sin aviso y desde que bajamos de la canoa nos habían recibido con un calor humano sorprendente. Nos quedamos diez días en la comunidad. En ese tiempo hicimos y aprendimos muchas cosas:

Caminamos por la selva donde Pascual nos enseñó varias plantas útiles como: frutipán, aguacate de monte (o cacao blanco o kushinkiap, que es un fruto más bien dulce y de sabor muy particular), sacha barbasco (que también se usa para pescar como el timiu pero en lugar de matar los peces solo los atonta por un rato, me parece que era Serjania piscetorum), algunas palmeras para fabricar dardos envenenados, una liana de la que sacamos agua para beber, una ruda para la gastritis, lengua de venado que no recuerdo para qué era, sangre de drago para cicatrizar las heridas y unas cuantas más.

Theobroma bicolor
Theobroma bicolor

Al final de una de las caminatas por la selva visitamos una cascada sagrada a la que debimos entrar en silencio para no molestar a los espíritus. Primero aspiramos tabaco líquido, que era simplemente estrujar hojas de tabaco en la palma de la mano y aspirar, luego Pascual cantó en shuar y ahí ya pudimos sumergirnos y nadar entre los peces.

Otro día en la comunidad asistimos a la fiesta de la chonta (Bactris gasipaes), una palmera que es especialmente venerada por ellos, usan la madera, el palmito y los frutos. Con los frutos se hace chicha y la consideran la más rica de todas. Fue una gran suerte estar en esos días ya que la fiesta de la chonta es la celebración más importante del pueblo shuar. En la fiesta, como corresponde, nos pintaron la cara con achote (Bixia orellana) en forma de serpiente y de jaguar. Luego los niños bailaron y clavaron lanzas contra el suelo y todos tomamos chicha de chonta.

Todos los días preparan chicha, normalmente la de yuca. Un día vimos cómo la hacían. Nunca había visto la preparación tradicional, la que se hace masticando y escupiendo. Por la tarde, dentro de la choza, Tania y Jhomara hirvieron varios kilos de yuca en una gran olla. Luego quitaron el agua y machacaron la yuca hasta hacerla puré. Después fueron tomando con los dedos las partes más fibrosas para llevárselas a la boca. Luego de un masticado a conciencia (solamente las mujeres tienen permitido hacer este paso) la yuca quedaba casi líquida y volvía en largos chorros a la olla. Así estuvieron un buen rato mientras charlábamos. El paso final es dejar fermentar la pasta durante varias horas. Cuantas más horas pasen más alcohólica se pone la bebida. Paradójicamente esta me resulta la forma más higiénica de producir la chicha. La definición de fermentación no difiere mucho de la de putrefacción y, puestos a elegir, prefiero tomar un líquido fermentado por bacterias que ya están en nuestras bocas y para las cuales nuestro sistema inmune ya tiene armas para combatirlas, que un líquido colonizado por bacterias y levaduras más sometidas al azar del medioambiente.

Otro día dimos clases de inglés a los niños a pedido de Julio, el profesor. Él no es de Tsunki sino de una aldea cercana y, si bien puede enseñarles muchas cosas a los chicos sobre el castellano y el shuar, nos contó que su inglés es muy básico y que, como está obligado a enseñarles, hace esfuerzos pero no sabe si los está ayudando mucho.

Como para saber en qué nivel estaban, les preguntamos a los niños cómo se dice “Hello!” y todos al unísono contestaron contentos “¡Elio!”.

Nos divertimos mucho en las clases, que más que clases fueron puros juegos. Vane estaba en el aula de los más chiquitos, unos quince alumnos de entre cinco y doce años. Yo estaba en otra con los seis adolescentes.

Habíamos planeado varias clases, pero no pudo ser porque ese día murió uno de los ancianos del lugar y la comunidad estuvo de luto toda la semana.

No fuimos invitados a las ceremonias de entierro y despedida que ocurrieron en algún lugar apartado de la comunidad. Nosotros, por las dudas, no preguntamos nada. Solo vimos a la gente ir y venir varias veces durante un par de días. Por lo poco que nos cuentan, entendemos que es una mezcla de costumbres tradicionales y cristianas.

El duelo también hizo que Rosana desista de participar de la ceremonia de natem (ayahuasca, Banisteriopsis caapi) que nos tenían preparado para el último día. La preparaba Pascual y la íbamos a tomar con ella, pero prefirió no hacerlo para no dejarse ganar por la tristeza reciente. Nos dijo que, de todos modos, lo haría unos días después, con toda la comunidad, cuando pasara el duelo, como se acostumbra, para alejar la muerte. También nos contaron que después de los duelos suelen tomar infusiones de hojas de ayahuasca para vomitar y liberar todas las penas.

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El LIBRO

Con los shuar

Viajábamos hacia las profundidades de la selva del oriente ecuatoriano para visitar la aldea Tsunki, una de las comunidades más lejanas y desconocidas de la etnia shuar (antes llamados jíbaros y principalmente conocidos por su antigua costumbre de reducir cabezas humanas). Nos incomodaba la situación de estar yendo sin permiso, sin avisar a nadie, porque a las comunidades indígenas siempre es bueno llegar con alguna autorización o al menos una carta de presentación. Pero en este caso no era posible porque no había forma de comunicarnos con ellos. Allá, en el río Mangosiza, no hay señal de celular ni de radio ni nada. El contacto que teníamos (el dato) nos lo habían pasado Juan y  Laura que son viajeros experimentados y escriben sus crónicas en los exitosos blogs Acróbata del camino y Los viajes de nena. Hacía unos siete años ellos habían visitado a Pascual y su familia y nos explicaron cómo llegar.

Primero fue un largo viaje hasta Puerto Morona en un bus que dejó atrás las montañas y nos metió en la selva profunda. Luego, cruzando el río Morona por un estrecho puente de lata, una camioneta nos llevó hasta la comunidad San José, donde se acaban los caminos. Ese día teníamos que dormir ahí porque únicamente en la madrugada hay posibilidades de encontrar canoas que suban por los ríos hacia las aldeas más alejadas. Aprovechamos esa tarde para conocer San José y, de paso, hablar con la autoridad local y pedirle una carta de recomendación.

A la madrugada siguiente, antes del amanecer, caminamos hasta Puerto Kashpaim donde efectivamente pudimos arreglar con un tipo joven, casi adolescente, para que nos llevara en canoa hasta Tsunki, primero bajando un poco por el rio Morona y luego subiendo varias horas hasta la zona alta del río Mangosiza. Hoy en día el viaje dura solo unas cuatro o cinco horas ya que desde hace unos tres años los locales han conseguido motorcitos traídos del Perú. Antes la excursión era a remo y palo y duraba mucho más.

El viaje, a pesar de la incomodidad de los asientos de madera y de una suave lluvia que nos mojó al amanecer, resultó agradable. Salimos a oscuras pero amaneció pronto. El río fue conduciéndonos a veces hacia el norte y a veces hacia el oeste estrechándose poco a poco mientras nos regresaba hacia las montañas selváticas. No tuvimos que bajarnos en ningún momento de la canoa para pasar los rápidos porque había suficiente agua en el río y nuestro canoero, después de darnos extrañas indicaciones en su extraño español (las cuales interpretamos como: no se muevan), mostró gran habilidad para conducirnos sin inconvenientes entre las correntadas. Días después nos enteraríamos de que la semana anterior había volcado y estuvo a punto de ahogarse una persona.

Al llegar a Tsunki casi toda la comunidad salió a recibirnos. Un hombre de aspecto más bien bajo y robusto nos tendió su mano y nos ayudó a subir las mochilas por el terraplén sin dejar de sonreír en ningún momento.

–¿A quién vienen a buscar? –preguntó el hombre.
–A Pascual.
–Soy yo. –contestó Pascual sonriendo aún más.
–Somos amigos de Juan y Laura.
–Juanito y Laurita, ¡qué alegría!
–Vinimos a visitarlos… si nos dan permiso…
–Hoy soñé con la llegada de ustedes… Soñé que una lora comía de mi boca… Le dije a mi mujer que había soñado eso y que no entendía el significado pero ahora me doy cuenta.

Quise preguntar si la lora éramos nosotros pero supuse que no era el momento de preguntas complejas, ya habría tiempo para eso.

Pascual nos alojó en una casita de madera en desuso que había pertenecido a su madre ya fallecida (mi madre ya descansó, fue lo que dijo él). La casa de madera había sido construida por el estado. Algún tiempo atrás habían llegado carpinteros y constructores enviados por el gobierno para construir unas cinco o seis casas y una escuela. Ahora los shuar las usan para dormir, el resto del día lo pasan es sus chozas tradicionales que las hacen con maderas, ramas y hojas secas y son mucho más frescas que las estatales.

Una vez instalados, Pascual nos llevó a su casita shuar (así la llaman ellos) para presentarnos a todos los que viven ahí, es decir, a su mujer, nueve de sus diez hijos y una de sus tres nietos. Todos tienen un nombre en español y otro en shuar. El nombre shuar de Pascual es Shimpiukat, que es un tipo de palmera, su mujer se llama Rosana Talséman (pato que no duerme), el hijo mayor, que tiene 23 años y ya no vive con ellos, vive en Macas con su mujer y sus dos hijos, se llama Cristian Arutám (el gran espíritu), los que sí viven con ellos son: Ximena Kúrinua (mujer de oro) de 21 años, Tania Wirisam (sapo amarillo) de 19, Jhomara Jusátin (animal que come mucho) de 17, Pascual Ayumpúm (dios del cielo) de 15, Manolo Chinki (pájaro) de 12, Marceti Karán (topo) de 10, Hengri Eté (avispa) de 7, Susana Nantar (piedra preciosa) de 5 y Eva Núse (maní) que es la hija de Ximena y tiene solo dos añitos.

Eva, Manolo, Susana, Vane, Marceti y Hengri.

Lo primero que hizo Rosana después de la presentación fue ofrecernos chicha de yuca masticada y fermentada. Metió una totuma (un cuenco hecho con el fruto de la planta Crescentia cujete) en una gran olla de chicha, luego limpió el borde con sus dedos y me lo ofreció. Respirando profundo me acerqué el cuenco húmedo a la boca y tomé un par de tragos del líquido ácido y espeso. Luego regresé la totuma a las manos de Rosana y les expliqué que no puedo tomar mucha chicha, a veces tengo gastritis y me hace bastante mal. Y es verdad, si bien la chicha no me resulta muy rica tampoco me parece desagradable, tomaría con gusto, pero la realidad es que no puedo beber más de medio vaso sin que me caiga mal. Si me excedo, cosa que a veces ocurre porque de sorbito en sorbito me cuesta calcular cuánto tomo, primero aparece la acidez, un par de horas después las náuseas y a veces hasta diarrea. Di las explicaciones pidiendo disculpas porque existe la idea popular de que se considera ofensivo no aceptar la chicha. Pero Pascual, sonriendo, me contestó que no me preocupara en lo más mínimo y que me entendía perfectamente y que incluso Rosana tampoco toma chicha porque, casualmente, también tiene gastritis.

Luego Rosana siguió ofreciendo a Vane, a Pascual y a todos los presentes incluida la pequeña Eva que tragó con ganas varias veces y devolvió la tutuma casi vacía y con una sonrisa empapada en chicha.

Al mediodía, en la semioscuridad de la choza, almorzamos palmitos cocinados en ayampaco, es decir, al vapor envuelto en hojas de bijao, con yuca y plátanos.

Por la tarde Pascual propuso ir todos juntos al río. Ahí nadamos y nos divertimos con los niños un buen rato.

Sobre el final de la jornada Rosana también entró en el agua, pero en un remanso donde la corriente se enlentecía entre troncos hundidos y plantas palustres. Fue con un manojo de raíces de timiu (creo que era Lonchocarpus urucu), o barbasco en castellano, y comenzó a machacarlos con una piedra sobre los troncos. El agua se puso lechosa y los peces fueron saliendo a flote, casi muertos, mientras los niños y yo los juntábamos en canastos.

Pascual usó uno de los peces como carnada y revoleó una línea para ver si pescábamos algo más durante la noche. El resto de los pescados, cocinados en ayampaco, fueron nuestra cena con yuca y plátano. Casi todos eran diferentes especies de loricáridos, unos tipos de peces raspadores de algas que en Argentina llamamos viejas de agua y que, a decir verdad, puede que sea el último pez que allá consideremos comestible. Estaban ricos.

Después de la cena, Pascual hijo y Manolo aparecieron vestidos con sus ropas tradicionales y con lanzas y comenzaron a bailar y cantar en la oscuridad de la choza apenas iluminada por el fuego. Nos estaban dando la bienvenida formal. La ceremonia terminó con Pascual hijo saltando hacia adelante y hacia atrás amagando clavar su lanza a centímetros de nuestros pechos al grito de “Jesté, Jestá”, que yo quise interpretar como “podría matarte pero no lo hago”. Eso nos dejó relajados como para irnos a dormir a nuestras hamacas.

Esa noche Pascual se despertó a las tres de la mañana para ir al río y revisar la pesca y encontró una raya en la línea (valga la redundancia). Cuando nos despertamos la raya de río ya estaba cocinada, fue nuestro desayuno.

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Méndez, Ecuador

Íbamos a dedo hacia el oriente ecuatoriano, hacia comunidades del alto Mangosiza, poblaciones shuar bien metidas en la selva amazónica. Como viajar a dedo es lento y a veces cansador habíamos planificado hacer una parada y pasar algunos días en algún pueblo a mitad de camino. Paramos en Méndez y nos resultó tan agradable el lugar que los dos o tres días se convirtieron en un mes.

(Si están pensando uhhh hay que leer mucho, acá abajo Vane cuenta nuestro paso por Méndez en un corto y ameno video)

La zona está muy bien: montañas, selva, cascadas, cuevas, comunidades indígenas, sitios arqueológicos, aguas termales y casi nada de turismo, más no se puede pedir. En el pueblo hay un mercado en el que Vane no puede parar de comer pescado frito y en las afuera hay unas espartanas y poco concurridas piscinas municipales con vistas a las montañas, a las que accedemos sin más trámite que llegar caminando y zambullirnos.

Uno de esos días caminamos, un poco orientados y un poco desorientados con el GPS, hasta el pueblo shuar Chupiantza. Ya estamos en zona de la etnia shuar pero aún no en las comunidades del aislado oriente sino en los pueblos más cercanos y occidentalizados, de esos en los que las costumbres originarias son más parte de la tradición que de la vida ordinaria. Aunque lo más curioso del día fue que, en el camino a Chupiantza, nos encontramos con un carrito con roldanas para cruzar el río, un medio de transporte no poco común en Sudamérica pero que nunca habíamos usado. La peligrosidad de este sistema de cruce de ríos (que acá llaman tarabita) ha quedado bien registrada en uno de los cuentos del libro Rigor Mortis de nuestro amigo Álex Ayala Ugarte. Nosotros cruzamos el río en el tambaleante carrito sin mayores perjuicios exceptuando el gran cansancio que nos quedó en los brazos de tanto tironear del cable, una tarea mucho más pesada de la que habíamos imaginado.

Otro día, después de haber visitado la comunidad de Patuca, orientados por unas vagas indicaciones de un local seguimos un sendero hacia unas cascadas del río Churo. Luego de caminar un buen rato por las montañas selváticas, un par de horas en las que no fuimos muy seguros de haber seguido bien las indicaciones, llegamos acertadamente a la triple cascada, donde el río cae entre grandes rocas en una angosta quebrada selvática. Ahí nos zambullimos varias veces a pesar de lo fresca que estaba el agua.

Pero lo particular de ese día fue que, en lugar de emprender la vuelta regresando por nuestros pasos, decidimos seguir hacia adelante. Esta decisión era en parte por la natural tentación de seguir un sendero que simplemente continúa pero, sobre todo, porque el GPS, a pesar de que en la zona no mostraba ningún camino ni nada en particular, sí marcaba un puente sobre el río Namangoza a unos kilómetros más adelante. Suponíamos que si había un puente habría un camino y ese camino parecía un gran atajo para volver a Méndez.

Un par de horas después el sendero de la selva se desvaneció entre pastizales de pendientes suaves en los que tuvimos que seguir apenas orientados por el GPS y, cada tanto, metiéndonos en el barro hasta las rodillas. Finalmente, después de una bajada abrupta en que reapareció la selva, encontramos el puente.

Era un puente abandonado y casi comido por la naturaleza. Por un momento la situación pareció sacada de una película de Disney para adolescentes.

Imaginé volviendo todo el camino hacia atrás, muy cansados adivinando el sendero con linternas en la oscuridad ya que casi eran las cinco de la tarde, porque pensé que Vane no iba a querer cruzar por motivos comprensibles como el hecho de que faltaban muchas tablas del puente y la que quedaban se notaban oscuramente podridas. Pero fue Vane la primera en cruzar. Yo la seguí, mirando a mis pies sobre las maderas hongueadas a muchos metros sobre el río y, una vez más, me sentí casi mágicamente afortunado por las coincidencias de los caminos.

Otro día, charlando sobre los shuar y luego sobre la cultura indígena en general, el dueño del hostal en el que estábamos nos comentó que en la finca de su infancia habían encontrado dibujos extraños tallados sobre una gran roca. Preguntamos si era posible que nos los mostrara, pero nos respondió que era difícil, que la finca ya hacía años que no le pertenecía y que en todo caso la selva ya habría tapado la roca y no iba a ser fácil encontrar el lugar. A partir de esa conversación nos fue creciendo la curiosidad sobre petroglifos en la zona y, luego de mucho indagar con los locales, finalmente un empleado de la alcaldía nos dijo que podíamos caminar hasta la comunidad de Bella Unión y preguntar a una familia que ahora no recuerdo su nombre. Ellos tal vez podían indicarnos dónde había dibujos de los antiguos.

Eso hicimos, caminamos hasta Bella Unión y encontramos a la familia. Al principio no nos dieron mucha bola pero, mencionando al empleado de la municipalidad y con un poco de paciencia, finalmente nos mandaron con uno de sus hijos, machete en mano, hacia la selva.

Siguiendo un camino y luego desviándonos un poco a campo a través, llegamos a una piedra que el niño limpió con el machete. Aparecieron dibujos muy locos: desde algunos muy simples como círculos concéntricos o círculos solapados, pasando por otros más figurativos donde se intuyen tallados de monos, hasta otros más simbólicos como la figura de un sol con rostro y rayos, que da la sensación de tener influencia incaica, a pesar de que, según tengo entendido, los incas nunca lograron conquistar esa zona, nunca lograron conquistar a los shuar, a los bravos y temible reductores de cabezas.

Y ahora sí, seguimos hacia el profundo oriente, hacia el río Mangosiza.

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De Girón

Entramos a Ecuador por Zumba, por las montañas. Vane está feliz: el verde de los caminos y de los pueblos, los ríos cristalinos, la buena onda de la gente.

Desde Zumba fuimos a Vilcabamba. Vilcabamba en quechua (o kichwa, que es la variante norteña del quechua) significa planicie de la vilca, el polvo visionario que producían los indígenas con las semillas del árbol Anadenanthera peregrina o A. colubrina. Y sí, encontramos varios árboles de vilca y también wuachuma, el cactus San Pedro, con lo cual imagino que el valle debió haber sido un lugar sagrado para los originarios de la zona.

Pero no nos quedamos mucho por ahí, seguimos hacia Loja donde nos alojamos en casa de unos amigos: Tati y Javico. Tati tiene el blog de viajes Caminando por el globo. Pasamos unos días muy agradables con ellos. Luego seguimos hacia el norte y dormimos en Saraguro. Lo que nos interesaba de esa parada era el origen de la población, una comunidad con fuertes raíces kichwa. Paramos ahí porque teníamos ganas de conocer a los herederos más norteños de la cultura incaica pero también, y sobre todo, porque quería conseguir hojas de coca. Desde que cruzamos a Ecuador que no encuentro en ningún lado y me resultaba curioso. Y tampoco encontré en Saraguro. Cada vez que pregunto por hojas de coca en Ecuador me miran con cara rara, o simplemente me desvían la mirada, como si estuviera preguntando dónde comprar armas. Ahí en Saraguro, donde se habla kichwa, donde las mujeres visten con polleras negras de la forma más tradicional (que se cree que es el estilo más parecido al de los incas), donde los hombre llevan el pelo largo atado en una trenza que les cae por la espalda, ahí en ese lugar tan tradicionalmente incaico, tampoco hay coca, no lo ven como una costumbre muy aceptable. Incluso un tipo me dijo que podía conseguirme marihuana o cocaína, pero hojas de coca no, imposible.

Más tarde me enteré de qué no se sabe bien cuál es la razón por la cual ha desaparecido la tradición de la coca en Ecuador, es un tema de discusión aún sin demasiadas certezas.

Luego dormimos en Cuenca, en casa de un amigo de un amigo, director de la Facultad de Artes de la Universidad de Cuenca, una persona excelente. A través de él nos enteramos de la existencia de Girón, un pueblito donde crecen hongos mágicos. Y fuimos.

Resultó ser un lugar que aún sin hongos seguiría siendo alucinante: con montañas escarpadas, valles verdes que parecen de cuentos, bosques húmedos y cascadas sorprendentemente altas. Además es un lugar aún virgen del turismo masivo. Más no se puede pedir.

Brugmansia sanguinea

Y sí, encontramos hongos Psilocybe cubensis con facilidad. Y ahí en Girón solo hay vacas lecheras, lo que demuele el mito de que los cucumelos necesiten la bosta del cebú para crecer. Siempre creí que la gran coincidencia entre los cebús y los Psilocybe no es por una razón de causa y consecuencia sino que ambos son consecuencia de una misma causa: el calor. Los cebús (y los híbridos con las vacas) se crían en zonas cálidas por su resistencia al calor, y los cucumelos también crecen en zonas cálidas, pero en este caso, se debe a su sensibilidad a las heladas fuertes. Pero ocurre que los frescos y verdes valles de Girón son especiales para las vacas lecheras y, como estamos en el ecuador, no hay inviernos fríos y no hay heladas fuertes y entonces sí hay cucumelos.

Ahora bajaremos hacia el este, hacia la selva, en busca de unas aisladas comunidades de la etnia shuar. Iremos sin aviso previo porque no hay manera de comunicarse con ellos. Pero vamos con el contacto de un amigo y confiamos en su carta de recomendación.

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Desde Montañita. Final de la historia.

Lo pasamos muy bien en los días nublados y luminosos de Montañita. En las sierras bajas y verdes, en las playas llenas de vegetación podrida y todo eso. Hasta que llegó el momento de volver: un día después de que la chilena rubia y la chilena morocha se fueran a Guayaquil, nos dimos cuenta de que estábamos llegando al final de nuestros cien dólares de emergencia. Entonces empezamos a viajar por primera vez hacia el sur, emprendiendo la vuelta a casa, que parecía tan lejos.

Caminos latinoaméricanos (Large)

Y calculamos mal: después de dos buses y muchas horas por las carreteras ecuatorianas, llegamos a la terminal de Guayaquil para darnos cuenta de que, con los pocos dólares que teníamos, no íbamos a poder llegar a la frontera peruana.

Era de noche y la terminal se iba apagando cuando tuvimos que ponernos de acuerdo en elegir entre dos opciones: intentar hacer dedo (que parecía complicado a esa hora y en esos barrios periféricos) o llamar a las chilenas para pedirles plata prestada (ellas nos habían dejado un dudoso número de teléfono).

Las llamamos, claro.

La respuesta fue sí y entonces nos dimos cuenta de que, hasta donde estaban ellas, solo podíamos ir en taxi. Eso nos dejaba con apenas unos centavos de resto.

Fuimos, claro.

El taxi pasó por barrios pobres, por debajo de autopistas y por más barrios pobres hasta dejarnos frente a un paredón interrumpido por fuertes rejas custodiadas entre dos uniformados con ametralladoras.

Pasamos, claro.

Caminamos a oscuras por callecitas prolijas de un barrio privado. No recuerdo de quién era la casa, creo que de algún pariente lejano de alguna de las dos. Y extrañamente solo las vimos a ellas, no sé si los dueños del lugar dormían o qué, pero ahí nos quedamos hasta el amanecer.

Al día siguiente los diez dólares sí nos alcanzaron hasta la frontera. De ahí en más el camino por Perú fue largo pero a ritmo constante: Piura, Trujillo, Chimbote, Lima, Nazca. Otra vez muchos transportes y puentes derrumbados. En un mínimo almacén frente a la playa de algún pueblo costero, llamé a la rubia metiendo una moneda tras otra en un pequeño teléfono público. Me dijo que le gustaba mucho que la hubiera llamado. Me pareció que lo decía sorprendida. Después me contó que de Guayaquil volarían a Nueva York. Habían conseguido unos pasajes baratos y alargaban su viaje.

Unos días después ya estábamos en Chile haciendo dedo, caminando por el desierto o durmiendo al aire libre. De caminar en el desierto recuerdo el ruido, un suelo seco que se quebraba bajo nuestros pies con el chasquido que hace una maceta al romperse. De dormir al aire libre recuerdo enroscarme en la bolsa de dormir para protegerme del frío y un perro que vino a olisquearnos en mitad de la noche (aunque esto último puede que lo haya soñado).

Cien (Large)

Cuando llegamos a Santiago devolvimos los diez dólares en la dirección que teníamos anotada en un papel arrugado y dedicamos nuestros últimos días de vacaciones a caminar por la ciudad, gastando los restantes pesos en empanadas y refrescos. Finalmente subimos a un último bus a Buenos Aires justo a tiempo para retomar las clases en la universidad.

Al desarmar la mochila, me sorprendió encontrar un San Pedro; había olvidado que lo llevaba. Lo plante en mi jardín.

Lo que siguió después fueron varios meses en los que las cartas iban y venían de Buenos Aires a Santiago. Y no solo las cartas, yo también, las veces que podía, ahorrando dólares y encontrando días libres para visitar a la rubia en su ciudad: buses o aviones ida y vuelta a Chile y pasando los mejores días en hoteles antiguos y descascarados.

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Montañita, Ecuador

Nos habían dicho que de Trujillo hacia el norte quedaban pocos puentes en pie. Eso hizo que nos desviáramos hacia el oeste, hacia las montañas. Después de muchas horas en buses antiguos cruzamos de Perú a Ecuador por el paso fronterizo de Macará. Al día siguiente, mientras viajábamos en un bus nocturno a Guayaquil, nos despertaron varias veces y nos hicieron bajar a punta de ametralladora a firmar cuadernos (solo a nosotros dos). Lo recuerdo como en sueños, contestando casi dormido. No sé por qué tanta militarización; tal vez fuera por la guerra entre Perú y Ecuador; el último conflicto armado había ocurrido hacía solo tres años y aún faltaban unos meses para firmar la paz definitiva. O tal vez tuviera algo que ver con Sendero Luminoso, que por aquellos años había controlado zonas cercanas en el Perú. O quién sabe.

En Guayaquil nos enteramos de que nuestras tarjetas de débito no funcionaban en Ecuador y aun así seguimos viaje hacia el norte con un billete de cien dólares que yo había escondido en la mochila para esas situaciones. Vivimos varios días con esos pocos dólares, la mayor parte del tiempo en Montañita, que en aquel entonces era un pueblo pequeño y tranquilo. Nos hospedamos en un hotel casi abandonado en el que dormíamos solo nosotros dos y tres murciélagos.

murciélagos (Large)
Tres hembras con chapa arriba

Una noche, parados bajo un techo de paja de un bar de la playa, Pablo despertó.

–Julián, encaremos a esas dos pibas.

Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba con nadie. Creo que eso me hizo pensar en “¿y qué les decimos?”.

Eran chilenas y no sé qué fue lo primero que dijimos, pero finalmente Pablo se quedó hablando con la más morocha y yo con la más rubia.

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