Todo el regreso en un resumen fotográfico

Ya hacía un año y medio que habíamos salido de Buenos Aires. Llegamos hasta Panamá y ahora estábamos volviendo.

Primero estuvimos unos días en Cartagena en un hotel barato, caluroso e infestado de mosquitos. Ahí fue que me contagié dengue. Fueron doce días de fiebres muy altas. Carmen y Gonzalo también se contagiaron. Vane no, tal vez sea inmune a la cepa local, en todo caso ella es inmune a muchas cosas.

Aedes en mi pierna.

Antes de que supiéramos que tres de nosotros teníamos dengue tomamos un bus afiebrado y seguimos viaje hasta Palomino. Ahí fue la peor parte de la enfermedad. Tuve nauseas, vi formas geométricas coloridas con los ojos cerrados, me invadieron sueños delirantes y hasta me sangraron las encías. Esto último tal vez fuera por las pastillas: como al principio no sabía que tenía dengue, estuve tomando ibuprofeno y eso no es bueno porque los antiinflamatorios no esteroideos perjudican las hemorragias espontaneas, hay que tomar paracetamol (que resulta más fácil de conseguir cuando te enterás de que allá no lo llaman paracetamol sino acetaminofén).

Como no viajamos con seguro médico tuve que aguantar las peores horas sumergido en mi hamaca. Me sentía aplastado por un camión.

En mis sueños locos era yo el que aplastaba los camiones.

Vane se salvó del dengue pero en Palomino se contagió la cariñosa Larva migrans, un gusano nematodo que una vez dentro del cuerpo comienza a migrar lentamente por debajo de la piel. Como los remedios para curar la migración larvaria cutánea son muy fuertes, ella no quiso tomarlos y entonces se llevó el gusano de paseo por varios países. Era solo aguantar una picazón más.

Cuenta como mascota.

En esos días Carmen y Gonzalo tuvieron que volver a España. También era el final de un largo viaje. Lo terminaban a pura fiebre pero contentos. Prometimos volver a vernos en algún lugar del mundo.

Agotados y felices.

Cuando la enfermedad parecía remitir (aunque aún seguía sintiéndome débil) nos trasladamos a la Guajira, ya muy cerca de Venezuela. Fuimos a Cabo de la Vela y, de alguna forma, parecía que no queríamos volver. De hecho ese era el punto más septentrional del viaje (16°23’39″S, 65°56’45″W).

La Guajira es un lugar lejano, notablemente particular y muy recomendable. Es Caribe, desierto, indígenas Wayuu, eso.

Mucho sol, mucha sal y ningún mosquito.
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https://www.instagram.com/p/BmrczXknGON/

Yo seguía muy débil.

Aunque no podía quejarme.

Y Vane me acompañaba.

Definitivamente no puedo quejarme.
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Después intentamos entrar a Venezuela pero, debido al caos fronterizo y a mi debilidad aún persistente, decidimos regresar hacia el sudoeste y continuar la vuelta por las montañas. Primero viajamos en bus a Medellín, luego seguimos a dedo hacia Ecuador y, en un par de días, ya estábamos en Ibarra en la nueva casa de nuestros amigos Tati y Javico de Caminando por el globo. Hacía tiempo que quería conocer Ibarra, o más precisamente La Esperanza, un pueblito a unos siete kilómetros al sur de la ciudad. O aún más precisamente, a doña Aida.

En Ecuador existe la creencia de que Bob Dylan estuvo comiendo hongos mágicos en La Esperanza, Imbabura, en los años ’70. Yo siempre pensé que era mito, pero entonces conocimos a Aida, la dueña del hostal donde se supone que la estrella de rock estuvo mirándose los parpados. Es una encantador abuelita de más de 80 años. Nos invitó a pasar a su casa y charlamos agradablemente durante un buen rato. A pesar de que la historia de Dylan tiene todos los números para considerarse un mito, al escucharla en boca de Aida, con su humildad, su sencillez y su encanto natural, yo, que soy un gran escéptico, he cambiado de idea: por lo pronto la historia ahora me suena al menos verosímil. Se puede escuchar la charla en este audio que es largo y tiene poco volumen pero es muy agradable:

Aida, Bob Dylan, Esperanza.
Aida, yo, un hippie, niños y una torta con un hongo.

Ya no hay muchos hongos en La Esperanza, ahora hay más pavimento y menos vacas.

Pero donde sí hay una gran cantidad de hongos mágicos en Ecuador es en Girón y ahí fuimos. Aunque esta vez no encontramos por ser temporada seca. De todos modos el pueblo, sus senderos y la cascada son psicodélicos por sí mismos.

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Y a falta de hongos encontramos frambuesas.

Rubus niveus.

Luego, nuestro paso por Perú fue rápido.

Y gris.
Y melancólico.

Lo más agradable fue disfrutar unos días en Huanchaco con nuestros amigos Maru y Juan de Una realidad aparte. Ellos se fabricaron su propio hogar rodante y van rumbo a Alaska. Ahora acaban de lograr el cruce del Darién y andan por Panamá.

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Por Desaguadero fue que cruzamos a nuestra querida (y ahora muy convulsionada) Bolivia.

Trichocereus cuzcoensis.
Erythroxylum coca.
https://www.instagram.com/p/BoAlXxhFgAM/

Estuvimos unos días en La Paz alojándonos en el barato y muy recomendable Hostal Canoa.

Y otra cosa recomendable en La Paz es la feria de ropa de segunda mano de El Alto. Se arma los jueves y se accede por el teleférico. Aunque, en estos días violentos, calculo que debe estar suspendida.

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Luego bajamos del Altiplano hasta la selva de montaña de Villa Tunari en el Chapare cocalero, en el borde de la cuenca amazónica. Ya hemos ido varias veces por ahí. No es muy conocido por el turismo internacional y tiene lugares excelentes, que no son fáciles de encontrar, van apareciendo después de mucho caminar.

Pasando la tranca de Padre Sama, después de la cascada.
Buscando lugares.
Encontrando lugares.
Pozas escondidas cerca de El Puente, para el lado de Agrigento B.
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También hay hongos mágicos en la zona.

No pregunten dónde, busquen.
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Y hongos culinarios.

Suillus sp.

Y una infinidad de escondidas plantaciones de coca.

Erythroxylum coca.

Y monos araña salvajes pero muy acostumbrados a la gente, que aparecen si uno espera con paciencia en el Parque Machía.

Ateles chamek.
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Y otros animales no tan fotogénicos.

Didelphis marsupialis.
En esta farmacia encontramos una crema tópica para la Larva migrans.

Y muchísimos bichos.

Te araño hasta Alaska.

Y una vez más penetramos en las profundidades del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) a puro autos compartidos, camión Unimog y senderos selváticos que ya se nos han hecho familiares.

Bicho palo enorme.

Hasta el río Ichoa.

Río Ichoa.

El lejano y poco conocido río Ichoa.

Donde se encuentran algunas de las más alejadas comunidades moxeñas y yuracaré.

El Carmen.

Luego volvimos a Villa Tunari.

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Y seguimos hacia Santa Cruz y aún más hacia el este en el histórico «tren de la muerte» que cruza a Brasil.

Toda la vuelta.

Paramos a mitad de camino, en Aguas Calientes, donde estuvimos unos días acampando junto a un río de aguas termales.

En Corumbá, Brasil, resolvimos un problema que teníamos con los pasaportes por haber pasado por fronteras lejanas y aisladas. Luego volvimos casi sin parar hasta Buenos Aires.

Ahora Vanesa está embarazada.

Lloramos de felicidad.

Pronto volveremos a viajar y será en familia.

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Por el río Napo hacia el Amazonas

Amanecimos en Pantoja, en el río Napo, con el sol saliendo entre la selva. Estábamos en la frontera entre Ecuador y Perú, una de las regiones más deshabitadas del planeta. El M/F Heroica, el barco carguero que mantiene aprovisionadas a las comunidades del río desde Iquitos hasta la frontera había pasado hacía poco menos de veinticuatro horas y no volvería a pasar hasta dentro de dos o tres semanas. No queríamos esperar tanto para ir hacia Iquitos y la solución era una lancha que prometía ir lo suficientemente rápido como para alcanzar al barco antes del mediodía.

Partimos a las seis de la mañana y efectivamente viajamos a gran velocidad, espantando a los pájaros amazónicos. Solo nos detuvimos una vez en una aldea indígena para comprar carne de cerdo de monte ahumada. Cuando volvimos a desacelerar ya habíamos alcanzado al carguero en una comunidad de la que no recuerdo su nombre. El lanchero tuvo que señalar varias veces hasta que comprendí que cosa era el barco, que desde nuestro punto de vista parecía solo un cubo oxidado a metros de la orilla.

Bajamos de la lancha cargando las mochilas pesadas intentando no resbalar en el barro. Los habitantes de la comunidad que antes estaban mirando el barco ahora nos miraban a nosotros. Nosotros los mirábamos a ellos y al carguero que, a medida que nos acercábamos se parecía más a una villa flotante, un conjunto de chapas oxidadas formando dos pisos con agujeros por los que salían brazos y cosas. Y entonces sentí que, por primera vez en nuestro viaje, tal vez estuviéramos a punto de rechazar un trasporte por sus condiciones de comodidad.

Lo de M/F no lo entiendo, lo de Heroica sí.

–Vane, ¿estás dispuesta a viajar cinco o seis días en eso?
–Estoy con la copita –respondió Vane con el ceño fruncido y los ojos tristes.

Ella no necesitaba ninguna excusa para pedirme que no fuéramos, pero de todos modos me tomé unos segundos imaginando la situación. No sé cómo se debe sentir una menstruación, pero estoy seguro que no me gustaría experimentarla en los baños de chapa de un hacinado barco, aislado durante días.

Al volver a la lancha el lanchero nos miró con cara de yo-les-avisé, a pesar de que nunca habíamos hablado de la calidad del barco, y propuso llevarnos hasta Santa Clotilde. Ahí, dijo, tendríamos más opciones.

A todo trapo.

Entonces fueron varias horas surcando curvas de la cuenca amazónica. Llegamos al atardecer.

Santa Clotilde (2°29’18″S, 73°40’38″W), a pesar de la gran cantidad de basura acumulada en la ribera, nos pareció una comunidad agradable y decidimos quedarnos un par de días alojados en un hotel muy barato (15 soles los dos) mientras esperábamos algún trasporte que nos llevara a Iquitos. Nos habían dicho que llegaría otro carguero desde el río Curaray.

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En Santa Clotilde hay un pequeño hospital y ahí aprovechamos para chequearme una llaga que tengo en el brazo. Dicen que puede ser leishmaniasis, algo que sería muy malo porque la cura es larga y agresiva. La leishmaniasis es producida por parásitos que entran en la piel a través de picaduras de jejenes. Acá hay una gran cantidad de jejenes y el repelente de mosquitos no es muy efectivo contra estos bichos.

Hippie sin OSDE.

Creo que deberíamos apurarnos un poco hacia zonas más seguras, más relajadas. Porque, además, acá también hay mucha malaria.

En la semana 34 se enfermó el que hacía las mediciones.

Al tercer día coincidieron ambos barcos. Por la mañana llegó el M/F Heroica, la villa flotante que venía de la frontera, y por la tarde llegó el M/F San Ignacio, la villa flotante que venía del Curacay.

M/F Heroica
M/F San Ignacio

Lo curioso es que, a pesar de que el San Ignacio no se veía muy diferente al Heroica, solo un poco menos oxidado, esta vez no nos sentimos incómodos al abordar. Vane se sentía mejor y ya solo quedaban dos días y medio hasta Iquitos.

La otra opción era ir remando.

El viaje fue agradable, un flotar lento por el río de un kilómetro de ancho en el que fuimos bandeando de orilla en orilla según el recorrido de la curva o la ubicación de las aldeas con pasajeros. Fue agradable a pesar de la comida: pan y avena líquida como ejemplo de desayuno y arroz con un centímetro cúbico de pollo como ejemplo de almuerzo.

Y Vane como ejemplo de acompañante ideal.

Y agradable a pesar del hacinamiento de hamacas: tenía a una mujer cruzada por abajo y un tipo cruzado por arriba y para ir al baño había que gatear y hasta arrastrarse intentando no empujar a los durmientes.

La segunda noche dormí sobre un banco porque se me rompió la hamaca. Se rajó la tela. No me apené demasiado, la había comprado en Tailandia en 2005 y tuvo mucho uso.

Tela rompí.

Aunque, a decir verdad, lo peor del viaje fue el olor. La cubierta de abajo, la de carga, además de productos agrícolas llevaba animales: gallinas, cabras, dos vacas, un búfalo y una decena de chanchos. El intenso olor de la caca de los cerdos nos acompañó todo el viaje.

Somos animales.

Luego Iquitos nos sacudió con el caos de las urbes. Una ciudad con historia, ruido, calor, humedad, miles de motocars y más historia. Hay pocas ciudades en el mundo a las que no se puede acceder por caminos e Iquitos es la más grades de estas. Tal vez por eso los colectivos son de carrocería de madera. Supongo que en la selva es más económicos mantenerlos así que traer nuevos por agua.

Iquitos, pará la moto.

Nos alojamos en un hotel antiguo y barato que luego curiosamente descubrimos que aparece en la película Fitzcarraldo. Frente al hotel había una despensa atendida por dos mujeres indígenas que vestían con largas polleras negras y pañuelos, también largos y negros, cubriéndoles el cabello. En algún momento quise preguntarles por sus vestimentas, pero me ganaron las ganas de no molestarlas.

También nos sorprendió el mercado de Iquitos que nos agradó a pesar de que es el más sucio que hemos visto nunca. Un lugar cálido y húmedo donde el barro y la basura se van acumulando en las calles formando una pasta de gran variedad de colores y aromas. Al  caer la tarde, las calles del mercado se limpian con ayuda de una pala mecánica.

Reciclando.

Es un mercado donde se puede comprar casi todo, incluyendo un pedazo de caimán para hacerlo a la parrilla. Y también hojas de coca, harina de coca, San Pedros y hasta botellas de ayahuasca. Me reencontré con las hojas de coca después de mucho tiempo, algo que añoraba considerablemente al momento de tratar de concentrarme en la escritura de estas crónicas.

Trichocereus pachanoi

También calurosa y húmeda fue nuestra recorrida por los hospitales de la ciudad. Queríamos saber a qué se debía la llaga de mi brazo. Cuando logramos que nos atendiera una infectóloga nos anticipó que era muy probable que fuera leishmaniasis y que seguramente tendríamos que quedarnos en Iquitos por veinte días o un mes que es lo que dura el tratamiento. La cura no se puede hacer ambulante porque los medicamentos son tan fuertes que se aplican con monitoreo cardíaco en el hospital. Pero, aclaró, de todos modos lo primero era confirmar el diagnóstico en laboratorio.

Me sentía mejor de lo que aparenta la foto.

Finalmente la biopsia dio negativa para leishmaniasis, solo encontraron hongos. Aunque me avisaron que eso no quería decir nada, que la infección era muy reciente y que debo tratarme con crema antimicótica durante un mes y volver a hacerme una biopsia si no se me cura.

Nos costó encontrar dónde comprar pasaje para seguir río abajo por el Amazonas, hacia la triple frontera con Colombia y Brasil. En la confusión de puertos que es la ciudad polvorienta, terminamos en un barrio del cual salimos apurados por el exceso de alcohol y prostitución (el de ellos, no el de nosotros). Cuando finalmente encontramos el lugar correcto resultó ser Puerto Ransa, el mismo al que habíamos arribado unos días antes.

Viajamos durante dos días en el MF El Gran Diego, un barco bastante más grande que los anteriores, con una cubierta para la carga y dos para las hamacas.

Nos sentíamos mejor de lo que aparenta la foto.

Lo más curioso de este trayecto fue que, en algún momento, noté que viajábamos con una mujer originaria con vestimenta similar a las almaceneras de enfrente del hotel. Era una anciana y venía coqueando. Desde las sierras peruanas que no había visto a nadie coquear.

–Kanchu coca –dije como excusa innecesaria para charlar.

La anciana sonrió y me ofreció un poco de sus hojas. Yo le ofrecí de las mías y eso le hizo aún más gracia.

–¿Habla español? –pregunté estúpidamente.
–Kichwa y español –me contestó.

Entonces charlamos un buen rato (en español, por supuesto). Me contó que estaba viajando a Alto Monte de Israel, la comunidad donde vivía, que la coca la cultivaba ella misma y unas cuantas cosas más que ya no recuerdo. En algún momento le pregunté por su vestimenta.

–Es por mi religión.
–¿Cuál religión es la suya?
–Israelita.

Por alguna razón en la que me desconozco no seguí indagando sobre sus creencias. Simplemente seguí coqueando y charlando de variadas cosas con la mujer kichwa israelita, hasta que se bajó en su comunidad Alto Monte de Israel (3°52’58″S, 71°27’04″W) donde subieron momentáneamente dos niñas a vender pochoclos y chifles, vestidas también con pollera y pañuelo negro tapando el cabello.

Le pregunté si era pochoclo kosher.

Luego me enteré de que Alto Monte de Israel es una comunidad de una secta fundada en los años noventa por un tal Ezequiel Ataucusi Gamonal. Una secta de sincretismo incaico cristiano.

Ahora estamos en Leticia, Colombia, en un sorprendentemente barato hostal con piscina, deseando descansar un poco y conocer el lugar antes de seguir en barco por el Amazonas hacia Manaos. Aunque en realidad lo que más deseo es que la llaga de mi brazo no sea leishmaniasis y se me cure con la crema antimicótica.

Y acá el video resumen de Vane:

Chamanismo en Huancabamba

Viajamos a Huancabamba, el lugar más tradicional del chamanismo de las sierras peruanas. Un pueblo entre las montañas, entre frías lagunas a 3800 metros sobre el mar, un lugar al que se accede por un camino serpenteante, a veces de asfalto, a veces de ripio, un camino un tanto peligroso en épocas de lluvia, un peligro que parece anticipar la apuesta de riesgo que conlleva el viaje interno.

Ahí conocimos al chamán Duberlí Guerrero. Él nos invitó a una ceremonia en su casa, en su sótano. El suelo era de tierra húmeda, las paredes (que costaba saber dónde comenzaban) estaban llenas de fotos que tal vez fueran de pacientes o parientes de pacientes. También había dos cueros de boas adheridos al revoque con tachuelas y tres afiches: dos del actor rapero John Cena mostrando sus músculos desarrollados y otro de una modelo semidesnuda con una boa enroscada sobre sus curvas pronunciadas. A la derecha, sobre una esquina del suelo, estaba instalada una mesada tradicional con espadas, santos, piedras, limones, etc. A la izquierda, sobre un lateral, había tres o cuatro colchones tirados en el piso. Sobre los colchones, los pacientes. Eran diez a nuestra derecha y una a nuestra izquierda, una chica llamada Laurita. Laurita tiene quince años y mide poco más de metro treinta. Indígena, cachetona, manos pequeñísimas y piel lisa y oscura. Había venido con la foto de un chico de su pueblo, para un amarre. Venía, sin dudas, con amor inseguro y adolescente. Otra de las pacientes era una mujer ojerosa, de piel amarillenta, labios pálidos y que casi no podía caminar sin ayuda. Imaginé que tendría una enfermedad hepática grave.

Luego lo curioso fue que el chamán se tomó casi todo el San Pedro. Primero nos ofreció a nosotros (solo aceptamos los hombres y Vane) pero solo nos sirvió un trago a cada uno. Los dos vasos restantes se los tomó él, el chamán Duberlí Guerrero. Por otro lado los ayudantes se dedicaron a tomar licor.

La ceremonia fue muy larga, varias horas en la que el chamán invoco repetidas veces a Jesusito, Diosito y diferentes vírgenes y nos persignamos en muchas ocasiones. Los pacientes a veces dormíamos y a veces no. En algunos momentos se escuchaban ronquidos.

Promediando la mitad de la noche hubo espadas de metal y espadas de madera recorriendo nuestros cuerpos. Luego un par de veces Duberlí nos escupió agua florida (acto al que le llaman florecimiento y que hemos adoptado con Vane pero que solo lo practicamos en días cálidos) y en una ocasión uno de los ayudantes también nos escupió un gajo de lima en el pecho a cada uno. En otras ocasiones, repetidas veces, el chamán pidió salud para cada uno de nosotros y luego trabajo y dinero. Y también hubo (esta vez sin mencionar a Jesusito) conjuros contra quienes nos envidiaran y hasta una bendición para una camioneta a través de los papeles de registro que su dueño había traído en una carpetita de plástico trasparente y que ahora descansaban junto a los limones y a la foto del conjurado deseo de Laurita.

En privado, Duberlí me preguntó a quién de nosotros dos le solía doler la cabeza. Le contesté que a ninguno. Luego me ofreció un licor que dijo que estaba mezclado con ayahuasca. Acepté.

Al amanecer regresamos caminando al hotel un poco apurados bajo una llovizna suave. Dormimos profundamente.
Ahora seguiremos hacia Ecuador, cruzaremos por las montañas.

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Chamanismo en Túcume

Viajamos a Túcume en busca del chamán Orlando Vera, hijo del conocido maestro Santos Vera. Queríamos vivir una experiencia de ceremonia tradicional de San Pedro, de esas que se han ido heredando de padre a hijo o de maestro a discípulo desde siempre, desde los antiguos.

Túcume queda a unos treinta kilómetros al norte de Chiclayo, junto a un sitio arqueológico formado por edificios piramidales construidos en adobe por la cultura sicán o lambayeque hace unos mil años. El pueblo nuevo es amarillento, caluroso y de casas bajas, muchas de ellas coronadas de hierros de construcción, aunque esto último es característico de todo el Perú, los hierros de obras erizados sobre los techos esperando un piso más. Perú es un país de hogares sin terminar.

El centro de sanación de Orlando Vera queda en las afueras de Túcume, un poco más allá de las antiguas pirámides. Ahí fue la ceremonia, por la noche, al aire libre, con luna llena. Éramos más de diez y menos de veinte.

Antes de comenzar, en privado, Orlando nos explicó que, si bien siempre había trabajado con San Pedro, ahora usaba más la ayahuasca. Nos dijo que de esa forma la cura es más rápida que con los cactus.

Todos los pacientes tomaron ayahuasca menos nosotros dos que pedimos específicamente que nos dieran San Pedro, wuachuma, el cactus visionario de los Andes. Entonces uno de los dos ayudantes del chamán nos sirvió un vaso de líquido casi cristalino, no muy concentrado.

Media hora después una de las pacientes empezó a sentirse mal, realmente mal, creía que iba a morir. Orlando, en ese momento y luego en otras varias oportunidades, la hizo callar explicándole que ya se le pasaría, que la ayahuasca era así.

La ceremonia empezó con cantos frente a una mesa tradicional de espadas, santos, perfumes, caracoles y esas cosas. Los cantos eran en castellano y mencionaban a Jesusito y Diosito repetidas veces.

En la oscuridad la luna llena iluminaba fuerte, las sombras eran nítidas, cortantes. Los rezos emitían asperezas de maracas y soplidos. Finalizado uno de los cantos, Orlando y su maraca hicieron silencio, el aire quedó expectante por unos segundos y a continuación se escuchó el chirrido de un pájaro desde un árbol en las sombras. Entonces uno de los ayudantes del chamán dio cinco pasos al frente, se agachó, volvió a levantarse, revoleó una piedra hacia las ramas oscuras y el pájaro no volvió a interrumpir.

Pasados algunos rezos y más cantos Orlando comenzó a llevarse de a uno a los pacientes cuatro o cinco pasos más allá para frotarles espadas de metal y de madera por todo el cuerpo y luego consultarles en privado por sus dolencias en particular. Cuando llegó nuestro turno el chamán comprendió que con Vane estábamos en una frecuencia muy diferente a la del resto de los pacientes, un poco por haber tomado San Pedro en lugar de ayahuasca, pero sobre todo porque, a diferencia de los demás, no habíamos ido a curarnos de nada o, mejor dicho, no habíamos llegado a él arrastrados por el temor de ninguna dolencia en particular. Entonces nos sugirió que si queríamos podíamos irnos. Respondimos que sí y uno de los ayudantes nos llevó hasta el pueblo en motocar.

Pasamos el resto de la noche diciendo pavadas en la habitación del hotel, conectándonos con el humor, que tan difícil nos resulta contenerlo en las ceremonias.

Ahora seguimos hacia el norte, hacia Huancabamba, el pueblo de mayor tradición chamánica del Perú. Queda en las montañas, cerca de la frontera con Ecuador.

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Las Delicias del tiempo

Conocí a la hija del Tuno a principios de 1998. En aquel momento yo no sabía que era la hija del Tuno. Ni siquiera sabía quién era el Tuno, él había muerto poco más de un año antes, en noviembre de 1996. Él fue un famoso chamán del norte peruano y Julia, una hija que siguió su tradición.

En un estético y agradable documental de 1978 el antropólogo Douglas Sharon inmortalizó al Tuno:

 

https://www.youtube.com/watch?v=NVS7oSxuBts

 

Ahora, veinte años después, me reencontré con Julia por esas cosas raras del destino. Ocurrió porque le conté a Carlo Brescia que la primera vez que probé San Pedro fue en Las Delicias y luego él me dijo que entonces debió haber sido con Julia Calderón Ávila. Y que, si bien no la conocía personalmente, creía que todavía vivía por ahí. Así fue que decidimos ir a buscarla.

Las Delicias queda en la costa, a unos diez kilómetros al sur de Trujillo. Es un pueblo de casas bajas y colores desaturados, un trozo de suburbio convertido en balneario, un balneario que está fuera de temporada todo el año. Fue fácil encontrar a Julia, en los pueblos pequeños todo el mundo se conoce. Nos recibieron muy bien, con curiosidad, con alegría, con recuerdos borrosos, como si alguien llegara sorpresivamente un día a tu casa y te dijera: vengo a buscarte, yo te conocí hace veinte años y eso cambió, de alguna forma significativa, el rumbo de mi vida.

Esa noche nos alojamos en el antiguo hogar familiar, ahora en desuso, un caserón de dos plantas a punto de ser demolido.

 

 

La primera noche, caminando por habitaciones vacías y despintadas, encontré las fotos familiares del legendario Eduardo Calderón Palomino, el Tuno, sobre un armario. Fotos viejas, algunas desteñidas, sobre todo las polaroid. Fotos del chamán y sus mesadas, de ceremonias en Perú, ceremonias en Alemania, rodajas de San Pedro, círculos de piedras, casas de adobe junto al mar, espadas, velas, caracoles, perfumes, cuises, antropólogos y cosas así.

 

 

Al día siguiente olvidé decirle a Julia que las había visto. Espero que no hayan demolido la casa con las fotos dentro.

No solo fue la añoranza lo que me llevó de nuevo a Las Delicias, también fue la curiosidad. En aquel entonces, en el 98, Julia y su hermano Paco me habían hablado de unos peces alucinógenos. Aquella vez quise probarlos pero estábamos justo en la época de la corriente de El Niño y, por alguna razón ecológica que desconozco, no aparecían en las redes de pesca. Nunca más volví a escuchar sobre esos peces, ni he encontrado ninguna información bibliográfica al respecto. Y ahora, veinte años después, le pregunto a Julia sobre los peces locos.

–Los chalacos… Los borrachos –me dice.
–Eso, los borrachos –contesté, creyendo recordar algo.

Entonces ella me contó que nunca hubo un uso chamánico de los “borrachos”, que simplemente la gente los comía porque comían todo lo que salía en la pesca. Y que al comerlos de forma habitual dejaban de tener efecto, las visiones desaparecían.

 

La magia de Julia hizo que me creciera una cabellera con adornos navideños.

 

Tres días después, por pura casualidad, siguiendo nuestro camino hacia el norte logramos identificar a la especie en un museo de Huanchaco. El nombre científico es Scartichthys gigas.

 

La cara del pescado no se ve, pero la chica la está imitando.

 

Esta vez tampoco pude probarlos. Mis dos visitas a la costa norte del Perú coincidieron con el final de las últimas dos corrientes de El Niño y no hay borrachos en las redes.

Ahora seguiremos hacia Túcume. Ahí vive otro famoso chamán, el maestro Orlando Vera. Queremos hacer una ceremonia con él.

 

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El LIBRO

Chavín y Yungay, pueblos que fueron otra cosa

Pasamos unos días en Chavín de Huántar, un pequeño pueblo entre montañas abruptas. Ahí se encuentra el sitio arqueológico con las ruinas de los que fue el centro administrativo y religioso de la cultura chavín, la cual existió entre los años 1500 y 300 a. C.

 

 

Los chavines, dos o tres milenios antes que los incas, construían templos imponentes.

 

(El techo y el reflector no son originales)

 

Y monolitos como el obelisco Tello, que tiene grabada la chacana, la cruz andina, la más antigua que he visto hasta ahora.

 

 

Y monolitos dentro de túneles laberínticos intercalados entre acueductos donde los chavines podían escuchar el fluir del agua como el rugido de un jaguar.

 

 

Y donde los sacerdotes tomaban San Pedro.

 

 

Como se puede comprobar con la iconografía del lugar.

 

Al del wuachuma en la mano y peluca de serpientes parece que se le dilataron las pupilas.

 

Los chavines, hace unos 3000 años, dejaron marcas en las piedras y en nuestra cultura.

Luego nuestro viaje siguió hacia el norte por el Callejón de Huaylas hasta Yungay, la ciudad más afectada por el terremoto del 31 de mayo de 1970. Ese día, a las 3.23 de la tarde, el movimiento sísmico más destructivo de la historia del Perú desprendió un gran pedazo de hielo del nevado de Huascarán. El bloque cayó sobre lagunas glaciares y comenzó a descender por el valle arrastrando rocas y barro. Al principio los pobladores escucharon un fuerte rugido de procedencia desconocida, de ecos rebotando en los cerros, como de muchos aviones atravesando el cielo en todas las direcciones; luego vieron que, desde la Cordillera Blanca, se les venía encima una masa oscura de unos 40 metros de altura que largaba chispas de todos los colores. El alud sepultó a Yungay y a casi la totalidad de sus 25.000 habitantes. Solo se salvaron unos 300 repartidos en tres grupos: veinticinco campesinos en un cerro cercano, noventaidós pobladores que corrieron hacia el cementerio (construido en una elevación que sobre las ruinas de una fortaleza incaica) y casi doscientos niños y acompañantes que asistían a un circo ambulante en una zona alta en las afueras de la ciudad. Muchos niños huérfanos que esperaron durante dos días a que los rescatistas pudieran llegar por aire. Esperaron entre el barro y los hielos que no se derretían porque el sol apenas podía atravesar el cielo cargado de cenizas.

 

 

De la antigua Yungay, sobre la superficie, solo quedaron algunos restos de la iglesia, la parte alta de los troncos de las cuatro palmeras de la plaza y los hierros retorcidos de un bus.

 

 

 

 

La zona fue convertida en un campo santo y quedó prohibida cualquier tipo de excavación. La ciudad fue reubicada a un kilómetro al norte. Hoy en día Nueva Yungay cuenta con unos 8.000 habitantes, no muy emparentados con los anteriores.

 

 

Ahora viajaremos hacia Chimbote por el estrecho Cañón del Pato, sobre una de las carreteras más peligrosas del mundo. Luego seguiremos hacia Las Delicias, un poblado costero cercano a Trujillo. Fue ahí donde probé por primera vez San Pedro con una chamana en 1998. Hace poco Carlo Brescia me dio una pista de quién pudo haber sido aquella mujer y ahora veré si puedo encontrarla.

 

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El LIBRO

Ceremonia de wachuma en Huaraz

Íbamos a comenzar el día recolectando San Pedros (Trichocereus pachanoi, los wachumas, los cactus visionarios de los Andes) en una quebrada a una hora en auto al norte de Huaraz. Conducía Louis-Marie y a su lado iba Antoine (ambos belgas). Atrás nos apiñábamos Carlo, Gustavo (ambos peruanos), Vane y yo. Íbamos por una ruta sinuosa con ranchos a los costados. En uno de ellos compramos algo de pan casero porque, según Carlo, es mejor así, sin tanto ayuno para un largo día de trabajo. Media hora después, en una curva hacia la izquierda, que a mí me pareció similar a varias que ya habíamos pasado, Louis-Marie salió de la carretera y nos estacionó entre las rocas. Bajamos, comenzamos a trepar la montaña y a los cinco minutos de subida aparecieron los primeroscactus.

Entonces Carlo y Louis-Marie prepararon una ceremonia para pedir permiso a los espíritus y seguir trepando. Carlo y Louis-Marie conocen cada uno de los wachumas que crecen en esa zona.

En la tarde fue la preparación: los pelamos, separamos la parte verde, los trituramos en un mortero y hervimos durante horas. Ellos tienen una forma particular de cocinarlo, lo hacen sin agua, simplemente machacando, hirviendo la pasta y colando con paciencia.

La ceremonia empezó al anochecer. Con bosque, río, instrumentos musicales, pututus, piedras, sin santos, sin padrenuestros ni avemarías. Los pututus también son instrumentos musicales, pero antiguos, son conchas de caracoles marinos de gran tamaño (Lobatus galeatus) con un agujero en la punta por donde se sopla a modo de trompeta. Se usaron desde tiempos inmemoriales en los andes. Se traían desde las costas de lo que hoy es Ecuador.

Fueron diez horas potentes en el bosque. La mayor parte la pasamos junto al fogón con cantos y música hipnótica donde primero predominaron los instrumentos de percusión tocados con suavidad y luego el sonido prolongado de unos largos instrumentos de viento que había llevado Gustavo. Hasta hubo lluvia de meteoritos esa noche brillante y sin luna. Los destellos se nos quedaron en las pupilas.

Vane y yo habíamos sido invitados por Carlo Brescia y, en esa jornada de sentidos sensibilizados, percibí con fuerza lo que ya sabía, que Carlo transmite paz, comprensión y empatía como pocos. En Perú, vivir una ceremonia de San Pedro bien natural es ir a Huaraz y pasar un gran día con Carlo y Louis-Marie.

Ahora cruzaremos la cordillera blanca para llegar a Chavín de Huántar, un pueblo junto a las ruinas de lo que fue el centro administrativo y religioso de la cultura Chavín que existió entre los años 1500 y 300 antes de Cristo. Ahí se encontró una piedra tallada de un chamán sosteniendo un wachuma, una de las más antiguas evidencias arqueológicas del uso del cactus visionario.

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Entrando a Perú por la selva

Después de salir de Bolivia y cruzar brevemente por el borde del selvático y lejano estado brasileño de Acre, entramos a Perú. Cruzamos de noche y con lluvia. El bus nos había dejado en la plaza del pueblo Assis Brasil. A esa hora los puestos de frontera estaban cerrados. Entonces simplemente caminamos tres kilómetros de sombras y cruzamos el puente sobre el río Acre. Del otro lado estaba el pueblo peruano de Iñapari, ahí acampamos, en una galería de madera de alguna tienda que no abriría antes del amanecer. Y si bien en principio no parecía una buena idea hacer camping libre en la triple frontera selvática de Bolivia, Brasil y Perú, en este caso sentimos que el clima de tranquilidad de los pueblos pequeños nos acunaba. Solo queríamos dormir unas horas esperando a que se hiciera de día y abrieran las aduanas.

Por la mañana viajamos en combi hasta Puerto Maldonado. Al llegar caminamos hacia la plaza de armas, esquivando el hormiguero de motorcars (que son como tuk-tuks hechos con una moto serruchada al medio y acoplada a un carro de madera). En la zona más céntrica, por primera vez en mucho tiempo, vimos algo de turismo. No turistas sino cierta infraestructura turística y algún que otro hostel para los viajeros provenientes de Cusco en busca de una aventura selvática o ayahuasquera.

En la plaza encontramos a tres mochileros, tres hippies latinoamericanos, esa variante de hippies que la escasez de dinero los tiñe un poco de punkies.

–Hola, hermanos. Saben de algún lugar barato para hospedarse –pregunté, porque eso es lo que se acostumbra, ir a la plaza y preguntar a la familia dónde se puede ranchar.
–Mejor que barato: un lugar gratis –respondió el que estaba mascando coca.
–¿Cómo es eso?
–¿Tienen carpa?
–Sí.
–Hay una buena gente que nos deja acampar en su patio.

No eran tres latinoamericanos: si bien dos de ellos efectivamente si lo eran (colombiano y peruano), el tercero no, el de la gran sonrisa llena de hojas de coca picada era Eneko, un vasco que supo tener algunos emprendimientos de restaurantes gourmet pero que ya no, ahora había comprendido que lo mejor era viajar sin un peso en el bolsillo. Eneko no solo no tiene dinero sino que tampoco lo busca. Simplemente duerme donde se lo permitan (con una gran tolerancia a los mosquitos) y come lo que le regalen las mamitas del mercado, normalmente verduras que hierve en una pequeña olla sobre un fogón hecho de ramas y maderas de cajón. Eneko hace una gran apología de su estilo de vida que transmite con sonrisa serena y ojos abiertos.

A pesar del calor aplastante, decidimos seguir las intricadas indicaciones de los hippies: unas cuadras hacia el río, un cartel, un camino serpenteante, varias calles de tierra, una leve curva hacia la derecha y otra hacia la izquierda. Reconocimos la casa por las carpas desvencijadas de proporciones poco armónicas, costuras chinas y colores brillantes apagados por muchos días a la intemperie, carpas latinoamericanas. Esperamos un par de horas por ahí hasta que llegaron los dueños de la casa, Tita y Jorge, que nos recibieron muy bien (primero un poco desconfiados, pero luego muy bien). Dijeron que podíamos acampar donde quisiéramos en el terreno de su rancho pero que tengamos cuidado con nuestras pertenencias porque estábamos, por casualidad, entre dos puntos de venta de pasta base. Después nos dijeron que para bañarnos podíamos ir a la casa de un primo de Tita, o al río, al Madre de Dios, pero con cuidado con las rayas y las anguilas eléctricas. Vane eligió bañarse con los parientes y yo me saqué la pasta de sudor y tierra en el río de bordes abruptos, sosteniéndome de una canoa para que no me llevara la corriente. El único problema de nuestro hospedaje era que para ir al baño solo había una letrina y estaba inundada, tenía soretes flotando y el borde del “agua” llegaba a la suela de las zapatillas. Decidimos que pasaríamos una noche ahí y luego seguiríamos hacia Cusco.

Pero no fue así, al día siguiente conseguimos alojarnos por couchsurfing y nos quedamos tres días más. Nuestro couch resultó ser un anfitrión de lujo. Era el capitán del Puerto. Nuestra habitación tenía camas con sábanas blancas impecables y el desayuno fue servido por el mayordomo.

Con el capitán charlamos de muchas cosas, entre ellas, de políticas de drogas. Yo le conté que escribía para una revista que militaba por la despenalización y él me contó cómo tenía que ir en lancha por los ríos de la selva disparando a los narcotraficantes. Fue una charla larga en la que, sorprendentemente, nos entendimos muy bien. Él nos contó su vida, cómo había llegado hasta ese punto, y nosotros le contamos la nuestra, como habíamos llegado hasta el punto delante de él.

A Cusco viajamos en un bus nocturno. Sé que es un camino de montaña largo y sinuoso, pero nosotros no nos enteramos de mucho, prácticamente nos dormimos en Puerto Maldonado y despertamos en la prolija y turística capital incaica. Pasamos tres días ahí, aprovechando un ofertón hotelero de temporada baja.

En el mercado de San Pedro, el mercado principal de la ciudad, se puede comprar hojas de coca, cactus alucinógenos y ayahuasca con tarjeta de crédito, un poco como para demostrar que dónde hay muchos turistas con plata se puede cambiar fácilmente la etiqueta de “droga” por la de “planta sagrada”.

Sin pasar por Machu Picchu (y no es que no creamos que no están buenas las ruinas, pero nos parecen muy infladas turísticamente, demasiada gente y demasiada artificialidad local), bajamos a la costa y seguimos en bus nocturno hacia Lima.

Tampoco nos quedamos mucho tiempo en la capital, sentimos que tres días fueron suficientes para la ciudad gris y seguimos viaje hacia las sierras en otro bus nocturno a Huaraz, donde tenemos un amigo, Carlo Brescia. Lo conocimos en el último Congreso de Arqueología de Argentina. Él es documentalista, docente, comunicador y consultor en desarrollo sostenible y conoce el wuachuma, el cactus visionario de los Andes, como pocas personas en el mundo. Nos invitó a una ceremonia.

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Aislamiento

Gastón se fue de Cuzco antes que nosotros, en parte secuestrado por una inglesa que conoció en el tren de vuelta de Machu Picchu. Andrés y yo salimos un par de días después, ya emprendiendo el regreso. La primera parada fue Puno. Ahí volvimos a acercarnos a la orilla del Titicaca, esta vez con intención de visitar las islas flotantes de los uros.

–¡Hola, amigos! ¿Quieren un paseíto por las islas?… Tour barato, amigos.
–Hola. Estábamos pensando si se podía dormir en las islas.
–Ah…
–No conocemos cómo es por allá.
–Sí, pueden venir a mi isla si quieren.
–Ah, genial…
–En un par de horas termino de trabajar y los llevo.

La frase en quechua que más he utilizado en mi vida la aprendí en ese trayecto en lancha: Mana cancho colque. Significa “No tengo dinero”. Nuestro nuevo amigo también nos enseñó a decirlo en aimara, era más difícil de pronunciar y ya no la recuerdo.

Llegamos a la isla flotante. Era un colchón de totoras (Schoenoplectus californicus) de unos treinta o cuarenta metros de largo con tres o cuatro casitas también hechas de totoras. Me pareció un lugar muy acotado para vivir. Y muy blando.

Islas de los uros
Lancha y la angosta.

Primero conocimos a los niños. Eran tres: un nene de unos ocho años, una hermanita menor y un hermanito aún menor. Tres enanitos vestidos multicolor, con los cachetes inflados,  secos y curtidos. El más pequeño tenía la cara semi cubierta de mocos y estuvo casi todo el tiempo masticando una pata de un pájaro, cruda. Él era el que peor olía. El mayor era el más inteligente, muy inteligente.

–¿Y te gusta vivir acá?
–¡Sí!… Bueno, a veces hace mucho frío.

Dentro de un cono de paja conocimos a una de las mujeres. En la pequeña choza apenas entrábamos la chola, los niños y nosotros. Les pedimos calentar agua y les convidamos mate.

Schoenoplectus californicus
En la isla de nuestro amigo también había un mangrullo.

Aprendimos que las chozas no duran mucho en pie y que cuando se caen pasan a formar parte de la isla. La isla crece, las familias también. Si los habitantes se pelean, serruchan al medio el colchón de totoras y cada uno se va por su lado. O al menos eso fue lo que nos contaron.

El lugar era excelente para acampar. Con el permiso de nuestro amigo, armamos la carpa en el medio de la isla. Las estacas entraron muy suave en las totoras. Los niños nos apestaron el interior de la carpa, pero nos reímos mucho con ellos.

Cuando empezaba a caer la noche, un hombre mayor se asomó a medias por debajo del sobretecho y pronunció algo en aimara.

–Dice que su mujer duerme acá y  que le dan plata –tradujo el niño inteligente.
–Ah… decile que no, que muchas gracias igual.

acampar en las islas flotantes de los uros
Las propuestas nos las tomábamos con carpa.

Recuerdo que por la noche le conté a Andrés que hay algo dentro mío que me ubica en un lugar solitario del universo. Como si poca cosa existiera. No mucho más que esa duda. Una especie de subjetividad sin fin. Una perspectiva demasiado constante. Algo que tiende a anular la existencia de casi todo, salvo un mínimo punto que pareciera estar entre mis ojos. No tengo muy claro si eso se llama solipsismo. No es que lo defienda como explicación final, simplemente es una sensación o un razonamiento extremadamente individual. Tengo plena conciencia de que desde afuera parece psicosis. No digo que no lo sea, pero esa idea tiene tan poca relación con mi mundo externo que siento que no necesito explorarla demasiado.

–Julián, tenemos que decirte una cosa.
–No me jodas, pelotudo.

Nos reímos.

Igual me dio miedo.

Esa noche dormí incómodo. Tal vez el suelo estuviera demasiado blando.

Sentí ruidos fuera de la carpa.

Algo rozando la tela.

El cansancio hizo que durmiera gran parte de la mañana siguiente. Escuché música, gritos, después bastante silencio.

Al salir de la carpa, solo encontramos a los niños.

–¿Dónde están los demás?
–Están caídos… Vino el tío con singani y estuvieron de fiesta –explicó el niño inteligente.

Alcancé a ver cuerpos desmayados dentro de las chozas de paja. No mostraban intención de moverse. Durante un rato nos preocupamos pensando en cómo salir de la isla. No parecía un día laboral para nuestro amigo lanchero. Tampoco teníamos tan claro si él estaba dentro de alguna de las chozas. Los niños tampoco sabían cómo ayudarnos.

–Tendrán que esperar, pues.

Cuando empezábamos a impacientarnos, o tal vez a aburrirnos, vimos llegar lentamente una lancha. Era un uro parecido a nuestro amigo con un puñado de turistas franceses.

–Acá no hay mucho que ver, están todos borrachos… Pero si nos llevan de vuelta a Puno estaríamos muy agradecidos.

El conductor consultó con los franceses y no hubo problema.

En el camino de vuelta pasamos por otra isla flotante donde los isleños se mantuvieron sobrios y sentados en ronda vendiendo artesanías a los franceses.

Luego, desde Puno, un bus hacia la frontera con Bolivia.

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Porteadores del camino del Inca

En alguna noche del año 2002, en el barrio del Abasto, El Ministro me presentó a su amigo Igor, un pibe chileno que estaba parando en su casa. De todas las tonterías que habremos charlado esa noche, solo recuerdo la parte en que Igor nos contó una historia sobre un tipo que, en plena experiencia de San Pedro y viajando en la caja de una camioneta, decidió tomar las riendas de las alucinaciones de una forma muy creativa: se bajó en movimiento y a alta velocidad. El tipo, después de recuperarse de las múltiples fracturas, dejó de consumir drogas y alcohol y se hizo evangelista.

Supongo que El Ministro se habrá quedado pensando en cuáles habrían sido las visiones del psiconauta o, tal vez, en las diversas maneras de terminar metido en una religión. Yo, en cambio, me quedé pensando otra cosa.

–¿Vos estuviste en enero de 2000 en Cuzco?
–Sí… –contestó Igor con gesto interrogativo.
–Esa historia ya me la contaste en la cola del tren a Machu Picchu.

Nos reímos mucho.

Regresando esos dos años en el tiempo, ahí estábamos en la estación de tren de Cuzco charlando sobre otras tonterías con Igor hasta que cada uno siguió por su lado. La morocha y la pelirroja también habían seguido por su lado, pero no recuerdo bien en qué momento. Supongo que habrá sido cuando la morocha se hartó de mi pasividad.

Lo siguiente que recuerdo es haber bajado del tren junto a Andrés y Gastón en el kilómetro 82 para comenzar el camino del Inca.

Kilometro 82 (Medium)
Despertando mi memoria, acaba de decirme Igor por Facebook que el de sombrero que está atrás es él y la pelirroja, su novia.

 

 

Me pareció muy acertado que la parada se llamara Km 82 ya que ahí no parecía haber mucho más que eso: una distancia hasta otro lugar. El tren simplemente se había detenido en una de las tantas laderas cubiertas de arbustos. Ahí fue que descendimos junto a un puñado de otros senderistas, más bien rubios y acompañados por guías y porteadores morochos. Era la época en que el camino del Inca se podía hacer en forma independiente y entonces nosotros, que éramos mínimamente más morochos que rubios, íbamos sin guía, con la poca información que se conseguía en internet en aquella época y cargando todo el equipaje: carpa, bolsas de dormir, comida, olla, hornalla, garrafita, etc.

Inicio del camino del inca (Medium)
Un cambio en subida.

 

El primer día fue duro, todo en subida. En mitad de una quebrada con mucha pendiente, nos pasaron dos porteadores casi corriendo al doble de nuestra velocidad; un par de pesados bultos atados con sogas, dos pares de talones ajados sobre las suelas de las sandalias.  Salieron como de la nada, pasaron casi rozándonos y se perdieron hacia arriba. Si nos hubieran atravesado tampoco me habría sorprendido tanto.

primer campamento del camino del inca (Medium)
A 4000 metros Andrés y Gastón se convirtieron en mujeres .

 

El segundo día fue lluvioso y con neblina. Caminamos envueltos en plásticos. La cena fue fideos que cocinamos protegiéndonos de la lluvia bajo el alero de la carpa. Quedaron demasiado salados. Me dieron más acidez que nutrientes.

niebla en el camino del inca (Medium)
Un camino milenario.

 

El tercer día casi no lo recuerdo.

más camino del inca (Medium)
Inca nsables.

 

El cuarto llegamos finalmente a Machu Picchu. Para mí era la segunda vez en solo dos años. No he vuelto a ir desde entonces.

Machu Picchu again (Medium)
Cuando a Machu Picchu no iba tanta gente.

 

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