Rumbo al Casiquiare

Caminamos por la selva, ya en Venezuela. Fueron 19 kilómetros hasta la comunidad baré y nadie sabía que andábamos por ahí. Eso nos incomodaba, como siempre, por ir sin pedir permiso, sin saber si vamos a ser bienvenidos. Aunque en el fondo confiaba en la naturalidad de Vane para ser simpática con la gente. Además nos habían dicho que ahí vivía una sola familia y que eran buena gente. Nos avisaron que después tal vez sería un poco más complicado con los yanomanis, que son una etnia más cerrada que los baré. Sabemos bien que los yanomamis son muy reservados pero hasta ahora nunca habíamos escuchado nada de los baré, solo sé que son muy pocos y que pertenecen a la familia lingüística arawak.

Desde que murió Chávez ha corrido mucha agua bajo el puente.
19 kilómetros, el único camino en toda la región.

Nuestro objetivo original era conocer a los yanomamis y al brazo Casiquiare, tanto a los originarios como al río. La zona es tan alejada que los europeos la recorrieron recién trecientos años después de su llegada a América. Los primeros europeos que navegaron el Casiquiare fueron los legendarios exploradores Alexander von Humboldt y Aimé de Bonpland en el año 1800.

Humboldt y Bonpland en el Casiquiare (óleo de Eduard Ender, 1850)

Siempre quise llegar a conocer esta zona tan aislada, la primera vez que lo intenté fue en 1999 y la segunda en 2012, esta era la tercera y ya estábamos cerca.

Íbamos con el ánimo muy arriba, no solo por la cercanía de conseguir el objetivo sino también por el simple hecho de que cargábamos las mochilas por un sendero en la selva. Caminar por la naturaleza llevando la carpa y provisiones para varios días nos pone felices, una libertad que cada tanto olvidamos ejercer.

Mi cara de ánimo muy arriba.
Mi cara de camino dudoso.
Mia cara donna.

Paramos a descansar varias veces, metimos los pies en el camino inundado, nos masajeamos las ampollas, nos refugiamos de la lluvia, nos metimos en un par de ríos rojizos con peces brillantes, comimos pan, galletas, sándwiches.

La hora del té.
Hyphessobrycon sp.
Somos senderos.

Diecinueve kilómetros con las mochilas son agotadores, tardamos siete horas (desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde) y llegamos a Solano (2°00’00″N, 66°57’06″W) muy cansados. En la aldea eran cinco hermanos de edad avanzada, con sus parejas, hijos y nietos. Viven en descascaradas casas de material que se construyeron hace ya medio siglo en algún proyecto de vivienda estatal. Como siempre, la parte de material se usa para dormir y el resto de la vida hogareña transcurre en un fresco ambiente de madera y paja adosado a la casa.

Viven Solanos.

El momento más incómodo al llegar a una comunidad es cuando tenemos que presentarnos, explicar el objetivo de nuestra visita y luego tratar de resolver el tema de donde dormir y qué comer. Siempre llevamos nuestra carpa, olla y provisiones, pero lo ideal es no hacer rancho aparte.

Esta vez fue fácil resolverlo, enseguida hicimos amistades con los abuelos Ana y Omar. Nos cedieron una casa abandonada para que colguemos nuestras hamacas y luego nos prepararon sopa de pescado. Nosotros les dimos la mitad de nuestras provisiones sabiendo que nos quedaríamos unos días con ellos y reservamos la otra mitad para cuando visitáramos a los yanomamis.

Qué más puedo pedir.

A la mañana siguiente fuimos a conocer el río, el encuentro tantas veces imaginado. El clima estuvo a la altura de las circunstancias. Un río crecido, calmo y neblinoso, parecía sacado justamente de un sueño.

Casiquiare

El brazo Casiquiare es muy particular, casi todos los ríos nacen de afluentes más pequeños y terminan en ríos más grandes pero el Casiquiare, en cambio, nace por un “derrame” del Orinoco, en una situación parecida a una captura fluvial pero sin completarse, y termina en el Río Negro, afluente del Amazonas. De esta forma se convierte en un canal navegable que comunica la cuenca del Orinoco con la del Amazonas por regiones de muy poca pendiente. Es así que puede considerarse a gran parte del macizo guayanés como una inmensa isla dentro del continente sudamericano, una isla enorme que incluye a las tres Guyanas, la mitad de Venezuela y parte del norte de Brasil. Es decir, uno puede subir navegando por el Amazonas, luego por el Río Negro, ya en Venezuela entrar al Casiquiare, salir al Orinoco y navegar todo el Orinoco río abajo hasta el mar, luego bajar bordeando por la costa hasta Belén y volver a entrar al Amazonas completando la vuelta.

Isla Guayana

En el caso del Casiquiare se da un equilibrio extraordinariamente estable. En una situación más típica, la erosión haría que el brazo termine capturando toda la cabecera del Orinoco e incorporándola a la cuenca amazónica (por ejemplo, en 2016 el río Slims en Canadá desapareció en solo cuatro días al ser capturado por el río Alsek) pero el antiquísimo suelo de granito de esta región del macizo guayanés ha hecho que este estado de equilibrio de semicaptura de caudal del Orinoco se sostenga muchísimo en el tiempo.

Muchísimo más antiguo que la humanidad.

En los días que estuvimos con los baré pudimos ver la situación de abandono total que sufren estas zonas remotas de Venezuela. Están lejos de todo, sin poder comprar ni vender nada. Viven de lo que cultivan y del intercambio con otras comunidades. La base del alimento es el casabe, que se hace con la yuca amarga. La yuca o mandioca (Manihot esculenta) existe en dos variedades principales: la yuca dulce que se puede hervir y comer directamente y es la que en general se encuentra en las verdulerías de las ciudades y la yuca amarga o yuca brava que es la que normalmente se cultiva en la selva y la cual es muy tóxica por su alto contenido de cianuro. Por eso con la yuca brava se produce el casabe, que es comestible debido a que en el proceso de producción ocurre la detoxificación. El tubérculo se pela, se raya, se escurre en un sebucán (una prensa hecha de hojas entretejidas) para extraerle la mayor parte del líquido, se tamiza y finalmente se tuesta formando panes achatados. Eso y poco más es lo que come gran parte de los originarios de la selva venezolana.

Acá probando un poquito de cianuro.
Sebucán.

La miseria es tal que Ana nos cuenta que, ante la imposibilidad de tener café, la gente tomó la costumbre de usar harina de yuca tostada como sucedáneo. Lo he probado y no tiene gusto a café pero el aroma acre, el color amarronado y el gusto dulce distraen a la angustia.

Estuvimos un par de días con los baré y luego partimos a visitar a los yanomamis. Omar se ofreció a llevarnos remando hasta la aldea. Fuimos en un bote de la guerrilla, del ELN, Ejército de Liberación Nacional. Habían estado por la zona un tiempo atrás, intentando hacer amistades con la gente, pero parece que no consiguieron asentarse en la región de San Carlos. El bote quedó en la comunidad pero Omar cree que algún día vendrán a buscarlo.

También vinieron con nosotros Ani y Omarcito, los nietos de Ana y Omar, cada uno con un remo de su tamaño. Los niños iban muy contentos. Bajamos por el Casiquiare un buen rato y luego subimos por un arroyo.

Entrando a Venezuela

Entramos a Venezuela por una frontera sin aduana, un lugar especial, muy lejano. Vanesa, el canoero y yo subimos a la canoa de un lado del río y nos bajamos del otro, en San Carlos, el único pueblo en todo el sudoeste del selvático Amazonas, el segundo estado más grande del país. Nos rodean miles de kilómetros cuadrados de selva sin carretera. Acá solamente se llega en aeronaves militares o por agua con muchos días de travesía y con dificultad. El pueblo tiene más o menos diez calles por diez calles, en su mayoría asfaltadas aunque ahora no haya ningún auto. Los yuyos crecen entre las grietas del pavimento. San Carlos supo tener sus buenos momentos (el último fue en la década pasada, en la primera etapa del chavismo, donde hubo notable inversión social) pero hora el pueblo se encuentra detenido como en una interminable siesta de domingo. Hace ocho años que no hay electricidad acá, pero el tendido eléctrico sigue ahí, robustamente construido y aguantando las lluvias amazónicas. No hay ni un solo comercio y tampoco se escucha mucho más ruido que el de las chicharras en los árboles.

San Carlos de Río Negro.

En un permanente estado de distribución escasa, los únicos que cuentan con combustible son los de la Armada. El pequeño hospital de la región hace lo que puede con mínimos suministros y sin luz. Cada tanto los militares prestan un poco de gasoil al nosocomio para encender los generadores de electricidad y así poder realizar una ecografía o radiografía o simplemente encender alguna luz.

Agricultura inversa.

En el correr de estos días hemos cruzado el río Negro entre Colombia y Venezuela (entre San Felipe y San Carlos) varias veces. Estamos averiguando cómo seguir. Nuestra intención es continuar viaje hacia el noreste, hacia el brazo Casiquiare y hacia el río Orinoco por territorio venezolano rumbo a La Esmeralda y luego hacia el noreste, hacia Atabapo y Puerto Ayacucho, aunque cada vez lo vemos más complicado. La cosa es que ya casi nadie va por ahí por la falta de gasolina. En Venezuela el combustible es prácticamente gratis, pero acá simplemente no hay. Vane opina que gratis es un precio justo para algo que no hay.

Entrando a Venezuela.

Una de las opciones que tenemos es esperar el barco de la provisión de gas que se abastece en Puerto Ayacucho y que en teoría tendría que llegar pronto pero que en realidad hace alrededor de un año que no pasa. Otra opción es ir con el barco de Norberto, el mismo con el que habíamos estado en tratativas para que nos traiga hasta acá desde São Gabriel y que parecía que nunca iba a salir pero ahora nos alcanzó en San Felipe. Parece que a Norberto le encargaron llevar bidones de combustible a un barco que se quedó varado hace unos seis meses en el brazo Casiquiare no muy lejos del Orinoco, camino a La Esmeralda. Cuando pregunté cómo sabían que ya no habían muerto de hambre ya que hace seis meses que están varados allá, me contestaron que no, que están bien porque allá hay mucho pescado. Nos gusta esta opción pero existen dos problemas, uno es que no sabemos cuándo se hará el viaje si es que se hace en algún momento ya que por alguna razón no se hizo en estos últimos seis meses, el otro problema es que nos enteramos de que pasaríamos por un lugar (que prefiero no especificar la posición exacta) donde hay un campamento de la guerrilla, ex integrantes de las FARC que no entregaron las armas y se pasaron a Venezuela (no me queda claro si la situación del barco varado tiene algo que ver con la guerrilla o no) y, aunque la gente local nos dice que no hay problema con ellos, que no se meten con nadie que no sean sus enemigos, me preocupa el hecho de aventurarnos por tierras sin ley. Somos extranjeros, estamos sin armas y pasaríamos por zonas de mucha escasez. Nos dicen que en toda esa región hoy en día hay pobreza desesperante y nosotros iríamos provocadoramente cargados de víveres, porque así es la única forma, en el Casiquiare no hay donde comprar nada, las tribus solo se manejan con intercambio. Por otro lado, esa es una de las zonas de mayor incidencia de malaria en el mundo. Casi todos los que visitan el alto Orinoco vuelven con paludismo y hoy en día en Venezuela no hay mucha disponibilidad de medicamentos para tratar la malaria. Nosotros venimos tomando doxiciclina como profilaxis pero no es cien por ciento segura y además, como los tiempos se están alargando considerablemente más de lo que habíamos previsto, se nos están acabando las pastillas.

Bongo de Norberto.

A pesar de que no hay ningún lugar para comprar en el Casiquiare, el dinero también es un problema ya que lo vamos a necesitar más adelante. La plata que nos queda para el resto del viaje la tenemos en pesos colombianos y reales y no entendemos bien qué deberíamos hacer. No sabemos si alguien puede cambiarnos a bolívares ni a qué precio y tampoco estimamos cuanto perderíamos por la devaluación que corre día a día. La única vez que vi bolívares en San Carlos fue cuando un chico estaba empaquetando una pila de unos 15 centímetros de alto. Me explicó que tal vez a mí me parecía mucho pero que en realidad solo era el equivalente a lo que cuesta un kilo y medio de pollo. Si cambiamos nuestro dinero a bolívares, necesitaríamos una mochila para llevarlos. Vane propone que compremos oro. Yo no sé qué pensar.

Deme un kilo y medio de pollo, por favor.

Otra opción es continuar hacia el norte por el Río Negro (que a partir de la desembocadura del Casiquiare se llama Guainía) entre Colombia y Venezuela hasta Maroa, donde nos juran que hay un tractor que puede llevarnos treinta kilómetros hacia el noreste por la selva venezolana (no sería la primera vez que hagamos un largo viaje en tractor por la selva) rumbo a Yavita, una comunidad que ya se encuentra en un afluente de río Atabapo que es, a su vez, afluente del Orinoco. Ahí tendríamos que conseguir una embarcación hasta San Fernando de Atabapo y luego otra a Samariapo ya cerca de Puerto Ayacucho, la capital del estado. Ahí ya hay carretera, la Troncal 12 que recorre apenas unos 120 kilómetros hasta salir de Amazonas y es prácticamente la única de todo el estado. Nos dicen que esta opción es más factible que ir por el abandonado brazo Casiquiare. Pero justamente el problema es que nuestro objetivo principal era conocer el Casiquiare y a los originarios yanomamis. No lo descartamos pero nos daría pena irnos habiendo llegado tan cerca. Además tampoco es muy seguro. A mitad de camino de la subida por el Guainía se encuentra otro campamento de la guerrilla del lado Venezolano. En este dato confiamos plenamente ya que nos lo dio el propio capitán del corregimiento de San Felipe, la máxima autoridad militar en el pueblo Colombiano. Él coincide con la idea generalizada de que la guerrilla no suele meterse mucho con los civiles que transitan, pero opina que de todos modos nosotros no estaríamos seguros, que siendo extranjeros podrían pensar que estamos yendo para mirar y localizarlos.

El capitán viene seguido a visitarnos. Al principio pensé que era porque, evidentemente, tienen que estar bien al tanto de lo que hacen dos extranjeros raros en la zona, pero después me dio la sensación de que simplemente le caemos bien. Desde que el barco del Bamba regresó a Brasil estamos acampando en la plaza del pueblo, bajo una glorieta con techo de paja. Armamos la carpa en el medio y colgamos las dos hamacas entre postes. No es la única glorieta en la plaza, hay dos más que suelen ser utilizadas por familias indígenas para pasar un par de noches cuando vienen a intercambiar sus productos. El capitán suele visitarnos con sus dos escoltas con armas largas, dos pibes uniformados que al principio de la conversación se mantienen firmes a un par de  metros de distancia, luego se van relajando lentamente como quien espera en una esquina, mientras nosotros la pasamos bien charlando con el capitán.

Paja cuando llueve.

El capitán nos cuenta que decidió entrar en la escuela militar por la guerrilla, qué su familia es de una zona conflictiva y sufrió especialmente la inseguridad en la región y que entonces tomó la determinación de combatirlos. Nos explica que en realidad no cree que por la fuerza se pueda llegar a la resolución total del conflicto, en cambio siente que su misión es simplemente mantener a la guerrilla bien alejada de su ciudad, lo más posible. Nos sorprende escuchar qué, en su opinión, el problema insalvable es la cocaína ilegal. Dice que la guerrilla se nutre del narcotráfico y que es la única razón por la que continúa y continuará existiendo. De todos modos él se siente bien, realizado, manteniendo el conflicto eterno bien lejos, a una buena distancia de sus seres queridos.

Derechos torcidos.

El capitán también nos dice que una vez por mes llega un avión militar desde Bogotá con las provisiones y los soldados de recambio y que, si hay lugar, puede pedir que nos lleven. Nos explica que nunca se saben bien las fechas (tal vez por seguridad hayan decidido no comunicar los días exactos a los civiles) pero que tiene que estar por llegar.

Televisión abierta pero cerrada.

Otra opción es un avión militar venezolano con fechas totalmente impredecibles y que nos dijeron que no cobran pasaje pero que hay que llevarles una colaboración a los pilotos, específicamente un paquete grande de salchichas parrilleras que se puede comprar por 50.000 cops en San Felipe, ese es el precio. Esta opción es muy impredecible y además tiene el problema de que nos dicen que en teoría no se puede usar moneda extranjera en Venezuela y podrían quitarnos todo el dinero en el avión. Cosa que me resulta un poco extraña porque no entiendo qué pretenden que hagamos con nuestra plata. Tal vez con los extranjeros sea diferente, pero de todos modos nos deja muchas dudas.

Y por último también hay un avión comercial, un Douglas DC-3 de la segunda guerra mundial que sigue funcionando, un avión a hélice que llega dentro de unos días a San Felipe y puede llevarnos hasta Puerto Inírida en Colombia para luego intentar seguir por río, ya para el lado colombiano sin pasar por Venezuela.

Energía potencial.

Pero la realidad es que no queremos irnos sin llegar al Casiquiare y entonces hemos decidido ir caminando hasta allá. Nos dicen que hay un sendero que sale de San Carlos hacia el noreste y que llega a Solano, una pequeña comunidad de la etnia Baré formada por una sola familia a orillas del brazo Casiquiare. Es el único camino en toda la región y está prácticamente abandonado. Además nos dicen que, desde hace no mucho, muy cerca de ahí se instaló una comunidad yanomami a la que se llega remando desde Solano en tiempos de agua. Hacia allí nos dirigimos, serán 19 kilómetros que intentaremos hacer en un solo día hasta Solano si logramos ir a paso firme. Le comentamos nuestro plan al capitán y nos dijo que no hay problema pero que nos cuidemos, que por supuesto del lado venezolano él no tiene ninguna responsabilidad pero que vayamos con precaución y que le avisemos antes de partir.

Tiempos de agua.

Por el Amazonas hacia Manaos

Lo más curioso de Leticia fue que el primer día conocimos a un cabo del ejército que nos ofreció invitarnos con cerveza, marihuana y cocaína (esta es la segunda vez que visito Colombia y en ambas oportunidades me ocurrió que me ofrecieran dadivosamente cocaína en el primer día en que piso el país). Algunas cosas aceptamos, otras no.

En un momento de la noche, a mi pedido, el cabo nos contó sobre un enfrentamiento con la guerrilla. Era una historia larga en la que hubo siete muertos, incluyendo un niño de doce años que pasó su última noche escondido en la selva. Fue una persecución de ocho días en las que los militares sufrieron demasiada hambre y envidiaron la Coca-Cola y el tabaco de los guerrilleros. Con potentes binoculares podían verlos beber y fumar en la ladera opuesta del valle y se les estrujaba aún más la panza. La tortura del hambre y de la envidia terminó con un avión de apoyo que llegó con pollo asado. No recuerdo bien cómo terminaba la historia pero el saldo de muertos era a favor de los militares.

Tardamos tres días y medio en barco desde la triple frontera hasta Manaos. Pagamos 200 reales. En Brasil los barcos son mucho más caros que en Perú, pero también mucho más cómodos y la comida pasa de ser miserable a exageradamente abundante. Viajamos en O Rei Davi. Pasamos horas en las hamacas, miramos la selva, compramos una cachaça en una de las pocas paradas en algún pueblo selvático, pescamos e hicimos amistades y charlamos con unas uruguayas porque siempre es bueno charlar con uruguayos. Aunque creo que lo mejor que hicimos fue este video de Vane, un proyecto titánico:

Manaos nos recibió con el calor de la selva talada. Es una ciudad agradable y aplastante. Terminamos durmiendo en un hotel antiguo en el barrio más picante del centro. A las tres de la mañana nos despertamos por golpes en la puerta. Del otro lado un murmullo en portugués decía que era la policía. Dormido, me tomé un tiempo para pensar opciones que no tenía. Pedir identificación, hacer preguntas, hablar en portugués a través de la puerta robusta. Finalmente decidí abrirles.

Parecían policías. Eran dos. Entraron y revisaron superficialmente las mochilas y nos explicaron que venían por una denuncia, buscaban a una pareja con un bebé. Y se fueron. Tal vez porque no parecía haber bebés en las mochilas.

Visité tres veces Manaos en los últimos veinte años y lo que más me ha llamado la atención es como se ha ido deteriorando mi capacidad de sacar fotos en la gran ciudad amazónica. Saqué cuatro fotos analógicas en 1999, tres fotos digitales en 2012 y solo una con el celular en estos días.

Actualidad. Ayahuasca en Parque do Minfdú.

Ahora conseguimos alojamiento por couchsurfing en la casa de Amanda y Claudio en un barrio alejado (en Brasil todo es alejado). Tenemos que esperar unos días hasta que parta el Lady Luiza, el barco que puede llevarnos subiendo varios días por el Río Negro hacia São Gabriel da Cachoeira, la ciudad más indígena del Brasil. La idea es seguir hacia el norte e intentar entrar a Venezuela por una recóndita zona del estado de Amazonas. Tendremos que tramitar permisos para atravesar tierras indígenas.

(La llaga del brazo se me está curando.)

Por el río Napo hacia el Amazonas

Amanecimos en Pantoja, en el río Napo, con el sol saliendo entre la selva. Estábamos en la frontera entre Ecuador y Perú, una de las regiones más deshabitadas del planeta. El M/F Heroica, el barco carguero que mantiene aprovisionadas a las comunidades del río desde Iquitos hasta la frontera había pasado hacía poco menos de veinticuatro horas y no volvería a pasar hasta dentro de dos o tres semanas. No queríamos esperar tanto para ir hacia Iquitos y la solución era una lancha que prometía ir lo suficientemente rápido como para alcanzar al barco antes del mediodía.

Partimos a las seis de la mañana y efectivamente viajamos a gran velocidad, espantando a los pájaros amazónicos. Solo nos detuvimos una vez en una aldea indígena para comprar carne de cerdo de monte ahumada. Cuando volvimos a desacelerar ya habíamos alcanzado al carguero en una comunidad de la que no recuerdo su nombre. El lanchero tuvo que señalar varias veces hasta que comprendí que cosa era el barco, que desde nuestro punto de vista parecía solo un cubo oxidado a metros de la orilla.

Bajamos de la lancha cargando las mochilas pesadas intentando no resbalar en el barro. Los habitantes de la comunidad que antes estaban mirando el barco ahora nos miraban a nosotros. Nosotros los mirábamos a ellos y al carguero que, a medida que nos acercábamos se parecía más a una villa flotante, un conjunto de chapas oxidadas formando dos pisos con agujeros por los que salían brazos y cosas. Y entonces sentí que, por primera vez en nuestro viaje, tal vez estuviéramos a punto de rechazar un trasporte por sus condiciones de comodidad.

Lo de M/F no lo entiendo, lo de Heroica sí.

–Vane, ¿estás dispuesta a viajar cinco o seis días en eso?
–Estoy con la copita –respondió Vane con el ceño fruncido y los ojos tristes.

Ella no necesitaba ninguna excusa para pedirme que no fuéramos, pero de todos modos me tomé unos segundos imaginando la situación. No sé cómo se debe sentir una menstruación, pero estoy seguro que no me gustaría experimentarla en los baños de chapa de un hacinado barco, aislado durante días.

Al volver a la lancha el lanchero nos miró con cara de yo-les-avisé, a pesar de que nunca habíamos hablado de la calidad del barco, y propuso llevarnos hasta Santa Clotilde. Ahí, dijo, tendríamos más opciones.

A todo trapo.

Entonces fueron varias horas surcando curvas de la cuenca amazónica. Llegamos al atardecer.

Santa Clotilde (2°29’18″S, 73°40’38″W), a pesar de la gran cantidad de basura acumulada en la ribera, nos pareció una comunidad agradable y decidimos quedarnos un par de días alojados en un hotel muy barato (15 soles los dos) mientras esperábamos algún trasporte que nos llevara a Iquitos. Nos habían dicho que llegaría otro carguero desde el río Curaray.

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En Santa Clotilde hay un pequeño hospital y ahí aprovechamos para chequearme una llaga que tengo en el brazo. Dicen que puede ser leishmaniasis, algo que sería muy malo porque la cura es larga y agresiva. La leishmaniasis es producida por parásitos que entran en la piel a través de picaduras de jejenes. Acá hay una gran cantidad de jejenes y el repelente de mosquitos no es muy efectivo contra estos bichos.

Hippie sin OSDE.

Creo que deberíamos apurarnos un poco hacia zonas más seguras, más relajadas. Porque, además, acá también hay mucha malaria.

En la semana 34 se enfermó el que hacía las mediciones.

Al tercer día coincidieron ambos barcos. Por la mañana llegó el M/F Heroica, la villa flotante que venía de la frontera, y por la tarde llegó el M/F San Ignacio, la villa flotante que venía del Curacay.

M/F Heroica
M/F San Ignacio

Lo curioso es que, a pesar de que el San Ignacio no se veía muy diferente al Heroica, solo un poco menos oxidado, esta vez no nos sentimos incómodos al abordar. Vane se sentía mejor y ya solo quedaban dos días y medio hasta Iquitos.

La otra opción era ir remando.

El viaje fue agradable, un flotar lento por el río de un kilómetro de ancho en el que fuimos bandeando de orilla en orilla según el recorrido de la curva o la ubicación de las aldeas con pasajeros. Fue agradable a pesar de la comida: pan y avena líquida como ejemplo de desayuno y arroz con un centímetro cúbico de pollo como ejemplo de almuerzo.

Y Vane como ejemplo de acompañante ideal.

Y agradable a pesar del hacinamiento de hamacas: tenía a una mujer cruzada por abajo y un tipo cruzado por arriba y para ir al baño había que gatear y hasta arrastrarse intentando no empujar a los durmientes.

La segunda noche dormí sobre un banco porque se me rompió la hamaca. Se rajó la tela. No me apené demasiado, la había comprado en Tailandia en 2005 y tuvo mucho uso.

Tela rompí.

Aunque, a decir verdad, lo peor del viaje fue el olor. La cubierta de abajo, la de carga, además de productos agrícolas llevaba animales: gallinas, cabras, dos vacas, un búfalo y una decena de chanchos. El intenso olor de la caca de los cerdos nos acompañó todo el viaje.

Somos animales.

Luego Iquitos nos sacudió con el caos de las urbes. Una ciudad con historia, ruido, calor, humedad, miles de motocars y más historia. Hay pocas ciudades en el mundo a las que no se puede acceder por caminos e Iquitos es la más grades de estas. Tal vez por eso los colectivos son de carrocería de madera. Supongo que en la selva es más económicos mantenerlos así que traer nuevos por agua.

Iquitos, pará la moto.

Nos alojamos en un hotel antiguo y barato que luego curiosamente descubrimos que aparece en la película Fitzcarraldo. Frente al hotel había una despensa atendida por dos mujeres indígenas que vestían con largas polleras negras y pañuelos, también largos y negros, cubriéndoles el cabello. En algún momento quise preguntarles por sus vestimentas, pero me ganaron las ganas de no molestarlas.

También nos sorprendió el mercado de Iquitos que nos agradó a pesar de que es el más sucio que hemos visto nunca. Un lugar cálido y húmedo donde el barro y la basura se van acumulando en las calles formando una pasta de gran variedad de colores y aromas. Al  caer la tarde, las calles del mercado se limpian con ayuda de una pala mecánica.

Reciclando.

Es un mercado donde se puede comprar casi todo, incluyendo un pedazo de caimán para hacerlo a la parrilla. Y también hojas de coca, harina de coca, San Pedros y hasta botellas de ayahuasca. Me reencontré con las hojas de coca después de mucho tiempo, algo que añoraba considerablemente al momento de tratar de concentrarme en la escritura de estas crónicas.

Trichocereus pachanoi

También calurosa y húmeda fue nuestra recorrida por los hospitales de la ciudad. Queríamos saber a qué se debía la llaga de mi brazo. Cuando logramos que nos atendiera una infectóloga nos anticipó que era muy probable que fuera leishmaniasis y que seguramente tendríamos que quedarnos en Iquitos por veinte días o un mes que es lo que dura el tratamiento. La cura no se puede hacer ambulante porque los medicamentos son tan fuertes que se aplican con monitoreo cardíaco en el hospital. Pero, aclaró, de todos modos lo primero era confirmar el diagnóstico en laboratorio.

Me sentía mejor de lo que aparenta la foto.

Finalmente la biopsia dio negativa para leishmaniasis, solo encontraron hongos. Aunque me avisaron que eso no quería decir nada, que la infección era muy reciente y que debo tratarme con crema antimicótica durante un mes y volver a hacerme una biopsia si no se me cura.

Nos costó encontrar dónde comprar pasaje para seguir río abajo por el Amazonas, hacia la triple frontera con Colombia y Brasil. En la confusión de puertos que es la ciudad polvorienta, terminamos en un barrio del cual salimos apurados por el exceso de alcohol y prostitución (el de ellos, no el de nosotros). Cuando finalmente encontramos el lugar correcto resultó ser Puerto Ransa, el mismo al que habíamos arribado unos días antes.

Viajamos durante dos días en el MF El Gran Diego, un barco bastante más grande que los anteriores, con una cubierta para la carga y dos para las hamacas.

Nos sentíamos mejor de lo que aparenta la foto.

Lo más curioso de este trayecto fue que, en algún momento, noté que viajábamos con una mujer originaria con vestimenta similar a las almaceneras de enfrente del hotel. Era una anciana y venía coqueando. Desde las sierras peruanas que no había visto a nadie coquear.

–Kanchu coca –dije como excusa innecesaria para charlar.

La anciana sonrió y me ofreció un poco de sus hojas. Yo le ofrecí de las mías y eso le hizo aún más gracia.

–¿Habla español? –pregunté estúpidamente.
–Kichwa y español –me contestó.

Entonces charlamos un buen rato (en español, por supuesto). Me contó que estaba viajando a Alto Monte de Israel, la comunidad donde vivía, que la coca la cultivaba ella misma y unas cuantas cosas más que ya no recuerdo. En algún momento le pregunté por su vestimenta.

–Es por mi religión.
–¿Cuál religión es la suya?
–Israelita.

Por alguna razón en la que me desconozco no seguí indagando sobre sus creencias. Simplemente seguí coqueando y charlando de variadas cosas con la mujer kichwa israelita, hasta que se bajó en su comunidad Alto Monte de Israel (3°52’58″S, 71°27’04″W) donde subieron momentáneamente dos niñas a vender pochoclos y chifles, vestidas también con pollera y pañuelo negro tapando el cabello.

Le pregunté si era pochoclo kosher.

Luego me enteré de que Alto Monte de Israel es una comunidad de una secta fundada en los años noventa por un tal Ezequiel Ataucusi Gamonal. Una secta de sincretismo incaico cristiano.

Ahora estamos en Leticia, Colombia, en un sorprendentemente barato hostal con piscina, deseando descansar un poco y conocer el lugar antes de seguir en barco por el Amazonas hacia Manaos. Aunque en realidad lo que más deseo es que la llaga de mi brazo no sea leishmaniasis y se me cure con la crema antimicótica.

Y acá el video resumen de Vane:

Marrón flúo

Volví al hotel con cortezas de Banisteriopsis caapi en un bolsillo y polvo de semillas de Anadenanthera peregrina en el otro. Al cruzar el patio de hojas frondosas los morenos me invitaron a tomar cerveza y a jugar al dominó. Acepté, pero no pude seguirles el ritmo, ni de la cerveza ni del dominó. Después de la tercera o cuarta botellita se me empezaron a mezclar los números. Los morenos hablaban y reían mucho y cada tanto me aconsejaban jugadas con frases como “te conviene poner el 5/3”, como si mis fichas fueran transparentes.

(Otra versión de lo que ocurrió a continuación se puede leer en este número de la Revista THC)

Era tarde cuando subí a la habitación. Entré un poco borracho y masticando las cortezas amargas. Después de aspirar un montoncito de polvo marrón, apagué la luz y me eché en la cama. Antes de quedarme dormido me levanté sobresaltado al tocar un bicho con la punta de mis dedos. Al prender la luz el bicho ya no estaba.

Después de dar unas cuantas vueltas volví a apagar la luz. Ahora los colores eran nítidos. Sobre todo los de la serpiente y los del jaguar.

A la mañana siguiente, ya en el camión rumbo a la alejada comunidad que me había recomendado el anciano, me puse a reflexionar sobre las visiones de la noche anterior. El punto es que había leído que las visiones de serpientes y jaguares son muy comunes. Pero hasta entonces pensaba que todo eso tenía que ver con los miedos propios de cada cultura. Habría imaginado que, en mi caso, en lugar de la presencia inquietante de un jaguar, debía aparecer un colectivo cruzando un semáforo en rojo. Pero no: aparecieron la serpiente y el jaguar. Y yo no venía pensando en ellos hasta ese momento.

Entonces recordé que las imágenes surgieron de detalles: una parte de la serpiente hizo aparecer a toda la serpiente y una parte del jaguar hizo aparecer a todo el jaguar. Pensé en superficies de figuras geométricas repetidas que se desplazan en diferentes direcciones: una serpiente enroscándose sobre sí misma son rombos moviéndose en sentidos casi opuestos; un jaguar que camina es poco más que conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí.

En aquel momento no se sabía pero ahora sé que hay científicos que plantean que el miedo a las serpientes viene en nuestros genes, impreso hace millones de años, cuando aún no nos diferenciábamos de otros monos.

Y está la posibilidad de que todo eso esté relacionado. Pienso en miedos innatos y en reconocimiento de patrones geométricos. En serpientes dibujadas desde el nacimiento. En la mínima serpiente imaginable. En rombos moviéndose en sentidos casi opuestos. En conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí. Y después pienso en plantas amazónicas en la sangre, en circuitos neuronales desviados, en descontextualización, en interpretación visual y otra vez en miedos innatos. Todo más o menos en ese orden.

Pero iba en el camión. Y alguien se me hizo amigo, un tipo joven de mirada confusa. Al bajarnos al final del camino, me acompañó a recorrer la comunidad, un puñado de chozas de paja. En aquel momento estaba como hipnotizado y no llegué a preguntar el nombre del lugar (o tal vez lo olvidé en algún momento).

Caminamos entre la selva y las chozas de paja. Cruzamos un río haciendo equilibrio sobre un tronco. Preguntamos por un chamán a una mujer con los pechos al aire y cubierta con una pollera, tal vez de hojas. Y volvimos a cruzar el río.

Entonces mi nuevo amigo gritó en idioma piaroa a través de una puerta de paja de una casa de paja. La puerta se abrió y, después de más palabras en piaroa, el chamán nos hizo pasar. Me invitaron a sentarme en un banco hecho con medio segmento de tronco. Adentro todo era paja y madera. Incluso una prensa de harina de mandioca.Había alguien más en la choza, un anciano. Creo que nunca me miró. Cuando yo llegué él estaba a punto de aspirar yopo. Eso hizo, aspiró a través de los coquitos y a través de los huesos de pájaro. Aspiró unas diez veces lo que yo había aspirado la noche anterior. Traté de imaginar serpientes y jaguares diez veces más grandes que los míos. El anciano se acomodó el pelo con un peine ceremonial, pronunció algunas palabras en su idioma y se fue.

Después tocó mi turno. El chamán molió las piedras marrones hasta hacerlas polvo. Las molió con la ayuda de un plato y un taco, ambos hechos de una madera muy oscura. Entonces me acercó la misma cantidad de yopo que había aspirado el anciano. Yo pensé un poco y dije que no. Dije que lo agradecía mucho y supongo que eso fue lo que mi amigo tradujo al chamán.

Parafernalia para inhalar yopo (Large)

Entonces charlamos, o algo parecido, un buen rato.

No saqué ninguna foto.

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El LIBRO

Yopo

La holandesa desapareció rápido dejándome poco más que  una guía Lonely Planet de Venezuela que alla ya no quería cargar. Entonces, otra vez solo en la playa, empecé a leer la guía de atrás hacia adelante, empezando por la letra zeta del glosario. Y duró poco la primera lectura porque en dos o tres renglones llegué a la palabra “Yopo”.

Lonely Planet lo definía, brevemente, como un polvo alucinógeno que consumen los indios de la selva del alto Orinoco, en el lejano y aislado estado de Amazonas y que, debido a la escasez de datos documentados sobre esta sustancia y su uso ceremonial, recomendaban a los turistas mantenerse alejados si llegara a ocurrir la poco probable situación de que alguien les ofreciera esta droga en aquellas remotas zonas del país.

Cerré la guía, la apoye sobre la arena y no me quedó la menor duda de cuál era el nuevo objetivo de mi viaje.

Tres días después, tras haber vuelto a atravesar todo Venezuela (esta vez hacia el suroeste) en un largo viaje que incluyó un Ferry y tres buses, me encontraba en Puerto Ayacucho, al final de la carretera, en el estado de Amazonas, el segundo más grande del país y el cuál apenas tiene cien kilómetros de ruta: el resto es selva virgen solo accesible por barco o avioneta. Ahí hasta los ríos se pierden y confunden la cuenca del Orinoco con la del Amazonas.

Me hospedé en un hotel antiguo con un patio central rodeado de balcones de madera y dominado por plantas y enredaderas de hojas grandes y brillosas. El lugar estaba atendido por dos jóvenes morenos que se la pasaban jugando al dominó y tomando cerveza en pequeñas botellas de vidrio marrón que se acumulaban a un ritmo notable por todos los rincones del hotel.

Después de instalarme en la habitación y de comer algo junto a la plaza Bolivar, me acerqué a un tipo para pedirle que me orientara:

–Buen día.
–¡Buenos días!
–¿Qué tal?… Quería hacerle una pregunta: ¿sabe cómo puedo llegar a los indios?
–Mmm… no sabría decirle… ¿Es un barrio?
–No… digo, los indios… los indios en general… los que viven como indios.
–…
–Quiero decir que me gustaría conocer cómo viven los indígenas…. ir a donde viven ellos.
–Bueno, algunos indígenas hay en La Esperanza –dijo por fin sonriente el hombre, que bien visto tenía bastante cara de indio.
–¡Ah qué bien! ¿Y qué es La Esperanza? –pregunté, deseando que ahora él sí estuviera hablando de un barrio y no del sustantivo.
–Un barrio… No está muy lejos.
–¿Y cómo podría hacer para ir hasta ahí?
–Es en las afueras… El bus 3 te lleva.

Eso hice. Y entonces caminé por el pequeño barrio La Esperanza (de originarios de la etnia Kurripako) constituido por unas quince casas distribuidas en unas pocas manzanas. Recorrí las calles sin saber bien qué preguntar. Hasta que pregunté.

–Buenas tardes. Disculpe, ¿sabría decirme dónde puedo conseguir yopo? –pregunté a un hombre de escasos bigotes sentado en la puerta de su casa.
–¿Yopo?
–Sí, es un polvo que se toma…
–¿Quieres yopo? –contestó con cara sorprendida y sonriente al mismo tiempo.
–Sí.
–¿Pero tú tomas yopo?
–Bueno, en realidad nunca lo probé.

El tipo rió y sacó un pequeño frasco del bolsillo de su camisa a cuadros.

–Dame la mano.

Al extender mi mano el indio volcó un montoncito de polvo marrón sobre la palma.

–Aspira fuerte.

Aspiré. El tipo volvió a reír y yo sonreí. El olor era acre, un poco a madera, un poco a cuero, un poco a tostado, o a no sé qué. Picaba en la nariz.

–¿Y tiene para vender?
–No, solo tengo esto para mí.

Como no supe qué decir, le di las gracias, lo saludé y me fui. Me fui sonriendo y escuchando la risa del indio a mis espaldas.

Un par de calles después me interceptaron varios niños para preguntarme de dónde era. Me pareció que los niños sonreían más de lo normal y sentí que mi cara estaba caliente. Todo brillaba un poco.

Creo que charlamos algunas pavadas hasta que les propuse tomarles una foto. Entonces lo que me sorprendió fue que las sonrisas de los niños desaparecieron al apuntarlos con la cámara. Y también ellos desaparecieron después de la foto.

La-Esperanza
La Esperanza.

Entonces caminé un poco. Pero no mucho, porque al rato volvieron los mismos niños y otros tantos más y con algunos no tan niños, a pedir que les tomara otra foto.

En esa segunda foto noté que ahora sí sonreían. Y que mis manos transpiraban. Y que dos de los niños parecían más indios que los demás. Y que un anciano también salía en la foto.

La-Esperanza-Puerto-Ayacucho-Venezuela
Y un dibujo extraño en la pared.

Cuando los niños volvieron a desaparecer me acerqué al anciano. Me dieron ganas de preguntarle muchas cosas y eso hice. Hablamos del tiempo, del lugar, de los niños, del barrio, del agua que da cagaderas, del sol y del yopo, porque también pregunté por el yopo. Y entonces el anciano entró en la casa y volvió a salir con un frasquito.

–¿Quieres caapi también?

Caapi, pensé, Banisteriopsis caapi. Entonces es por eso que se llama así: el nombre científico de la liana que constituye el ingrediente principal de la ayahuasca es debido al nombre que le dan los indios acá. Todo eso pensé durante unos instantes antes de decir que sí.

El anciano volvió con algunas cortezas de liana y me las regaló. Me pareció sorprendente encontrarme con la ayahuasca de esa forma tan inesperada.

–Hay que masticarlas mientras se toma el yopo.

Entonces lo que tiene el yopo son triptaminas, pensé. Y mastiqué. Era muy amargo, realmente muy amargo.

Después, en unos bancos y a la sombra de un techo de paja, hablamos del calor y de nuestros lugares de origen. Él me habló de una comunidad, más afuera, donde termina el camino. Me indicó como llegar, dónde tomar el camión y qué preguntar.

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El LIBRO

Río Madeira, Brasil

27 de junio

En Rio Branco me rayé un poco. Es la capital de Acre, la zona tiene que estar muy buena, pero el precio de las cosas y la soledad del camino hicieron que pise el acelerador y que me suba a un bus hacia Porto Velho. Llegué a las cinco de la mañana y me fui directo hasta el puerto. Era como Gonzales Catán pero con pescaderías. En seguida saqué un pasaje de barco a Manaos durmiendo en hamaca. Salía al día siguiente a las seisde la tarde, pero me dijeron que podía alojarme ahí hasta la partida.

 

Brasil - barco del Amazonas
Típico: delfines rosa y bicicleta de marinero rosa.

 

Yo era el tercer pasajero. Esa noche ya habían dormido a bordo una chica y un viejito. Me fui a comprar una hamaca y cuando la estaba colgando apareció la pareja de chilenos que conocí en Rurrenabaque. Después llegaron un par más de brasileños y un belga. Estuvieron bien esos dos días que pasamos entre el barco y la ciudad, echados en las hamacas y charlando. El barco tenía terraza con barcito. El paisaje era lumpen, pero yo lo compensaba pescando bagres entre delfines rosados. Algunos sí que son bastante rosa. Esta vez los vi bien, había muchos dando vueltas alrededor del barco.

Mientras tanto, iban llenando la bodega de soja, papas, tomates y sandías.

 

sandías-en-el-Amazonas
¿De a dos sandías? ¿me estás cargando?

 

Pensé que íbamos a ser pocos pasajeros, pero sobre el final se llenó. Llegó a haber 41 hamacas en un escaso espacio de 13 metros por 7. Yo colgué la mía bien alta para aislarme un poco. Abajo a la derecha tenía al chileno y a la izquierda a una viejita.

 

muchas hamacas
El lugar estaba muy «piola».

 

En un momento sentí que se estaba haciendo un poco largo el viaje y de pronto el barco zarpó. De ahí en más el tiempo pasó rápido entre comidas, cervezas en la terraza, lluvias, charlas y mirar largamente la selva como si fuéramos viejitos en una silla.

selva amazónica
La selva.

 

Me sorprendió la manera que tenían de subir y bajar gente en los mini puertos que hubo en el camino. La técnica era la siguiente: Llevábamos una lancha colgada al costado del barco. Bastante antes de llegar a la zona del puerto, la bajaban los veinte centímetros que la separaban del agua, y dos tipos con alma de equilibristas saltaban a ese mini taxi acuático. Uno encendía el motor y aceleraba hasta que la lancha, por si sola, alcanzaba la velocidad del barco. En ese momento, el otro la desataba y salían a los pedos hacia el puerto. El barco no bajaba la velocidad en toda la maniobra; en el viaje solo aminoraba cuando había troncos (para esquivarlos o chocarlos despacio). Desde el barco, y mirando hacia la selva, parecía que íbamos lento, pero mirando a la altura de la lacha parecía una locura. Iríamos a unos 40 o 50 Km/h. La lancha iba y volvía llevando algún pasajero. Al volver, se emparejaba con el barco y el proceso parecía más complicado. Llegué a ver un pasajero con un brazo aferrado a uno de los equilibristas y el otro brazo temblando de miedo mientras saltaba a cubierta. El enorme barco solo aminoró la velocidad en un momento que bajó una ancianita (tal vez había algún tronco).

 

abordaje-a-velocidad
Dos equilibristas y tres pescados.

 

Tanto los chilenos como yo hicimos rápidamente amistad con el belga, que al fin y al cabo los cuatro éramos los únicos turistas del barco. El belga se llama Nico y para él no todo el viaje estuvo bueno. En algún momento, tal vez en alguna lluvia, se le rompió la cámara de fotos. Por suerte y por esas raras casualidades que suelen ocurrir, el que dormía en la hamaca de al lado del belga era arreglador de cámaras de fotos. Tenía un mini destornillador y pidió un perfume y un cepillo de dientes. Fue fácil conseguirlos. El perfume era por el alcohol, para usarlo para limpiar los contactos. La desarmó, la cepilló con perfume por todos lados y le costó mucho volver a armarla. La cámara nunca volvió a funcionar, pero olía muy bien.

 

fotos perfumadas
Nico, el perfumador y un curioso. Gestos muy explicativos de la situación.

 

Así pasamos los tres días rumbo a Manaos, en el barco de madera, llevando frutas y verduras y algunas arañas y hormigas.

 

río Madeira
Y mucho mirar nubes.

 

Rio Branco - Manus

 

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