Rumbo al Casiquiare

Caminamos por la selva, ya en Venezuela. Fueron 19 kilómetros hasta la comunidad baré y nadie sabía que andábamos por ahí. Eso nos incomodaba, como siempre, por ir sin pedir permiso, sin saber si vamos a ser bienvenidos. Aunque en el fondo confiaba en la naturalidad de Vane para ser simpática con la gente. Además nos habían dicho que ahí vivía una sola familia y que eran buena gente. Nos avisaron que después tal vez sería un poco más complicado con los yanomanis, que son una etnia más cerrada que los baré. Sabemos bien que los yanomamis son muy reservados pero hasta ahora nunca habíamos escuchado nada de los baré, solo sé que son muy pocos y que pertenecen a la familia lingüística arawak.

Desde que murió Chávez ha corrido mucha agua bajo el puente.
19 kilómetros, el único camino en toda la región.

Nuestro objetivo original era conocer a los yanomamis y al brazo Casiquiare, tanto a los originarios como al río. La zona es tan alejada que los europeos la recorrieron recién trecientos años después de su llegada a América. Los primeros europeos que navegaron el Casiquiare fueron los legendarios exploradores Alexander von Humboldt y Aimé de Bonpland en el año 1800.

Humboldt y Bonpland en el Casiquiare (óleo de Eduard Ender, 1850)

Siempre quise llegar a conocer esta zona tan aislada, la primera vez que lo intenté fue en 1999 y la segunda en 2012, esta era la tercera y ya estábamos cerca.

Íbamos con el ánimo muy arriba, no solo por la cercanía de conseguir el objetivo sino también por el simple hecho de que cargábamos las mochilas por un sendero en la selva. Caminar por la naturaleza llevando la carpa y provisiones para varios días nos pone felices, una libertad que cada tanto olvidamos ejercer.

Mi cara de ánimo muy arriba.
Mi cara de camino dudoso.
Mia cara donna.

Paramos a descansar varias veces, metimos los pies en el camino inundado, nos masajeamos las ampollas, nos refugiamos de la lluvia, nos metimos en un par de ríos rojizos con peces brillantes, comimos pan, galletas, sándwiches.

La hora del té.
Hyphessobrycon sp.
Somos senderos.

Diecinueve kilómetros con las mochilas son agotadores, tardamos siete horas (desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde) y llegamos a Solano (2°00’00″N, 66°57’06″W) muy cansados. En la aldea eran cinco hermanos de edad avanzada, con sus parejas, hijos y nietos. Viven en descascaradas casas de material que se construyeron hace ya medio siglo en algún proyecto de vivienda estatal. Como siempre, la parte de material se usa para dormir y el resto de la vida hogareña transcurre en un fresco ambiente de madera y paja adosado a la casa.

Viven Solanos.

El momento más incómodo al llegar a una comunidad es cuando tenemos que presentarnos, explicar el objetivo de nuestra visita y luego tratar de resolver el tema de donde dormir y qué comer. Siempre llevamos nuestra carpa, olla y provisiones, pero lo ideal es no hacer rancho aparte.

Esta vez fue fácil resolverlo, enseguida hicimos amistades con los abuelos Ana y Omar. Nos cedieron una casa abandonada para que colguemos nuestras hamacas y luego nos prepararon sopa de pescado. Nosotros les dimos la mitad de nuestras provisiones sabiendo que nos quedaríamos unos días con ellos y reservamos la otra mitad para cuando visitáramos a los yanomamis.

Qué más puedo pedir.

A la mañana siguiente fuimos a conocer el río, el encuentro tantas veces imaginado. El clima estuvo a la altura de las circunstancias. Un río crecido, calmo y neblinoso, parecía sacado justamente de un sueño.

Casiquiare

El brazo Casiquiare es muy particular, casi todos los ríos nacen de afluentes más pequeños y terminan en ríos más grandes pero el Casiquiare, en cambio, nace por un “derrame” del Orinoco, en una situación parecida a una captura fluvial pero sin completarse, y termina en el Río Negro, afluente del Amazonas. De esta forma se convierte en un canal navegable que comunica la cuenca del Orinoco con la del Amazonas por regiones de muy poca pendiente. Es así que puede considerarse a gran parte del macizo guayanés como una inmensa isla dentro del continente sudamericano, una isla enorme que incluye a las tres Guyanas, la mitad de Venezuela y parte del norte de Brasil. Es decir, uno puede subir navegando por el Amazonas, luego por el Río Negro, ya en Venezuela entrar al Casiquiare, salir al Orinoco y navegar todo el Orinoco río abajo hasta el mar, luego bajar bordeando por la costa hasta Belén y volver a entrar al Amazonas completando la vuelta.

Isla Guayana

En el caso del Casiquiare se da un equilibrio extraordinariamente estable. En una situación más típica, la erosión haría que el brazo termine capturando toda la cabecera del Orinoco e incorporándola a la cuenca amazónica (por ejemplo, en 2016 el río Slims en Canadá desapareció en solo cuatro días al ser capturado por el río Alsek) pero el antiquísimo suelo de granito de esta región del macizo guayanés ha hecho que este estado de equilibrio de semicaptura de caudal del Orinoco se sostenga muchísimo en el tiempo.

Muchísimo más antiguo que la humanidad.

En los días que estuvimos con los baré pudimos ver la situación de abandono total que sufren estas zonas remotas de Venezuela. Están lejos de todo, sin poder comprar ni vender nada. Viven de lo que cultivan y del intercambio con otras comunidades. La base del alimento es el casabe, que se hace con la yuca amarga. La yuca o mandioca (Manihot esculenta) existe en dos variedades principales: la yuca dulce que se puede hervir y comer directamente y es la que en general se encuentra en las verdulerías de las ciudades y la yuca amarga o yuca brava que es la que normalmente se cultiva en la selva y la cual es muy tóxica por su alto contenido de cianuro. Por eso con la yuca brava se produce el casabe, que es comestible debido a que en el proceso de producción ocurre la detoxificación. El tubérculo se pela, se raya, se escurre en un sebucán (una prensa hecha de hojas entretejidas) para extraerle la mayor parte del líquido, se tamiza y finalmente se tuesta formando panes achatados. Eso y poco más es lo que come gran parte de los originarios de la selva venezolana.

Acá probando un poquito de cianuro.
Sebucán.

La miseria es tal que Ana nos cuenta que, ante la imposibilidad de tener café, la gente tomó la costumbre de usar harina de yuca tostada como sucedáneo. Lo he probado y no tiene gusto a café pero el aroma acre, el color amarronado y el gusto dulce distraen a la angustia.

Estuvimos un par de días con los baré y luego partimos a visitar a los yanomamis. Omar se ofreció a llevarnos remando hasta la aldea. Fuimos en un bote de la guerrilla, del ELN, Ejército de Liberación Nacional. Habían estado por la zona un tiempo atrás, intentando hacer amistades con la gente, pero parece que no consiguieron asentarse en la región de San Carlos. El bote quedó en la comunidad pero Omar cree que algún día vendrán a buscarlo.

También vinieron con nosotros Ani y Omarcito, los nietos de Ana y Omar, cada uno con un remo de su tamaño. Los niños iban muy contentos. Bajamos por el Casiquiare un buen rato y luego subimos por un arroyo.

Entrando a Venezuela

Entramos a Venezuela por una frontera sin aduana, un lugar especial, muy lejano. Vanesa, el canoero y yo subimos a la canoa de un lado del río y nos bajamos del otro, en San Carlos, el único pueblo en todo el sudoeste del selvático Amazonas, el segundo estado más grande del país. Nos rodean miles de kilómetros cuadrados de selva sin carretera. Acá solamente se llega en aeronaves militares o por agua con muchos días de travesía y con dificultad. El pueblo tiene más o menos diez calles por diez calles, en su mayoría asfaltadas aunque ahora no haya ningún auto. Los yuyos crecen entre las grietas del pavimento. San Carlos supo tener sus buenos momentos (el último fue en la década pasada, en la primera etapa del chavismo, donde hubo notable inversión social) pero hora el pueblo se encuentra detenido como en una interminable siesta de domingo. Hace ocho años que no hay electricidad acá, pero el tendido eléctrico sigue ahí, robustamente construido y aguantando las lluvias amazónicas. No hay ni un solo comercio y tampoco se escucha mucho más ruido que el de las chicharras en los árboles.

San Carlos de Río Negro.

En un permanente estado de distribución escasa, los únicos que cuentan con combustible son los de la Armada. El pequeño hospital de la región hace lo que puede con mínimos suministros y sin luz. Cada tanto los militares prestan un poco de gasoil al nosocomio para encender los generadores de electricidad y así poder realizar una ecografía o radiografía o simplemente encender alguna luz.

Agricultura inversa.

En el correr de estos días hemos cruzado el río Negro entre Colombia y Venezuela (entre San Felipe y San Carlos) varias veces. Estamos averiguando cómo seguir. Nuestra intención es continuar viaje hacia el noreste, hacia el brazo Casiquiare y hacia el río Orinoco por territorio venezolano rumbo a La Esmeralda y luego hacia el noreste, hacia Atabapo y Puerto Ayacucho, aunque cada vez lo vemos más complicado. La cosa es que ya casi nadie va por ahí por la falta de gasolina. En Venezuela el combustible es prácticamente gratis, pero acá simplemente no hay. Vane opina que gratis es un precio justo para algo que no hay.

Entrando a Venezuela.

Una de las opciones que tenemos es esperar el barco de la provisión de gas que se abastece en Puerto Ayacucho y que en teoría tendría que llegar pronto pero que en realidad hace alrededor de un año que no pasa. Otra opción es ir con el barco de Norberto, el mismo con el que habíamos estado en tratativas para que nos traiga hasta acá desde São Gabriel y que parecía que nunca iba a salir pero ahora nos alcanzó en San Felipe. Parece que a Norberto le encargaron llevar bidones de combustible a un barco que se quedó varado hace unos seis meses en el brazo Casiquiare no muy lejos del Orinoco, camino a La Esmeralda. Cuando pregunté cómo sabían que ya no habían muerto de hambre ya que hace seis meses que están varados allá, me contestaron que no, que están bien porque allá hay mucho pescado. Nos gusta esta opción pero existen dos problemas, uno es que no sabemos cuándo se hará el viaje si es que se hace en algún momento ya que por alguna razón no se hizo en estos últimos seis meses, el otro problema es que nos enteramos de que pasaríamos por un lugar (que prefiero no especificar la posición exacta) donde hay un campamento de la guerrilla, ex integrantes de las FARC que no entregaron las armas y se pasaron a Venezuela (no me queda claro si la situación del barco varado tiene algo que ver con la guerrilla o no) y, aunque la gente local nos dice que no hay problema con ellos, que no se meten con nadie que no sean sus enemigos, me preocupa el hecho de aventurarnos por tierras sin ley. Somos extranjeros, estamos sin armas y pasaríamos por zonas de mucha escasez. Nos dicen que en toda esa región hoy en día hay pobreza desesperante y nosotros iríamos provocadoramente cargados de víveres, porque así es la única forma, en el Casiquiare no hay donde comprar nada, las tribus solo se manejan con intercambio. Por otro lado, esa es una de las zonas de mayor incidencia de malaria en el mundo. Casi todos los que visitan el alto Orinoco vuelven con paludismo y hoy en día en Venezuela no hay mucha disponibilidad de medicamentos para tratar la malaria. Nosotros venimos tomando doxiciclina como profilaxis pero no es cien por ciento segura y además, como los tiempos se están alargando considerablemente más de lo que habíamos previsto, se nos están acabando las pastillas.

Bongo de Norberto.

A pesar de que no hay ningún lugar para comprar en el Casiquiare, el dinero también es un problema ya que lo vamos a necesitar más adelante. La plata que nos queda para el resto del viaje la tenemos en pesos colombianos y reales y no entendemos bien qué deberíamos hacer. No sabemos si alguien puede cambiarnos a bolívares ni a qué precio y tampoco estimamos cuanto perderíamos por la devaluación que corre día a día. La única vez que vi bolívares en San Carlos fue cuando un chico estaba empaquetando una pila de unos 15 centímetros de alto. Me explicó que tal vez a mí me parecía mucho pero que en realidad solo era el equivalente a lo que cuesta un kilo y medio de pollo. Si cambiamos nuestro dinero a bolívares, necesitaríamos una mochila para llevarlos. Vane propone que compremos oro. Yo no sé qué pensar.

Deme un kilo y medio de pollo, por favor.

Otra opción es continuar hacia el norte por el Río Negro (que a partir de la desembocadura del Casiquiare se llama Guainía) entre Colombia y Venezuela hasta Maroa, donde nos juran que hay un tractor que puede llevarnos treinta kilómetros hacia el noreste por la selva venezolana (no sería la primera vez que hagamos un largo viaje en tractor por la selva) rumbo a Yavita, una comunidad que ya se encuentra en un afluente de río Atabapo que es, a su vez, afluente del Orinoco. Ahí tendríamos que conseguir una embarcación hasta San Fernando de Atabapo y luego otra a Samariapo ya cerca de Puerto Ayacucho, la capital del estado. Ahí ya hay carretera, la Troncal 12 que recorre apenas unos 120 kilómetros hasta salir de Amazonas y es prácticamente la única de todo el estado. Nos dicen que esta opción es más factible que ir por el abandonado brazo Casiquiare. Pero justamente el problema es que nuestro objetivo principal era conocer el Casiquiare y a los originarios yanomamis. No lo descartamos pero nos daría pena irnos habiendo llegado tan cerca. Además tampoco es muy seguro. A mitad de camino de la subida por el Guainía se encuentra otro campamento de la guerrilla del lado Venezolano. En este dato confiamos plenamente ya que nos lo dio el propio capitán del corregimiento de San Felipe, la máxima autoridad militar en el pueblo Colombiano. Él coincide con la idea generalizada de que la guerrilla no suele meterse mucho con los civiles que transitan, pero opina que de todos modos nosotros no estaríamos seguros, que siendo extranjeros podrían pensar que estamos yendo para mirar y localizarlos.

El capitán viene seguido a visitarnos. Al principio pensé que era porque, evidentemente, tienen que estar bien al tanto de lo que hacen dos extranjeros raros en la zona, pero después me dio la sensación de que simplemente le caemos bien. Desde que el barco del Bamba regresó a Brasil estamos acampando en la plaza del pueblo, bajo una glorieta con techo de paja. Armamos la carpa en el medio y colgamos las dos hamacas entre postes. No es la única glorieta en la plaza, hay dos más que suelen ser utilizadas por familias indígenas para pasar un par de noches cuando vienen a intercambiar sus productos. El capitán suele visitarnos con sus dos escoltas con armas largas, dos pibes uniformados que al principio de la conversación se mantienen firmes a un par de  metros de distancia, luego se van relajando lentamente como quien espera en una esquina, mientras nosotros la pasamos bien charlando con el capitán.

Paja cuando llueve.

El capitán nos cuenta que decidió entrar en la escuela militar por la guerrilla, qué su familia es de una zona conflictiva y sufrió especialmente la inseguridad en la región y que entonces tomó la determinación de combatirlos. Nos explica que en realidad no cree que por la fuerza se pueda llegar a la resolución total del conflicto, en cambio siente que su misión es simplemente mantener a la guerrilla bien alejada de su ciudad, lo más posible. Nos sorprende escuchar qué, en su opinión, el problema insalvable es la cocaína ilegal. Dice que la guerrilla se nutre del narcotráfico y que es la única razón por la que continúa y continuará existiendo. De todos modos él se siente bien, realizado, manteniendo el conflicto eterno bien lejos, a una buena distancia de sus seres queridos.

Derechos torcidos.

El capitán también nos dice que una vez por mes llega un avión militar desde Bogotá con las provisiones y los soldados de recambio y que, si hay lugar, puede pedir que nos lleven. Nos explica que nunca se saben bien las fechas (tal vez por seguridad hayan decidido no comunicar los días exactos a los civiles) pero que tiene que estar por llegar.

Televisión abierta pero cerrada.

Otra opción es un avión militar venezolano con fechas totalmente impredecibles y que nos dijeron que no cobran pasaje pero que hay que llevarles una colaboración a los pilotos, específicamente un paquete grande de salchichas parrilleras que se puede comprar por 50.000 cops en San Felipe, ese es el precio. Esta opción es muy impredecible y además tiene el problema de que nos dicen que en teoría no se puede usar moneda extranjera en Venezuela y podrían quitarnos todo el dinero en el avión. Cosa que me resulta un poco extraña porque no entiendo qué pretenden que hagamos con nuestra plata. Tal vez con los extranjeros sea diferente, pero de todos modos nos deja muchas dudas.

Y por último también hay un avión comercial, un Douglas DC-3 de la segunda guerra mundial que sigue funcionando, un avión a hélice que llega dentro de unos días a San Felipe y puede llevarnos hasta Puerto Inírida en Colombia para luego intentar seguir por río, ya para el lado colombiano sin pasar por Venezuela.

Energía potencial.

Pero la realidad es que no queremos irnos sin llegar al Casiquiare y entonces hemos decidido ir caminando hasta allá. Nos dicen que hay un sendero que sale de San Carlos hacia el noreste y que llega a Solano, una pequeña comunidad de la etnia Baré formada por una sola familia a orillas del brazo Casiquiare. Es el único camino en toda la región y está prácticamente abandonado. Además nos dicen que, desde hace no mucho, muy cerca de ahí se instaló una comunidad yanomami a la que se llega remando desde Solano en tiempos de agua. Hacia allí nos dirigimos, serán 19 kilómetros que intentaremos hacer en un solo día hasta Solano si logramos ir a paso firme. Le comentamos nuestro plan al capitán y nos dijo que no hay problema pero que nos cuidemos, que por supuesto del lado venezolano él no tiene ninguna responsabilidad pero que vayamos con precaución y que le avisemos antes de partir.

Tiempos de agua.

Triple frontera Brasil, Colombia, Venezuela

Vamos hacia Venezuela por un paso remoto y notablemente desconocido. La última parada fue São Gabriel da Cachoeira, Brasil, donde tuvimos que esperar un mes para encontrar una embarcación que nos llevara más al norte. Ahora vamos remontando el Río Negro en el crujiente barco del Bamba. Los motores rugen día y noche: de día para avanzar, de noche para mantener encendidas un par de heladeras con provisiones y para bombear el agua que se filtra entre las tablas del casco. Siempre tiene que haber alguien despierto controlando que los motores no se apaguen.

Hay doce hamacas en la cubierta de abajo y doce en la de arriba. La primera noche la cocinera venezolana Laurita y su hijo Jesús durmieron en la de arriba con nosotros. Las siguientes noches Laurita durmió con el capitán. Como siempre nos ocurre con los niños, hemos hecho buenas amistades con Jesús. Él ya aprendió que la mitad de las cosas que le digo no tienen sentido. El tripulante Abelardo es venezolano y trabaja sin parar. El tripulante Seu Yuca es brasileño, simpático y agradablemente embustero. Los rulos canosos se le escapan por debajo de la gorra y siempre se muestra sonriente. Hay dos señoras mayores e indígenas, una de 72 años y la otra de 69. La de 72 se llama Severiana, nació en Brasil pero vivió toda su vida en Venezuela y ahora está tramitando la nacionalidad brasileña, ella solamente nos acompañará hasta Cucuí. La de 69 años es venezolana, dice que una vez pensó en mandar a matar a su marido pero que después decidió irse a Cuba. Ahora, en el barco, se queja de todo, principalmente de cualquier cosa que haga Wilson. El brasileño Wilson es garimpeiro, es decir, buscador ilegal de oro. Los garimpeiros son ilegales por el impacto ecológico que generan al remover la tierra y al usar mercurio en la separación del metal. Trabajan en campamentos bien metidos en las profundidades de la selva. Algunos han tenido conflictos armados con los nativos, los militares y algún otro que se les ha cruzado en el camino. Wilson es simpático, extrovertido, verborrágico, con buen sentido del humor y devoto de la cerveza. Es garimpeiro buzo, la especialidad más riesgosa. Nos cuenta que se sumerge hasta seis horas seguidas y hasta treinta metros bajo el agua. Con grandes mangueras succionadoras los buzos remueven el fondo del río en total oscuridad. Seis horas… en el fondo del río… a oscuras. El mayor riesgo proviene de la posibilidad de una interrupción en el flujo de aire que le bombean para respirar. Un motor que deja de andar, un tronco que se engancha en una manguera, cosas así. El buzo podría salir rápido a flote pero la despresurización vertiginosa genera burbujas en la sangre y muerte. Wilson nos comenta que acaba de venir de Pico da Neblina, el punto más alto de Brasil. Es una zona de muy difícil acceso en tierras yanomamis, un territorio conflictivo, los propios yanomamis prohíben la entrada al lugar a cualquier persona que no sea de su tribu. El conflicto principal es justamente por los garimpeiros. Los nativos no quieren que nadie entre a destruir sus hábitats. Pero Wilson nos dice que estuvo una semana ahí en paz con los yanomamis y que logró extraer casi un kilo de oro. También nos cuenta que en algún momento trabajó en las cocinas de cocaína, pero que ya no.

Wilson no es el único garimpeiro a bordo, también está el brasileño Nelson. A pesar del parecido de sus nombres y sus profesiones, no los confundo. Nelson también es amable y sonriente pero, en cambio, él es indígena, callado, calculador y más bien tranquilo. Además tiene un collar del que le cuelga una piedra dorada de forma retorcida y caprichosa, un pedazo de oro en bruto que el alquimista Wilson ya habría convertido en cerveza. Nelson nos cuenta que hace unos veinticinco días también anduvo por Pico da Neblina donde trabajó pagando a los yanomamis una comisión de tres gramos por mes. Dice que se fue porque ahora se pusieron más duros. Me quedé con ganas de preguntarle a qué se refería.

Al atardecer del segundo día de viaje llegamos a Cucuí, que es la última población antes de la triple frontera. Desde el pequeño pueblo hacia el norte se puede ver la imponente Piedra de Cocuy (1°14′8″N, 66°49′10″W) ya en territorio venezolano. Es una montaña compuesta por una roca de 400 metros de altura que emerge sobre la selva. La piedra se formó en el precámbrico, es decir, en la primera etapa geológica del planeta, muchos millones de años antes de que se formara el continente sudamericano, incluso muchos millones de años antes de que se formara el antiguo supercontinente Pangea. Esa gigantesca piedra está ahí no solo desde antes de que existiera el concepto de “lugar” sino desde antes de que existiera ese “lugar”.

En el pueblo de Cucuí se encuentra el último puesto de control brasileño. Ahí los militares nos chequearon los documentos y hasta nos sacaron fotos. Luego dormimos en el barco amarrados al muelle del pueblo.

Por la mañana tardamos en salir. Primero los tripulantes estuvieron un buen rato ocultando grandes mangueras en el fondo de la bodega del barco. Según me explicaron, transportamos material para los garimpeiros: gruesas mangueras para la succión del barro y unas cincuenta piezas de hierro llamadas caracoles, que se usan para fabricar las bombas de succión. Nos dicen que el problema no es que el cargamento sea ilegal sino que es la principal razón que disponen los militares venezolanos para intentar sacarles todo lo que puedan.

Que no te mangueen la manguera.

Luego estuvimos varias horas simplemente esperando. Parece que, desde algún lugar río arriba, un informante se encuentra oteando la costa venezolana a la espera de que los militares se vayan a almorzar.

En algún momento arrancamos a toda marcha y, luego de salir de Brasil cruzando la invisible triple frontera, fuimos arrimados al lado izquierdo, junto a la costa colombiana, sin despegar los ojos de la costa venezolana, intentando llegar a la Guadalupe antes de que nos interceptaran los militares bolivarianos.

Llegamos. Según Abelardo, tal vez no nos hayan seguido porque no debían tener combustible. Aunque también había posibilidades de que nos interceptaran más adelante.

Esta parte la explica mejor Vane en este video:

En La Guadalupe tuvimos que mostrar los documentos. El lugar no es mucho más que una oficina militar colombiana junto a una gran antena parabólica destruida por el abandono, una pista de aterrizaje de tierra y un par de familias de la etnia kurripako que, según nos informa el empleado militar, ahora son pocas debido a los desplazamientos por conflictos con la guerrilla.

Algo que me resultó gracioso es que, ante una pregunta del militar, Nelson respondió que era agricultor. Luego, ante la misma pregunta, Wilson respondió directamente que era “garimpeiro”. Entonces Nelson, sonriente, tradujo como “minero”. Y así quedaron completos los papeles migratorios.

En algún momento, mientras seguíamos amarrados a la costa selvática de La Guadalupe, se escuchó que se acercaba una lancha a todo motor. Entonces los tripulantes se apuraron a esconder las mangueras y los caracoles sumergiéndolos en el río. Luego Laurita nos dijo que venían los venezolanos y nos pidió que los filmáramos para que quedara constancia de los hechos. Pero Wilson opinó que mejor no filmáramos nada, que somos argentinos, que no tenemos nada que ver con eso, que no nos metiéramos en problemas.

Yo, argentino.

Finalmente, con los militares venezolanos ya a la vista, decidimos hacerle caso a Laurita y filmar, aunque con disimulo. No ocurrió demasiado, los soldados  llegaron desde el sur, se aproximaron a nosotros aminorando la marcha, realizaron una curva cerca del barco, hicieron gestos de amenaza y, sin detenerse, volvieron a acelerar el motor perdiéndose río arriba, supongo que conscientes de no poder tocar tierra colombiana.

Vene zolanos.
Se van zolanos.

Luego las horas pasan mientras los tripulantes aprovechan para hacer arreglos mecánicos.

Enseñándole a Jesús a caminar sobre el agua.

Alguien nos cuenta que el plan es salir a la una de la mañana protegiéndonos en la discreción de la oscuridad de la selva. Pero no resulta ser así. Entiendo que en algún momento hay cambio de planes. Vamos a separarnos: Seu Yuca se queda con un bote con los materiales escondido en algún arroyo selvático colombiano mientras nosotros seguimos viaje remontando el Río Negro, que ahí lo llaman río Guainía.

https://www.instagram.com/p/BjV2BwyAH9B/

Finalmente llegamos a San Felipe, el destino final de nuestro barco, un pueblo colombiano asentado sobre un puñado de calles de tierra. Nos cuentan que solía estar controlado por la guerrilla hasta hace muy poco, por las FARC, las recientemente desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pero hace unos diez años llegaron los soldados del ejército colombiano y tomaron el pueblo. Dicen que la guerrilla no ofreció resistencia, simplemente cruzaron a Venezuela.

El barco de Bamba se quedará unos cinco días en San Felipe vendiendo los productos que trae desde Brasil. Me pregunto qué hace con los pesos colombianos obtenidos en las ventas, y tal vez la respuesta sea comprar oro a los garimpeiros y venderlo a mejor precio de vuelta en su país. Algo que no quiero asegurar.

El Bamba nos deja quedarnos en el barco, incluso nos da de comer. Seguimos alimentándonos de las excelentes comidas que nos hace Laurita desde que salimos de São Gabriel. Hay muy buen clima acá y nos da la sensación de que el capitán les cae bien a todos en esta región. Es el que trae provisiones, el que los comunica con Brasil, el que les compra los productos locales. Los indígenas se acercan al braco ofreciendo algún casabe, ananá o açaí y Bamba no discute el precio. Aunque en realidad no es por precio sino por intercambio: un paquete de harina, arroz, azúcar, lo que se necesite.

Y además a Laurita y el capitán se los ve enamorados, felices.

En frente, del otro lado del río, se encuentra el pueblo venezolano de San Carlos, que es bastante más grande que San Felipe, algo así como diez cuadras por diez cuadras. Es el único pueblo en muchísimos kilómetros a la redonda en el selvático estado de Amazonas. Abelardo nos explica que hasta hace unos años tuvo un gran desarrollo por la inversión social del chavismo, pero que ahora está todo parado, no hay ningún negocio allá enfrente, eso dice. Ya lo veremos con nuestros propios ojos. Hacia allá es hacia donde pretendemos dirigirnos, luego hacia el fantástico brazo Casiquiare, a las tierras yanomamis, a seguir viaje rumbo al Orinoco.

São Gabriel da Cachoeira (a Venezuela por una frontera remota)

Ya partimos de Manaos remontando el Río Negro, vamos hacia Venezuela. Intentaremos entrar por la selva. Queremos llegar a las muy aisladas aldeas de la etnia yanomami en el extrañísimo y remoto brazo Casiquiare entre las nacientes de las cuencas del Amazonas y del Orinoco. Será la tercera vez en mi vida que pretenda llegar a las tierras de los yanomamis. Las veces anteriores intenté ir accediendo por Venezuela desde Puerto Ayacucho. La primera fue en 1999 y me faltó tiempo (o mucho dinero), la segunda en 2012 y me faltó dinero (o mucho tiempo). Esta vez lo probaremos desde Brasil y espero que tengamos suerte (o mucha paciencia).

Primero viajamos durante cuatro días en el barco Lady Luiza rumbo a São Gabriel da Cachoeira. Ahí debíamos sellar la salida del pasaporte y tramitar permisos para seguir por tierra indígena. El viaje fue notablemente agradable. El Río Negro es el afluente más caudaloso del Amazonas y también el curso de aguas negras mais grande do mundo. Un río oscuro y cristalino al mismo tiempo, como si viajáramos flotando sobre té. Las orillas son de selva mechadas con playas de arenas blancas. El borde entre el agua y la arena se ve rojizo por los taninos y fenoles procedentes de la infinidad de plantas que se descomponen en las vertientes. La limpidez del agua se debe a que la cuenca se encuentra en terrenos sin montañas jóvenes, sin glaciares en sus nacientes, tierras antiguas donde el tiempo ha lavado la mayor parte de los sedimentos.

Fue el mejor barco hasta ahora. La comida era abundante y variada. Almorzábamos tanto que llegábamos sin el más mínimo hambre a la cena, para volver a embucharnos como gansos de foie gras. La cubierta principal de hamacas sorprendentemente tenía aire acondicionado, un lujo inesperado para lo que normalmente se entiende por viajar en hamaca. Era un barco evangélico, no se vendía alcohol y hasta hubo misa. Y la calidad se reflejaba en el precio: 380 reales.

São Gabriel da Cachoeira es una población emplazada a unos treinta kilómetros por debajo de la desembocadura del río Vaupés en el extremo noroeste de Brasil. A esa altura ya se pueden ver algunas montañas que emergen aisladas entre la selva. El pueblo tiene 20 mil habitantes y el municipio unos 40 mil, donde el 85% son originarios. Es el municipio más indígena del país. Además del portugués, las lenguas oficiales también son el tucano, el ñe’engatú (un primo lejano del guaraní) y el kurripako. Cuando las aguas del Río Negro están bajas casi no hay forma de que llegue mercadería desde Manaos y eso era lo que había ocurrido justo antes de que llegáramos. Nosotros fuimos con la crecida, el día en que se reestableció el abastecimiento. La pequeña ciudad llevaba una semana sin huevos ni cerveza. La escasez de huevos no había generado demasiados problemas, pero la falta de cerveza produjo una situación tan tensa que estuvo a punto de hacer caer al gobierno local.

Saudade de cerveja.

Habíamos pensado pasar pocos días en São Gabriel pero la estadía fue extendiéndose. Primero porque el trámite de los permisos de la FOIRN y la FUNAI para entrar en tierras indígenas duraron dos semanas (que finalmente no eran necesarios, ya que nadie iba a pedirnos nada viajando por el río) y luego porque conseguir un barco que nos llevara más al norte costó esas dos semanas y otras dos más.

tel. 3471-1632 / foirn@foirn.org.br

Los primeros quince días lo pasamos en la casa de Alysson, único hospedador de couchsurfing de la ciudad, un biólogo muy buena onda con el que recorrimos la selva y los igarapés rojizos de los alrededores. En lo de Alysson además conocimos a Boban, un serbio también muy buena onda, que se alojaba en su casa, el couch más largo que hemos visto hasta ahora, hacía seis meses que vivía ahí. Caminamos por la selva, compartimos un San Pedro y rapé, nos reímos bastante.

Me río rojizo.

El resto de los días quisimos tomarnos unas vacaciones dentro del viaje y nos alojamos en el desvencijado Hotel Walpés con vistas a las sorprendentes playas blancas del rojizo Río Negro y también al puñado de ebrios que suelen quedar desmayados especialmente en esa zona, aunque no particularmente en un lugar determinado: notamos que los borrachos locales, aprovechando lo económica que es la cachaça por ahí (un dólar el medio litro) terminan quedando inconscientes en lugares variables de la vía pública, habitualmente con el cuerpo contorsionado sobre algún escalón, reflejando el momento determinante en que la lucidez es superada por el desnivel del terreno.

Mi lucidez es superada a todo nivel.

(Hay más fotos en el Instagram de Vane)

https://www.instagram.com/p/BhrVN4xgEFZ/

La pasamos muy bien en São Gabriel, lo único que nos preocupaba un poco era que la prolongada estadía mermaba nuestras reservas de doxiciclina, de la cual no quisimos prescindir en estos días en una ciudad que, con solo 20 mil habitantes, tiene 13 mil casos de malaria por año. Pudimos conseguir algunas pastillas más en el hospital, pero nada en las farmacias que siguen un poco desabastecidas por los últimos días de aguas bajas.

Si hay malaria, que no se note.

La primera opción de trasporte río arriba había sido un barco militar que prometió llevarnos gratuitamente hasta Cucuí, ya muy cerca de la frontera. Alguna vez se construyó una carretera interna para llegar hasta ahí, pero hace unos años la crecida de un río arrastró uno de los puentes, luego el arreglo se atrasó y ahora la vía está impasable y un poco engullida por la selva. Hoy en día solo se va por río, el mismo Río Negro que además conecta una enorme cantidad de comunidades originarias, según podemos ver en los excelentes mapas que con seguimos en ISA (Instituto Socio Ambiental). Pero el barco militar se atrasó un día, luego dos, luego tres y un sábado nos dijeron que no saldrían ni ese día ni el domingo, que tal vez el lunes. Cuando fuimos el lunes muy temprano ya habían salido el domingo y no habría otro barco militar hasta dentro de uno o dos meses. Probablemente alguien en la cadena de mando no quiso llevarnos.

Hubiera sido un golazo ir gratis.
Qué pena

La segunda opción fue una canoa techada de una familia tucano que tardaría varios días en llegar a Cucuí. Una mañana lluviosa no nos entendimos del todo y también partieron sin nosotros. Tal vez así haya sido mejor porque no daba la sensación de que entrara más gente en esa canoa. La tercera opción fue otra canoa con techo al mando de Rafael (venezolano) y Norberto (colombiano) que podría llevarnos hasta San Felipe, ya en Colombia, frente a Venezuela, siempre y cuando lograran vender un motor fuera de borda para comprar combustible. Cosa que nunca ocurrió.

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Vane con Saudade.

Finalmente, luego de extenuantes jornadas yendo y viniendo bajo el sol  por largas calles de tierra amazónica, conseguimos un agradable y crepitante navío de madera, el barco del Bamba, para continuar rumbo a la recóndita frontera con Colombia y Venezuela.

Lleva mercadería pero también tiene espacio para algunas hamacas. Cobra 250 reales hasta San Felipe e incluye la comida de los tres días de viaje que hay por delante.

Por el Amazonas hacia Manaos

Lo más curioso de Leticia fue que el primer día conocimos a un cabo del ejército que nos ofreció invitarnos con cerveza, marihuana y cocaína (esta es la segunda vez que visito Colombia y en ambas oportunidades me ocurrió que me ofrecieran dadivosamente cocaína en el primer día en que piso el país). Algunas cosas aceptamos, otras no.

En un momento de la noche, a mi pedido, el cabo nos contó sobre un enfrentamiento con la guerrilla. Era una historia larga en la que hubo siete muertos, incluyendo un niño de doce años que pasó su última noche escondido en la selva. Fue una persecución de ocho días en las que los militares sufrieron demasiada hambre y envidiaron la Coca-Cola y el tabaco de los guerrilleros. Con potentes binoculares podían verlos beber y fumar en la ladera opuesta del valle y se les estrujaba aún más la panza. La tortura del hambre y de la envidia terminó con un avión de apoyo que llegó con pollo asado. No recuerdo bien cómo terminaba la historia pero el saldo de muertos era a favor de los militares.

Tardamos tres días y medio en barco desde la triple frontera hasta Manaos. Pagamos 200 reales. En Brasil los barcos son mucho más caros que en Perú, pero también mucho más cómodos y la comida pasa de ser miserable a exageradamente abundante. Viajamos en O Rei Davi. Pasamos horas en las hamacas, miramos la selva, compramos una cachaça en una de las pocas paradas en algún pueblo selvático, pescamos e hicimos amistades y charlamos con unas uruguayas porque siempre es bueno charlar con uruguayos. Aunque creo que lo mejor que hicimos fue este video de Vane, un proyecto titánico:

Manaos nos recibió con el calor de la selva talada. Es una ciudad agradable y aplastante. Terminamos durmiendo en un hotel antiguo en el barrio más picante del centro. A las tres de la mañana nos despertamos por golpes en la puerta. Del otro lado un murmullo en portugués decía que era la policía. Dormido, me tomé un tiempo para pensar opciones que no tenía. Pedir identificación, hacer preguntas, hablar en portugués a través de la puerta robusta. Finalmente decidí abrirles.

Parecían policías. Eran dos. Entraron y revisaron superficialmente las mochilas y nos explicaron que venían por una denuncia, buscaban a una pareja con un bebé. Y se fueron. Tal vez porque no parecía haber bebés en las mochilas.

Visité tres veces Manaos en los últimos veinte años y lo que más me ha llamado la atención es como se ha ido deteriorando mi capacidad de sacar fotos en la gran ciudad amazónica. Saqué cuatro fotos analógicas en 1999, tres fotos digitales en 2012 y solo una con el celular en estos días.

Actualidad. Ayahuasca en Parque do Minfdú.

Ahora conseguimos alojamiento por couchsurfing en la casa de Amanda y Claudio en un barrio alejado (en Brasil todo es alejado). Tenemos que esperar unos días hasta que parta el Lady Luiza, el barco que puede llevarnos subiendo varios días por el Río Negro hacia São Gabriel da Cachoeira, la ciudad más indígena del Brasil. La idea es seguir hacia el norte e intentar entrar a Venezuela por una recóndita zona del estado de Amazonas. Tendremos que tramitar permisos para atravesar tierras indígenas.

(La llaga del brazo se me está curando.)

Por el río Napo hacia el Amazonas

Amanecimos en Pantoja, en el río Napo, con el sol saliendo entre la selva. Estábamos en la frontera entre Ecuador y Perú, una de las regiones más deshabitadas del planeta. El M/F Heroica, el barco carguero que mantiene aprovisionadas a las comunidades del río desde Iquitos hasta la frontera había pasado hacía poco menos de veinticuatro horas y no volvería a pasar hasta dentro de dos o tres semanas. No queríamos esperar tanto para ir hacia Iquitos y la solución era una lancha que prometía ir lo suficientemente rápido como para alcanzar al barco antes del mediodía.

Partimos a las seis de la mañana y efectivamente viajamos a gran velocidad, espantando a los pájaros amazónicos. Solo nos detuvimos una vez en una aldea indígena para comprar carne de cerdo de monte ahumada. Cuando volvimos a desacelerar ya habíamos alcanzado al carguero en una comunidad de la que no recuerdo su nombre. El lanchero tuvo que señalar varias veces hasta que comprendí que cosa era el barco, que desde nuestro punto de vista parecía solo un cubo oxidado a metros de la orilla.

Bajamos de la lancha cargando las mochilas pesadas intentando no resbalar en el barro. Los habitantes de la comunidad que antes estaban mirando el barco ahora nos miraban a nosotros. Nosotros los mirábamos a ellos y al carguero que, a medida que nos acercábamos se parecía más a una villa flotante, un conjunto de chapas oxidadas formando dos pisos con agujeros por los que salían brazos y cosas. Y entonces sentí que, por primera vez en nuestro viaje, tal vez estuviéramos a punto de rechazar un trasporte por sus condiciones de comodidad.

Lo de M/F no lo entiendo, lo de Heroica sí.

–Vane, ¿estás dispuesta a viajar cinco o seis días en eso?
–Estoy con la copita –respondió Vane con el ceño fruncido y los ojos tristes.

Ella no necesitaba ninguna excusa para pedirme que no fuéramos, pero de todos modos me tomé unos segundos imaginando la situación. No sé cómo se debe sentir una menstruación, pero estoy seguro que no me gustaría experimentarla en los baños de chapa de un hacinado barco, aislado durante días.

Al volver a la lancha el lanchero nos miró con cara de yo-les-avisé, a pesar de que nunca habíamos hablado de la calidad del barco, y propuso llevarnos hasta Santa Clotilde. Ahí, dijo, tendríamos más opciones.

A todo trapo.

Entonces fueron varias horas surcando curvas de la cuenca amazónica. Llegamos al atardecer.

Santa Clotilde (2°29’18″S, 73°40’38″W), a pesar de la gran cantidad de basura acumulada en la ribera, nos pareció una comunidad agradable y decidimos quedarnos un par de días alojados en un hotel muy barato (15 soles los dos) mientras esperábamos algún trasporte que nos llevara a Iquitos. Nos habían dicho que llegaría otro carguero desde el río Curaray.

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En Santa Clotilde hay un pequeño hospital y ahí aprovechamos para chequearme una llaga que tengo en el brazo. Dicen que puede ser leishmaniasis, algo que sería muy malo porque la cura es larga y agresiva. La leishmaniasis es producida por parásitos que entran en la piel a través de picaduras de jejenes. Acá hay una gran cantidad de jejenes y el repelente de mosquitos no es muy efectivo contra estos bichos.

Hippie sin OSDE.

Creo que deberíamos apurarnos un poco hacia zonas más seguras, más relajadas. Porque, además, acá también hay mucha malaria.

En la semana 34 se enfermó el que hacía las mediciones.

Al tercer día coincidieron ambos barcos. Por la mañana llegó el M/F Heroica, la villa flotante que venía de la frontera, y por la tarde llegó el M/F San Ignacio, la villa flotante que venía del Curacay.

M/F Heroica
M/F San Ignacio

Lo curioso es que, a pesar de que el San Ignacio no se veía muy diferente al Heroica, solo un poco menos oxidado, esta vez no nos sentimos incómodos al abordar. Vane se sentía mejor y ya solo quedaban dos días y medio hasta Iquitos.

La otra opción era ir remando.

El viaje fue agradable, un flotar lento por el río de un kilómetro de ancho en el que fuimos bandeando de orilla en orilla según el recorrido de la curva o la ubicación de las aldeas con pasajeros. Fue agradable a pesar de la comida: pan y avena líquida como ejemplo de desayuno y arroz con un centímetro cúbico de pollo como ejemplo de almuerzo.

Y Vane como ejemplo de acompañante ideal.

Y agradable a pesar del hacinamiento de hamacas: tenía a una mujer cruzada por abajo y un tipo cruzado por arriba y para ir al baño había que gatear y hasta arrastrarse intentando no empujar a los durmientes.

La segunda noche dormí sobre un banco porque se me rompió la hamaca. Se rajó la tela. No me apené demasiado, la había comprado en Tailandia en 2005 y tuvo mucho uso.

Tela rompí.

Aunque, a decir verdad, lo peor del viaje fue el olor. La cubierta de abajo, la de carga, además de productos agrícolas llevaba animales: gallinas, cabras, dos vacas, un búfalo y una decena de chanchos. El intenso olor de la caca de los cerdos nos acompañó todo el viaje.

Somos animales.

Luego Iquitos nos sacudió con el caos de las urbes. Una ciudad con historia, ruido, calor, humedad, miles de motocars y más historia. Hay pocas ciudades en el mundo a las que no se puede acceder por caminos e Iquitos es la más grades de estas. Tal vez por eso los colectivos son de carrocería de madera. Supongo que en la selva es más económicos mantenerlos así que traer nuevos por agua.

Iquitos, pará la moto.

Nos alojamos en un hotel antiguo y barato que luego curiosamente descubrimos que aparece en la película Fitzcarraldo. Frente al hotel había una despensa atendida por dos mujeres indígenas que vestían con largas polleras negras y pañuelos, también largos y negros, cubriéndoles el cabello. En algún momento quise preguntarles por sus vestimentas, pero me ganaron las ganas de no molestarlas.

También nos sorprendió el mercado de Iquitos que nos agradó a pesar de que es el más sucio que hemos visto nunca. Un lugar cálido y húmedo donde el barro y la basura se van acumulando en las calles formando una pasta de gran variedad de colores y aromas. Al  caer la tarde, las calles del mercado se limpian con ayuda de una pala mecánica.

Reciclando.

Es un mercado donde se puede comprar casi todo, incluyendo un pedazo de caimán para hacerlo a la parrilla. Y también hojas de coca, harina de coca, San Pedros y hasta botellas de ayahuasca. Me reencontré con las hojas de coca después de mucho tiempo, algo que añoraba considerablemente al momento de tratar de concentrarme en la escritura de estas crónicas.

Trichocereus pachanoi

También calurosa y húmeda fue nuestra recorrida por los hospitales de la ciudad. Queríamos saber a qué se debía la llaga de mi brazo. Cuando logramos que nos atendiera una infectóloga nos anticipó que era muy probable que fuera leishmaniasis y que seguramente tendríamos que quedarnos en Iquitos por veinte días o un mes que es lo que dura el tratamiento. La cura no se puede hacer ambulante porque los medicamentos son tan fuertes que se aplican con monitoreo cardíaco en el hospital. Pero, aclaró, de todos modos lo primero era confirmar el diagnóstico en laboratorio.

Me sentía mejor de lo que aparenta la foto.

Finalmente la biopsia dio negativa para leishmaniasis, solo encontraron hongos. Aunque me avisaron que eso no quería decir nada, que la infección era muy reciente y que debo tratarme con crema antimicótica durante un mes y volver a hacerme una biopsia si no se me cura.

Nos costó encontrar dónde comprar pasaje para seguir río abajo por el Amazonas, hacia la triple frontera con Colombia y Brasil. En la confusión de puertos que es la ciudad polvorienta, terminamos en un barrio del cual salimos apurados por el exceso de alcohol y prostitución (el de ellos, no el de nosotros). Cuando finalmente encontramos el lugar correcto resultó ser Puerto Ransa, el mismo al que habíamos arribado unos días antes.

Viajamos durante dos días en el MF El Gran Diego, un barco bastante más grande que los anteriores, con una cubierta para la carga y dos para las hamacas.

Nos sentíamos mejor de lo que aparenta la foto.

Lo más curioso de este trayecto fue que, en algún momento, noté que viajábamos con una mujer originaria con vestimenta similar a las almaceneras de enfrente del hotel. Era una anciana y venía coqueando. Desde las sierras peruanas que no había visto a nadie coquear.

–Kanchu coca –dije como excusa innecesaria para charlar.

La anciana sonrió y me ofreció un poco de sus hojas. Yo le ofrecí de las mías y eso le hizo aún más gracia.

–¿Habla español? –pregunté estúpidamente.
–Kichwa y español –me contestó.

Entonces charlamos un buen rato (en español, por supuesto). Me contó que estaba viajando a Alto Monte de Israel, la comunidad donde vivía, que la coca la cultivaba ella misma y unas cuantas cosas más que ya no recuerdo. En algún momento le pregunté por su vestimenta.

–Es por mi religión.
–¿Cuál religión es la suya?
–Israelita.

Por alguna razón en la que me desconozco no seguí indagando sobre sus creencias. Simplemente seguí coqueando y charlando de variadas cosas con la mujer kichwa israelita, hasta que se bajó en su comunidad Alto Monte de Israel (3°52’58″S, 71°27’04″W) donde subieron momentáneamente dos niñas a vender pochoclos y chifles, vestidas también con pollera y pañuelo negro tapando el cabello.

Le pregunté si era pochoclo kosher.

Luego me enteré de que Alto Monte de Israel es una comunidad de una secta fundada en los años noventa por un tal Ezequiel Ataucusi Gamonal. Una secta de sincretismo incaico cristiano.

Ahora estamos en Leticia, Colombia, en un sorprendentemente barato hostal con piscina, deseando descansar un poco y conocer el lugar antes de seguir en barco por el Amazonas hacia Manaos. Aunque en realidad lo que más deseo es que la llaga de mi brazo no sea leishmaniasis y se me cure con la crema antimicótica.

Y acá el video resumen de Vane:

Río Napo

Después de que Vane actuara un par de veces en Quito gracias a nuestro querido amigo y comediante Juan José Abedrabbo, volvimos hacia el oeste, hacia la selva.

En un bus nocturno bajamos entre las montañas hasta Puerto Francisco de Orellana, más conocido como Coca, en las orillas del río Napo. La siguiente noche dormimos en un hostal barato. A la mañana partimos en la única lancha de pasajeros que desciende por el río hacia el lejano oriente del país.

Fueron muchas horas hasta Pañacocha, una comunidad kichwa fundada en 1930. Bajamos en el muelle junto a una hilera de casas de madera. En una de las casas conocimos a un hombre llamado Jorge que nos ofreció la planta alta de su hogar para que colgáramos nuestras hamacas y pasáramos la noche.

Esa tarde logré pescar un pez mota (Calophysus macropterus) que fue nuestra cena.

Al día siguiente continuamos bajando en lancha por el Napo y, un par de horas antes del anochecer, llegamos a Nueva Rocafuerte, ya muy cerca de Perú. Nuevo Rocafuerte es un desolado pueblo de frontera donde, por pura casualidad, nació el actual presidente del país. Ahí sellamos la salida en el pasaporte en una oficina de migraciones entre matorrales selváticos.

Habíamos pensado armar la carpa en algún descampado, pero un lanchero ofreció llevarnos en ese mismo momento a Pantoja, Perú, por un precio razonable. Viajaríamos con dos tipos, un brasileño y un alemán que habían llegado el día anterior.

La lancha, que era simplemente un bote con motor fuera de borda, arrancó con la oscuridad del atardecer empeorada por una gran tormenta eléctrica que se venía sobre nosotros. La primera parada fue a pocos metros de la partida. El lanchero realizó una maniobra en curva hasta dejarnos escondidos entre un carguero oxidado y los yuyales de la ribera de enfrente. Entonces, con la ayuda de un pibe que apareció entre el óxido del barco, cargaron dos barriles de petróleo.

Con la noche llegó la lluvia, una tormenta eléctrica violenta. Los cuatro pasajeros nos cubrimos con un nylon de color negro. El lanchero no, él se mantuvo de pie sosteniendo el motor, empapado y tiritando. Se notaba que conocía el río muy bien porque lograba esquivar los bancos de arena a gran velocidad bajo la tormenta, en plena oscuridad. Salvo uno, en el que quedamos encallados y tuvimos que bajar del bote a empujar. Luego fueron dos horas en las que fuimos mojados y acurrucados bajo el plástico, dos horas frías y vertiginosas.

La historia hasta acá también se puede ver en el video que hizo Vane:

Cuando ya estábamos del lado peruano la tormenta paró y poco después anclamos en una playa. Al encender el GPS noté que nos habíamos pasado un poco de Pantoja y ahora estábamos en una isla en el medio del río. Entonces el lanchero comenzó a bajar los barriles de petróleo pidiendo que lo ayudáramos. Con Vane nos negamos pero el brasileño y el alemán se mostraron colaboradores. Los tres, en la oscuridad, apenas alumbrados por linternas, hicieron un gran esfuerzo para subir la carga trepando por un terraplén.

Luego volvimos hacia el este (dirección que solo se notaba en el GPS ya que afuera todo era agua y negrura) y en pocos minutos estuvimos en la comunidad Cabo Pantoja.

Cuando el lanchero ya se había ido pedí disculpas al alemán por no haberlos ayudado.

–Es que después de semejante viaje arriesgado no teníamos muchas ganas de involucrarnos en un contrabando de petróleo.
–No sabía que era contrabando –respondió el alemán con el ceño fruncido.
–¿Qué pensabas que era?
–Pues no lo sé –respondió ahora sonriendo un poco pero sin dejar de fruncir el ceño.

Sellamos los pasaportes en una rústica oficina en una zona alta en las afueras de la comunidad. Ahí preguntamos cuál era la forma más económica para llegar a Iquitos y nos dijeron que había un carguero que era muy barato, pero que tardaba varios días en llegar a la ciudad, que solo pasaba cada quince días más o menos y que justo había salido esa misma tarde. La otra opción era una lancha rápida que saldría por la madrugada y que llegaría a Iquitos en solo día y medio.

Bajamos al pueblo entristecidos por nuestra mala suerte con los horarios del carguero y, con muy poca voluntad, nos dispusimos a armar la carpa en la ribera. Pero entonces alguien, salido de entre las sombras, nos ofreció una habitación barata y no lo dudamos. Teníamos la ropa mojada y teníamos hambre.

La última actividad del largo día fue ir a comprar algo para comer en el único negocio abierto de la comunidad. Bajo una luz amarillenta charlamos con el dueño del local y le comentamos nuestra desgracia con los horarios del barco carguero. Nos respondió que ese transporte no era una aventura muy agradable y que era muy lento, que ellos nunca viajaban ahí. Que era tan lento que en todo caso podíamos tomarnos la lancha al día siguiente y en pocas horas lo alcanzaríamos.

Nos pareció una idea genial y eso fue lo que nos propusimos hacer, tomar la lancha rápida hasta alcanzar el barco. Así nos fuimos a la cama, con la tranquilidad de estar durmiendo mientras el barco se nos alejaba muy lentamente.

El LIBRO

Con los shuar (cuarta parte: ayahuasca)

La última noche hicimos ayahuasca. La preparó Pascual durante todo el día. La liana estaba plantada a pocos metros de su casa y era un retoño del natem que había preparado para Juan y Laura. En siete años la planta fue convirtiéndose en un gran arbusto con una forma de arco bastante particular y que Pascual me dijo que les explicara a Juanito y a Laurita que eso significaba que iban a caminar (viajar) mucho y tener varios hijos.

Banisteriopsis caapi

Algo interesante fue que el segundo ingrediente de la ayahuasca (la fuente de dimetiltriptaminas) en este caso no fue el arbusto chacruna sino la liana chagropanga (Diplopterys cabrerana). Nunca había visto preparar ayahuasca con chagropanga. Pascual me mostró la enredadera en el monte y me dijo que ellos la llaman yági.

Por indicación de Pascual hicimos ayuno de veinticuatro horas, al que sorprendentemente él también se sumó. Si bien no iba a tomar, nos explicó que el que lo prepara también tiene que ayunar para darle fuerza al brebaje.

La liana se limpia.

Se machaca.

Se mezcla con hojas de yági.

Se hierve

Se cuela y se vuelva a hervir para concentrar.

Se toma.

El ayuno no fue totalmente estricto, entre los shuar está permitido amenizarlo con jugo de plátano maduro. Las hijas de Pascual nos trajeron un par de tazas dos o tres veces durante el día, las cuales recibimos como una delicia. El resto fue vegetar débiles en nuestras hamacas.

Mientras nosotros descansábamos, el río fue creciendo y poniéndose turbio. Supusimos que estaría lloviendo en las montañas.

Por la noche, a oscuras en la choza, tomamos el natem. Las ceremonias de ayahuasca shuar (cuando no son hechas por un chamán con motivos de curación) son simples. Pascual pronunció unas cuantas palabras en su idioma. El final sonó algo así como “¡Marta caramastá!” que tradujo como “¡Beba, tenga fuerza!”. Primero tomé yo, la bebida más ácida y amarga que he probado nunca, y luego Vane. Finalmente Pascual nos dijo que podíamos hacer lo que quisiéramos, pero que no nos adentráramos en la selva, por las serpientes (por las de verdad).

Después de una hora de estar tirados en nuestras hamacas, salimos a vomitar. Luego las visiones en el cielo, en el río, detrás de nuestros párpados, detrás de las serpientes fluorescentes.

(Acá se puede ver el video que hizo Vane)

Algo que me quedó claro esa noche fue la certeza de que nunca habíamos sido tan bien recibidos como en Tsunki.

Los hijos de Pascual nos despertaron en la madrugada. Nos pedían medicinas porque su madre se encontraba muy mal, con fuertes dolores de estómago. Rosana, que no toma chicha, suele tomar más agua que el resto. El agua es la del río, que cuando crece arrastra detritos del borde, que algunos provienen de animales muertos. Le dimos antibióticos.

Poco después nos despedimos emotivamente de todos los niños y subimos con Pascual y Rosana a la canoa para volver a San José. Rosana permaneció todo el viaje doblada y llorando en silencio.

Quedó internada y estable en el hospitalito de San José. Ya está mejor.

Ahora viajamos hacia Quito, donde Vane tiene preparados algunos shows de stand up, y luego volveremos hacia la selva, pero a la parte norte, a navegar por el río Napo intentando salir hacia Perú, hacia el Amazonas

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➮ La historia con los shuar empieza acá

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El LIBRO

Con los shuar (tercera parte)

Pascual, en su choza, bajo la selva, aprovechando el tiempo que faltaba para que la olla terminara de hervir la cena, nos contó que la ayahuasca, el natem, ocupa un rol central en la cultura shuar. No solo es utilizada por los chamanes en rituales curativos sino también es usada por cualquier persona para tener visiones del futuro. Según los shuar, el futuro se hace visible en los sueños y en las visiones del natem.

(Primera parte de la historia ➮ acá)

También, en muchos casos, es un rito de iniciación a la adultez. Cuando Pascual aún era niño, el padre lo hizo ayunar durante cuatro días (la idea original era ayunar seis pero el hombre se apenó del niño). Padre e hijo caminaron dos o tres jornadas hasta una cascada sagrada. En esos días el hombre cazaba, comía y tomaba chicha y Pascual solo caminaba, dormía y ayunaba (tomando solo jugo de plátano maduro). El niño, en un estado de debilidad profundo (casi inconsciente) tomó ayahuasca por primera vez en la cascada sagrada. Y, entre una gran cantidad de visiones, Pascual cuenta que pudo ver a Rosana, su mujer, mucho tiempo antes de que la conociera.

(Sí estás pensando ufff hay que leer mucho, acá se puede ver el corto y entretenido video que hizo Vane contando la historia desde el principio)

También aprendimos algunas cosas sobre el maikiúa, el floripondio (Brugmansia sp.), que suele estar plantado en varios arbustos alrededor de las chozas. Nos cuentan que a veces se usa en lugar del natem, pero claro, las visiones en este caso suelen no ser tan agradables, solo lo hacen para “tomar fuerzas”. También, y esto me resulta muy interesante, la usan como castigo/rectificación de niños desobedientes, descarriados o simplemente vagos. Los obligan a ayunar entre tres y seis días y luego les dan floripondio. Eso, por alguna razón, me hace pensar más en el futuro que en el pasado, un lejano y extraño futuro con psiquiatría indígena, un futuro difícil de entender.

En mi caso la experiencia que tuve con el floripondio en Tsunki fue notablemente más amena que la de los niños desobedientes. Simplemente Rosana usó hojas de maikiúa ablandadas en agua caliente para curarme una herida. En una de las caminatas me había hecho una lastimadura en la canilla. Era un raspón muy superficial pero, poco después de haberme lastimado, metí la pierna en un arroyo mientras estábamos pescando con barbasco, lo que hizo que se me generara una gran infección. O al menos eso es lo que me imagino que ocurrió, que el barbasco complicó la vida de mis células expuestas. Al día siguiente de haberme lastimado se me hinchó la pierna y tuve fiebre. Así fue que me perdí de participar en una pesca comunal con barbasco que incluía hacer un dique con ramas y hojas de plátano para enlentecer una curva del río. La lastimadura mejoró un poco con el lavado de floripondio pero aún más con la penicilina en polvo que también me aplicó Rosana y que le habían traído del hospitalito de San José para las heridas de sus hijos y que según ella funciona mucho mejor que la sangre de drago. De todos modos la infección, ya más controlada, siguió acompañándome un par de semanas.

Pascual también nos contó sobre su abuelo, que tenía cinco mujeres y se dedicaba básicamente a cazar, tomar chicha, trabajar en los arreglos de las chozas y matar a sus enemigos. Nos contó sobre las tzantzas, las cabezas reducidas que solían hacer los shuar con un largo proceso que duraba seis días. El abuelo colgaba las cabezas de sus enemigos (algunas de ellas eran las de los antiguos maridos de algunas de sus mujeres) en la entrada de la casa. También nos contó que existe la creencia romántica de que las tzantzas servían para tomar el espíritu y la fuerza de los caídos en batalla, pero que la realidad es que eran trofeos de guerra que colgaban en las casas con el simple objetivo de mostrar rudeza y atemorizar a sus enemigos.

Los shuar ya no reducen cabezas pero, de aquella costumbre, ha quedado una creencia particular: que los extranjeros venimos a cortarles las cabezas a ellos. Por supuesto que Pascual no cree en eso, pero nos hemos cruzado con otras personas cerca de Méndez que en principio nos habían evitado y que luego nos confesaron que era porque habían pensado que podíamos ser “gringos corta cabezas”. Incluso el pequeño Hengri tardó dos días en convencerse de que no habíamos venido a llevarnos la suya, algo que le producía mucha gracia a toda la familia. Al final nos hicimos muy amigos del niño después de llegar a un acuerdo en el que nosotros no íbamos a cortarle la cabeza si él no cortaba la nuestra.

Este miedo a que los extranjeros vengan a decapitarlos probablemente provenga de dos razones: una simple que es que para ellos históricamente cualquier enemigo siempre fue un potencial cortador de cabezas y es fácil ver a los extranjeros como enemigos; y otra más compleja que proviene de un conflicto en particular: durante el siglo pasado, el creciente interés de los coleccionistas por las tzantzas generó un gran comercio de la muerte. Un shuar podía recibir unos veinticinco dólares (o un arma de fuego) por cada tzantza entregada a los “gringos”. Y así, de a poco fue instaurándose la idea de que los extranjeros solo se acercaban a sus aldeas con un único interés. La “caza de cabezas” prácticamente fue erradicada en los años ´70 después de un gran esfuerzo conjunto de Ecuador y Perú por resolver la situación y por la prohibición de importación de cabezas en la mayoría de los países. Pero el miedo continúa hasta nuestros días.

El anteúltimo día Pascual nos enseñó a cazar con cerbatana. Por suerte para todos, en la práctica los dardos no estaban envenenados.

Dardos shuar

De todos modos no andábamos con ánimos de matar. Disparábamos a una inflorescencia de plátano clavada sobre un palo que simulaba bastante bien a un pájaro. Como Pascual había pintado nuestras caras con achote imaginé que eso era para aumentar nuestra puntería y entonces se me ocurrió que podía ser buena idea ponerme también una corona de piel de mono que nos habían mostrado el primer día. Con eso de seguro no iba a fallar ningún tiro. A Pascual le pareció buena idea y al resto de la familia imagino que también, porque fueron subiendo la apuesta con las vestimentas shuar hasta que Vane y yo quedamos totalmente vestidos de forma tradicional. Por supuesto les causaba mucha gracia a todos. De Vane dijeron que estaba muy bonita y le regalaron los aritos y el cinturón. De mí opinaron que parecía un cazador shuar asustado por un jaguar.

Pascual se mostró sorprendido por nuestra puntería y nos dijo que ya estábamos listos para ir a cazar. Y si bien fue un cumplido exagerado, a mí también me pareció que nos salía bastante bien. En mi caso el truco era que ya tenía algo de práctica de cuando estuve trabajando en comportamiento de primates en la selva formoseña. Aquella vez, la idea había sido dormir a los monos con dardos tranquilizantes, cosa que nunca ocurrió, pero sí practiqué bastante. Todo esto no se lo conté a Pascual, era más canchero simular una habilidad innata.

Bueno, la mira estaba un poco baja.

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El LIBRO

Con los shuar (segunda parte)

Después de que Pascual Ayumpúm me apuntara en el pecho con su lanza tomé conciencia de que, una vez más, habíamos llegado lejos. Estábamos en las profundidades de la selva ecuatoriana, lejos de los caminos, lejos de los celulares, junto a los que siempre han vivido ahí, los shuar, los notablemente amables reductores de cabezas.

(Primera parte de la historia ➮ acá)

Habíamos llegado a Tsunki sin aviso y desde que bajamos de la canoa nos habían recibido con un calor humano sorprendente. Nos quedamos diez días en la comunidad. En ese tiempo hicimos y aprendimos muchas cosas:

Caminamos por la selva donde Pascual nos enseñó varias plantas útiles como: frutipán, aguacate de monte (o cacao blanco o kushinkiap, que es un fruto más bien dulce y de sabor muy particular), sacha barbasco (que también se usa para pescar como el timiu pero en lugar de matar los peces solo los atonta por un rato, me parece que era Serjania piscetorum), algunas palmeras para fabricar dardos envenenados, una liana de la que sacamos agua para beber, una ruda para la gastritis, lengua de venado que no recuerdo para qué era, sangre de drago para cicatrizar las heridas y unas cuantas más.

Theobroma bicolor
Theobroma bicolor

Al final de una de las caminatas por la selva visitamos una cascada sagrada a la que debimos entrar en silencio para no molestar a los espíritus. Primero aspiramos tabaco líquido, que era simplemente estrujar hojas de tabaco en la palma de la mano y aspirar, luego Pascual cantó en shuar y ahí ya pudimos sumergirnos y nadar entre los peces.

Otro día en la comunidad asistimos a la fiesta de la chonta (Bactris gasipaes), una palmera que es especialmente venerada por ellos, usan la madera, el palmito y los frutos. Con los frutos se hace chicha y la consideran la más rica de todas. Fue una gran suerte estar en esos días ya que la fiesta de la chonta es la celebración más importante del pueblo shuar. En la fiesta, como corresponde, nos pintaron la cara con achote (Bixia orellana) en forma de serpiente y de jaguar. Luego los niños bailaron y clavaron lanzas contra el suelo y todos tomamos chicha de chonta.

Todos los días preparan chicha, normalmente la de yuca. Un día vimos cómo la hacían. Nunca había visto la preparación tradicional, la que se hace masticando y escupiendo. Por la tarde, dentro de la choza, Tania y Jhomara hirvieron varios kilos de yuca en una gran olla. Luego quitaron el agua y machacaron la yuca hasta hacerla puré. Después fueron tomando con los dedos las partes más fibrosas para llevárselas a la boca. Luego de un masticado a conciencia (solamente las mujeres tienen permitido hacer este paso) la yuca quedaba casi líquida y volvía en largos chorros a la olla. Así estuvieron un buen rato mientras charlábamos. El paso final es dejar fermentar la pasta durante varias horas. Cuantas más horas pasen más alcohólica se pone la bebida. Paradójicamente esta me resulta la forma más higiénica de producir la chicha. La definición de fermentación no difiere mucho de la de putrefacción y, puestos a elegir, prefiero tomar un líquido fermentado por bacterias que ya están en nuestras bocas y para las cuales nuestro sistema inmune ya tiene armas para combatirlas, que un líquido colonizado por bacterias y levaduras más sometidas al azar del medioambiente.

Otro día dimos clases de inglés a los niños a pedido de Julio, el profesor. Él no es de Tsunki sino de una aldea cercana y, si bien puede enseñarles muchas cosas a los chicos sobre el castellano y el shuar, nos contó que su inglés es muy básico y que, como está obligado a enseñarles, hace esfuerzos pero no sabe si los está ayudando mucho.

Como para saber en qué nivel estaban, les preguntamos a los niños cómo se dice “Hello!” y todos al unísono contestaron contentos “¡Elio!”.

Nos divertimos mucho en las clases, que más que clases fueron puros juegos. Vane estaba en el aula de los más chiquitos, unos quince alumnos de entre cinco y doce años. Yo estaba en otra con los seis adolescentes.

Habíamos planeado varias clases, pero no pudo ser porque ese día murió uno de los ancianos del lugar y la comunidad estuvo de luto toda la semana.

No fuimos invitados a las ceremonias de entierro y despedida que ocurrieron en algún lugar apartado de la comunidad. Nosotros, por las dudas, no preguntamos nada. Solo vimos a la gente ir y venir varias veces durante un par de días. Por lo poco que nos cuentan, entendemos que es una mezcla de costumbres tradicionales y cristianas.

El duelo también hizo que Rosana desista de participar de la ceremonia de natem (ayahuasca, Banisteriopsis caapi) que nos tenían preparado para el último día. La preparaba Pascual y la íbamos a tomar con ella, pero prefirió no hacerlo para no dejarse ganar por la tristeza reciente. Nos dijo que, de todos modos, lo haría unos días después, con toda la comunidad, cuando pasara el duelo, como se acostumbra, para alejar la muerte. También nos contaron que después de los duelos suelen tomar infusiones de hojas de ayahuasca para vomitar y liberar todas las penas.

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